CAPITULO 4.-
Acabo
pronto con las citas del martes y salgo de la nueva y preciosa
vivienda
unifamiliar de la señora Kent, en el centro de la ciudad, a las seis
y unos
minutos.
La señora
Kent es la esposa terriblemente consentida del señor Kent,
director
ejecutivo de Kent Yacht Builders, y esta casa de Kensington es su
tercer
hogar en cuatro años. Me he encargado del diseño interior de todos
ellos. En
cuanto el trabajo está terminado, la mujer decide que no se
imagina
envejeciendo allí, y eso que ya ronda los setenta años, de modo
que la
casa sale al mercado, se vende y yo empiezo de cero en su nuevo
domicilio.
Cuando tan
sólo un mes después de terminar de decorarla se mudaron
y
vendieron la primera casa en la que había trabajado, me traumaticé un
poco. Era
el primer contrato que había conseguido tras empezar a trabajar
para
Patrick. Pero no tardó en volver a llamarme para que fuera a ver su
nueva
morada.
—_____,
querida, no es culpa tuya. Es que no la sentía como mi hogar
—me dijo
con voz cantarina por teléfono.
Así que
ahora me encuentro trabajando en la tercera residencia de los
Kent con
las mismas instrucciones que me dieron para las dos viviendas
anteriores,
lo cual es una ventaja porque me evita tener que buscar nuevo
mobiliario.
Y también amortigua el sablazo a la cartera del señor Kent.
Me meto en
el coche y arranco en dirección a Surrey Hills. No le he
contado a
Kate por qué voy a llegar tarde a casa. Sólo habría conseguido
que se
preguntase por qué voy a volver a La Mansión. Y entonces le
mentiría y
le contaría la misma mierda que me cuento a mí misma: que
trabajar
allí es beneficioso para mi currículum. Sus encantos no influyen
en mi
decisión, para nada.
Esta vez
me detengo junto al portero automático, pero cuando me
dispongo a
bajar la ventanilla, las puertas comienzan a abrirse. Miro hacia
la cámara
y supongo que John debe de estar esperándome. Le dije sobre las
siete y ya
son y cinco. Atravieso las puertas y avanzo por el camino de
grava
hasta el patio. John me aguarda en los escalones, frente a la entrada
de puertas
dobles, con las gafas de sol puestas.
—Buenas
tardes, John —lo saludo mientras cojo mi carpeta y mi
bolso.
¿Me
hablará hoy?
No, sólo
saluda con la cabeza y se vuelve para regresar a La Mansión.
Yo lo sigo
hasta el bar. Hay más gente que la última vez que vine.
Probablemente
sea por la hora.
—Mario
—dice con voz grave.
Un hombre
menudo aparece por detrás de la barra.
—Dime.
—Ponle una
copa a la señorita O’Shea. —John me mira con los ojos
todavía
ocultos tras las lentes oscuras—. Ahora vuelvo. Tom quería
comentar
algo.
—¿Conmigo?
—le espeto, y me sonrojo al instante ante mi
brusquedad.
—No,
conmigo.
—¿Está en
su despacho? —pregunto nerviosa.
Estoy
haciendo demasiadas preguntas sobre algo muy trivial, pero él
me había
asegurado que me dejaría trabajar con John. Con sólo pensar en
ese hombre
me vuelvo un manojo de nervios. Jamás pensé que ocurriría
algo así,
pero me siento mucho más cómoda con el grandullón. Para
empezar,
sé que con él soy capaz de controlarme. Los labios de John se
tensan, es
evidente que está conteniendo una sonrisa. Me lamento para mis
adentros.
Él lo sabe.
—Tranquila,
mujer. —Se vuelve y lanza una mirada burlona a Mario.
El
camarero de baja estatura le responde sacudiendo la bayeta.
¿De qué va
todo esto?
John, muy
serio, se despide una vez más con un gesto de la cabeza
antes de
marcharse y dejarme con Mario en la barra.
Echo un
vistazo a mi alrededor y advierto la presencia de una mujer
que ríe
junto a un hombre de mediana edad en una mesa cercana. Es la
misma
mujer con la que coincidí en los baños el viernes pasado. Viste un
traje de
pantalón negro y tiene un aspecto extremadamente profesional.
Debe de
llevar aquí un tiempo, tal vez por negocios. El hombre que la
acompaña
se levanta y le tiende la mano con cortesía. Ella la acepta y
sonríe
mientras se pone de pie y deja que la cobije bajo su brazo y la guíe
fuera del
bar mientras charlan entre risitas.
Me siento
en un taburete mientras espero a John y saco el teléfono
para ver
si tengo algún mensaje o llamada.
—¿Le
apetece una copa de vino?
Alzo la
vista y veo que el pequeño camarero me está sonriendo. Tiene
un acento
extraño y llego a la conclusión de que es italiano. Es muy bajito
y bastante
mono, con su bigote y su pelo negro con entradas.
—Me
apetece, pero tengo que conducir.
—¡Venga!
Una pequeña... —dice mientras levanta una copita de
cristal y
traza una línea por la mitad con el dedo.
¡Qué
diablos! No debería beber en el trabajo, pero tengo los nervios
de punta.
Él se encuentra en alguna parte de este edificio y eso ya es razón
suficiente
para estar inquieta, de modo que asiento y sonrío.
—Gracias.
Me enseña
una botella de Zinfandel. Yo vuelvo a asentir.
—Su
vestido es muy... eh... ¿cómo se dice...? ¿Atrevido?
Me pone
algo más de media copa. De hecho, está llena.
Observo mi
vestido negro ceñido y de corte estructurado. Sí, supongo
que
atrevido sería la palabra adecuada. Es mi comodín. Hace que me sienta
guapa en
cualquier ocasión.
Ignoro la
vocecita de mi cabeza que me pregunta si no me lo habré
puesto con
la esperanza de ver a Kaulitz. Descarto ese pensamiento de
inmediato
y río ante la cuidadosa elección de palabras de Mario mientras
acepto con
agrado la copa que me pasa por encima de la barra. Creo que en
realidad
quiere decir apretado. Me marca todas las curvas. Teniendo en
cuenta que
mi talla es la 38, no son demasiadas, pero si sigo conviviendo
con Kate
mucho más tiempo es probable que eso cambie.
—Gracias
—le digo sonriendo de nuevo.
—Un
placer, señorita O’Shea. La dejo tranquila.
El
camarero recoge la bayeta y empieza a limpiar el mostrador que
hay bajo
las botellas.
Doy unos
sorbos al vino mientras espero a John. Está muy bueno, y
me lo
termino sin apenas darme cuenta. Estoy deseando llegar a casa y
abrir la
botella que tengo enfriándose en la nevera.
—Hola.
Me vuelvo
sobre el taburete y me encuentro cara a cara con la mujer
que se
lanzó sobre Kaulitz el viernes. Ella me sonríe, pero es el gesto menos
sincero
que jamás haya tenido el placer de recibir.
—Hola
—contesto por educación.
Mario
viene corriendo, con el pánico reflejado en el rostro y agitando
el trapo
en el aire.
—¡Señorita
Sarah! ¡No, por favor! ¡No hablen!
«¿Qué?»
—¡Vamos,
cállate, Mario! No soy idiota —le espeta ella.
El pobre
Mario se resigna y se retira para seguir limpiando la barra,
pero no
aparta la vista de Sarah. Quiero salir en su defensa, pero, justo
cuando
estoy a punto de hacerlo, ella me tiende la mano.
—Soy
Sarah, ¿y tú eres...?
Ah, sí. La
última vez que me preguntó lo mismo no le contesté y me
marché a
toda prisa. Acepto el saludo y le estrecho la mano ligeramente
mientras
ella me observa con recelo. Es evidente que no soy de su agrado.
Quizá me
considere una amenaza.
—_____
O’Shea —respondo, y la suelto rápidamente.
—¿Y has
venido para...?
Me río con
jovialidad. Estoy segura de que sabe perfectamente qué
hago aquí,
lo que no hace sino confirmar que se siente amenazada y que se
está
esforzando por hacer que me sienta incómoda. Guarde las uñas,
señora.
Sonrío para mis adentros cuando se me pasa por la cabeza decirle
que estoy
aquí porque su novio me ha rogado que viniera.
—Soy
diseñadora de interiores. He venido a medir los nuevos
dormitorios.
Ella
arquea una ceja y hace un gesto con la mano en el aire para atraer
la
atención de Mario. Esta mujer es de lo que no hay, y muestra tanta
soberbia
como Kaulitz descaro. Su cabello rubio escalado se balancea a un
lado y a
otro, tiene los labios pintados del mismo rojo sensual que el
viernes
pasado y viste un traje de pantalón gris ajustado. Sería cruel decir
que tiene
cuarenta años. Probablemente ronde los treinta y cinco, más
cerca de
la edad de Kaulitz que yo. Me doy unos cachetes mentales en el
trasero y
me obligo a controlar mis desesperados pensamientos.
—Ponme un
gin-tonic de endrinas, Mario —ordena mientras pasa por
mi lado.
Sin por favor y sin sonrisa. Es bastante maleducada—. Eres un
poco joven
para ser diseñadora de interiores, ¿no?
Su tono es
poco amistoso y no me mira cuando me habla.
Me cabreo.
No me gusta nada esa mujer. ¿Qué verá Kaulitz en ella,
aparte de
esos labios gordos e hinchados y sus evidentes implantes
mamarios?
—Sí —le
concedo.
Ella
también se siente amenazada por mi juventud. Eso es bueno.
Me siento
tremendamente aliviada cuando veo a John aparecer por la
puerta. Se
quita las gafas y lanza a Sarah una mirada extraña antes de
saludarme
de nuevo con la cabeza.
¿A qué
vienen todas esas miraditas? No me paro a pensarlo
demasiado.
El gesto de John es la señal que necesitaba para huir de la
mujer.
Dejo mi copa vacía en la barra con más fuerza de la que pretendía.
Mario
levanta la cabeza al instante, y yo sonrío y me disculpo mientras me
bajo del
taburete.
—Un placer
conocerte, Sarah —digo con cordialidad. Es mentira. La
detesto, y
sé que el sentimiento es mutuo.
Ella ni
siquiera me mira. Acepta la bebida que Mario le ofrece sin
darle
siquiera las gracias y se marcha a hablar con un tipo con pinta de
hombre de
negocios que se encuentra al otro lado de la barra.
Cuando
llego junto a John, él me guía por la enorme escalera que da al
descansillo
hasta la nueva ala.
—Puedo
apañármelas sola, John. No quiero entretenerte —le digo
ofreciéndole
la oportunidad de dejarme a mi aire mientras me acompaña
por el pasillo.
—Tranquila,
mujer —contesta con voz grave mientras abre la puerta
de la
habitación que hay al otro extremo del corredor.
Empezamos
a tomar medidas en las distintas estancias. John me
sostiene
la cinta métrica obedientemente y asiente de vez en cuando al
darle las
indicaciones. La frase «un hombre de pocas palabras» se inventó
pensando
en él, no me cabe la menor duda.
Se
comunica con gestos y, aunque tiene los ojos ocultos tras las gafas
de sol, sé
cuándo me está mirando. Anoto todos los datos en una hoja y ya
empiezan a
asaltarme algunas ideas.
Una hora
después ya tengo todas las medidas que necesito y hemos
terminado.
De nuevo sigo al enorme cuerpo de John hasta el descansillo
mientras
busco el teléfono en el bolso.
No tardo
en darme cuenta de que con las prisas por librarme de Sarah
me lo he
dejado en la barra.
—Me he
dejado el teléfono en la barra —le digo a John.
—Le diré a
Mario que lo guarde. Tom quería que te mostrara otra
habitación
antes de que te fueses —me explica sin alterar la voz.
—¿Para
qué?
—Para que
tengas una idea de lo que quiere que hagas.
Introduce
una tarjeta de acceso en la ranura, abre la puerta y me invita
a entrar.
Está bien.
Aquello no va a matarme, y tengo curiosidad.
«¡Vaya!»
Llego al centro de la habitación, una minisuite, para ser
exactos.
Es probable que sea más grande que todo el piso de Kate. Al oír
que la
puerta se cierra detrás de mí, me vuelvo y veo que John se ha
marchado
para dejar que lo asimile por mí misma. Me quedo de pie,
absorbiendo
el opulento derroche de la decoración.
Estas
habitaciones son más lujosas que las de abajo, si es que cabe la
posibilidad.
Una cama gigante cubierta con sábanas de raso moradas y
doradas
domina el espacio. La pared que hay detrás está empapelada con
un
estampado de remolinos en relieve y de un color dorado pálido. Las
gruesas y
largas cortinas reposan sobre la mullida moqueta. La iluminación
es suave y
tenue. Uno de los requisitos principales de Kaulitz era la
sensualidad,
y quien hubiese diseñado aquella habitación había conseguido
reflejarla
en abundancia. ¿Por qué no vuelve a emplear al mismo
diseñador?
Me acerco hasta
la enorme ventana de guillotina y contemplo el
paisaje.
El terreno sobre el que se asienta La Mansión es inmenso, las
vistas son
fantásticas y el exuberante verdor de la campiña de Surrey se
extiende
varios kilómetros. Es algo digno de ver. Me paseo por la sala y
acaricio
con la palma de la mano una hermosa cómoda de madera oscura.
Dejo sobre
ella la carpeta y el bolso y me dirijo al diván situado junto a la
ventana.
Me siento
y admiro el espacio que me rodea. Es increíble, y sin duda
podría
competir con muchos de los hoteles más famosos de las ciudades
más
grandes del mundo. Un enorme tapiz llama mi atención. Es bastante
raro, pero
muy hermoso. Debe de ser una antigüedad. Está medio clavado
en la
pared y asciende hasta el techo, donde nacen las enormes vigas de
madera.
Tiene un diseño cuadriculado, pero no lo adorna ningún tipo de
tela ni de
luz. Ladeo la cabeza con el ceño fruncido, pero pronto vuelvo a
erguirme
al oír un ruido procedente del cuarto de baño.
Mierda. Me
ha metido en una habitación ocupada... ¿o no? Ahora no
oigo nada.
Me quedo quieta y en silencio para tratar de percibir algún
movimiento,
pero nada. Me relajo un poco y entonces oigo que la
manecilla
de la puerta se abre y doy un respingo. Mierda. Mierda.
Debería
huir antes de que alguien salga del cuarto de baño,
probablemente
en cueros, y se encuentre a una extraña allí plantada, roja
como un
tomate, en medio de su suite de lujo. Corro hacia la cómoda para
recoger el
bolso y me dirijo a la salida.
Entonces
lanzo un grito ahogado y el bolso se me cae al suelo.
Me quedo
helada al ver a Tom Kaulitz. Está de pie en la puerta del
cuarto de
baño y sólo lleva puestos unos vaqueros holgados.
O.o lp sabiaaaa!!
ResponderBorrarTom no se quedaría tranquiloo..
Sigyelaa Virgii. Pobre (tn) y me la imagino toda temblando..
Era obviooi jajahahajaja buenisimooo , subepronto el proximo cap , bye cuidate
ResponderBorrarSigueeeeee
ResponderBorrar:O:O lo sospeche desde un principio, le tendieron una trampa a (Tn) y Tom no se iba a rendir tan fácil jejeje me encanto virgi espero el próximo cap!!!
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