CAPITULO 6.-
—Buenos días —saludo a
Ken con voz cantarina cuando paso danzando
ante su mesa el jueves.
Él me mira por encima de
las gafas de montura gruesa —una
descarada declaración de
principios en cuanto a la moda y un esfuerzo por
su parte para que se le
tome más en serio—. Debería decirle que se
deshiciese de esa camisa
amarillo canario y de esos pantalones grises que
parecen mallas. Quizá así
lo consiguiera.
—Parece que alguien ha
echado un polvo —dice con una sonrisa
malévola—. Bienvenida al
club. ¡Estoy exhausto!
—¡Venga ya! Ken, eres un
putón —contesto, y finjo una expresión de
desagrado mientras tiro
el bolso debajo de mi mesa—. ¿Alguna novedad?
—pregunto para desviar la
conversación de las correrías sexuales de Ken.
—No. Voy a salir a
visitar a la señora Baines para darle un abracito.
Anoche me llamó a las
once para preguntarme si sería posible que los
electricistas llegasen
esta mañana. Me interrumpió en pleno acto de...
—¡Vale, vale! —digo con
las manos levantadas—. No sigas.
Me siento y giro la silla
para ponerme de cara a él.
—Perdona, cielo. ¡Es que
fue una pasada! —insiste, y me guiña un ojo
—. Pero bueno, está
estresada porque tiene programado celebrar un baile
de verano en julio y lo
quiere todo terminado para entonces. ¡Lo lleva
claro, bonita! Si no para
de cambiar de idea jamás terminaremos. —De
repente, se levanta de su
silla, me lanza un beso en el aire a tres metros de
distancia y dice—: ¡Au
revoir, cielo!
—Adiós. Oye, ¿y Victoria?
—le grito mientras se aleja.
—¡Ha ido a visitar a unos
clientes! —grita, y cierra la puerta al salir.
Me vuelvo hacia mi
escritorio y Sally me deja un café delante. Lo
cojo al instante y le doy
un sorbo mientras ella ronda mi mesa con
nerviosismo.
—Patrick ha llamado para
recordarte que hoy no vendrá —dice.
—Gracias, Sally. ¿Qué tal
el fin de semana?
Ella sonríe y asiente con
entusiasmo mientras se sube las gafas.
—Muy bien, gracias por
preguntar. Terminé el punto de cruz y limpié
todas las ventanas, por
dentro y por fuera. Fue estupendo —contesta, y
sonríe vagamente mientras
se marcha corriendo a archivar unas facturas.
¿Limpiar ventanas?
¿Estupendo? Es una chica encantadora, pero, por
Dios, es más sosa que el
pan sin sal.
Paso unas horas
respondiendo correos electrónicos y limpiando la
bandeja de entrada.
Compruebo que ya se ha realizado la última limpieza
en el Lusso y cojo el
móvil cuando éste empieza a danzar sobre mi mesa.
Al ver el nombre que
aparece en la pantalla pongo los ojos en blanco.
Nunca se da por vencido.
Ayer me acribilló a llamadas sin parar (y yo se
las rechacé todas), pero
sigue insistiendo. Tendré que hablar con él antes o
después. Tiene algo que
necesito: mi coche.
A la una en punto salgo
de la oficina para ir a comer con Kate.
—¿Queda algún hombre
decente en este mundo? —pregunta pensativa
mientras se limpia la
boca con una servilleta—. Estoy perdiendo las ganas
de vivir.
—No puede haberte ido tan
mal.
Su cita de anoche fue un
fracaso. En cuanto llegó a casa a las nueve y
media, supe que la cosa
no había ido bien.
Deja la servilleta sobre
el plato vacío y lo aparta.
—_____, cuando un hombre
saca la calculadora al final de la cena para
decirte cuánto le debes,
es mala señal.
Me echo a reír. Sí, es
mala señal. Es la igualdad llevada al extremo. El
hombre moderno aún tiene
que captar que las mujeres queremos que nos
traten como iguales, pero
sólo cuando nos conviene. La ávida necesidad de
independencia de la mujer
moderna no implica que queramos pagar a
medias las comidas, ni
que no nos guste que un hombre nos abra la puerta.
Seguimos deseando que nos
mimen, pero con nuestras propias condiciones.
—Entonces ¿no vas a
volver a quedar con él?
Ella resopla indignada.
—No. La escenita de la
cuenta ya me había decepcionado bastante,
pero que cogiera las
veinte libras que le ofrecí para pagar el taxi cuando
me dejó en casa ya me
desencantó del todo.
—Le saliste bien barata
—digo entre risitas.
—Ya te digo. —Kate coge
el teléfono y pulsa la pantalla. Después me
la enseña—. Un sándwich
de beicon y dos aguas, me debes doce libras.
Las dos nos reímos un
poco del fracaso de su cita. Me encanta que se
lo tome con tanta
filosofía. Siempre dice que las cosas pasarán cuando
tengan que pasar, y estoy
de acuerdo.
—¿Cuándo tendrás listo el
coche? —pregunta.
¡Mierda! Me lo había
pedido prestado para ir a Yorkshire a visitar a
su abuela el sábado, y ya
es jueves. Tengo que solucionar este asunto.
—Luego llamaré al taller
—le prometo.
—Puedo ir con la
furgoneta.
—No, tranquila. Con Margo
no
creo que llegues. —Es una
autocaravana Volkswagen
rosa de veinte años que traquetea a duras penas
por todo Londres
repartiendo tartas. Su impacto en el medio ambiente debe
de ser tremendo.
Mi teléfono empieza a
sonar a todo volumen y Kate se inclina para
ver quién me llama. Lo
cojo en seguida, pero es demasiado tarde. La miro
nerviosa, le doy una vez
más al botón de rechazar y lo dejo de nuevo sobre
la mesa como si no
ocurriera nada. Pero mi reacción no le ha pasado
desapercibida, como de
costumbre.
—Tom —dice con una ceja
enarcada—. ¿Qué querrá?
No le he contado nada
sobre los terribles acontecimientos del martes.
Me da demasiada
vergüenza.
Me encojo de hombros.
—Yo qué sé.
—¿Te ha mandado más
mensajes sugerentes?
Ha habido más que
mensajes. Ha habido incesantes llamadas
telefónicas, y me enredó
para que volviese a La Mansión con el pretexto de
que iba a diseñar unas
habitaciones cuando lo que quería en realidad era
atraparme en una de las
suites de su hotel y seducirme. Kate se alegraría de
mi desgracia, y ésa es
justo la razón por la que no se lo he contado. Si no se
lo explico a nadie, casi
puedo fingir que no ha pasado. Casi. Soy una idiota.
Apenas he logrado pensar
en otra cosa desde entonces, y con todas esas
llamadas él no colabora
mucho a mi intento de eliminarlo de mi mente. No
necesito una relación, y
menos con alguien que está con otra persona.
Además, para él yo sólo
soy un trofeo más. Es un vividor y no es la clase
de hombre con quien debo
estar. Es evidente que tiene problemas para
comprometerse. Sarah no
es santo de mi devoción, pero siento lástima por
ella.
—No —respondo con un
suspiro.
Ella me mira con recelo y
hace que me sienta interrogada. Y lo estoy
siendo. De repente me
sorprendo jugueteando con mi pelo. Suelto el
mechón y resoplo.
—Tienes que divertirte
—dice con aire pensativo. ¿Divertirme? A mí
no me parece que
enrollarse con un hombre que está con otra sea
divertirse. ¡Me parece
una insensatez!—. Después de lo de Matt, está claro
que necesitas divertirte
un poco.
Preferiría no hablar de
Matt. Kate no sabe que aún me llama de vez en
cuando. Y yo no sé por
qué lo hace.
—Tengo que volver al
trabajo —digo, y me inclino para darle un beso
en la mejilla—. Te
quiero.
—Sí, yo también. Esta
noche llegaré tarde a casa. Hay una exposición
de tartas en el Hilton.
Cuando me dispongo a
darle dinero para la comida, ella me hace un
gesto de rechazo con la
mano.
—Me toca a mí.
Vuelvo a guardarme el
dinero en el bolsillo.
—Está bien, pero la
próxima vez pago yo.
Nos despedimos en la
puerta del bar. Kate se marcha a su taller de
tartas y yo de vuelta a
la oficina.
Al llegar a casa me dejo
caer sobre el sillón. Mañana será un día largo
en el Lusso y tengo que
estar en plena forma. El móvil suena. Pongo los
ojos en blanco y miro la
pantalla, pero no es quien esperaba que fuera. Es
Matt. Lloriqueo para mis
adentros. ¿Cuándo sonará el teléfono y será
alguien con quien me
apetezca hablar?
—Hola—contesto medio
refunfuñando.
—¿Qué tal? —saluda con su
tono seguro de siempre.
—Bien, ¿y tú? —Sé que
está bien.
Tengo entendido que sale
casi todas las noches para recuperar el
tiempo perdido. Como si
cuando estaba conmigo no hiciese lo que le daba
la gana de todos modos.
—Muy bien. Llamaba para
desearte suerte mañana. Es mañana, ¿no?
Me sorprende que se
acuerde. Mi trabajo jamás le ha interesado lo
más mínimo.
—Sí, gracias. Estaba
pensando en acostarme pronto.
—Ah, vale, entonces no te
entretengo. —Parece decepcionado—. He
empaquetado el resto de
tus cosas.
—Ah, genial.
—No hay prisa —añade—. Si
alguna vez te apetece, estaría bien
quedar y ponernos al día.
¿Estaría bien? ¿Ponernos
al día sobre qué? ¿Sobre con cuántas
mujeres se ha acostado
desde que me largué? Me alegro de que
mantengamos el contacto,
estuvimos cuatro años juntos, pero está llevando
demasiado lejos lo de
«ser amigos». Me trata como si fuese uno más de sus
colegas y me informa de
sus últimas conquistas. Y no me importa, pero
tampoco me apetece
saberlo.
—Claro, te daré un toque
—sugiero.
—Hazlo. Te echo de menos.
¡VENGA! ¿A qué ha venido
eso? ¿Está borracho?
—¿Ah, sí? —le pregunto, y
en mi voz se refleja claramente mi
sorpresa.
Él se echa a reír.
—Sí. Buena suerte mañana.
Cuelgo y me quedo ahí
sentada preguntándome si habrá llegado el
momento de recoger mis
cosas y cortar toda relación con él. No creo que lo
de «ser amigos» vaya a funcionar
con nosotros. ¿Le funciona a alguien? Mi
teléfono vuelve a sonar,
pero es un número que no conozco.
—_____ O’Shea —digo, pero
no hay respuesta—. ¿Diga?
—¿Estás sola?
La voz me golpea en el
estómago como si fuera un martillo. Mierda.
Mierda. Me pongo de pie y
me vuelvo a sentar. La imagen de su cuerpo
semidesnudo delante de
mí, suplicándome con la mirada, empieza a
apoderarse de mi mente.
Ésta es precisamente la razón por la que he
rechazado todas sus
llamadas. El influjo que ejerce sobre mí es perturbador
y de lo más desagradable.
¿Por qué no ha aparecido
su nombre en la pantalla?
—No —miento, y mi frente
empieza a empaparse de sudor.
Lo oigo suspirar. Es un
suspiro profundo.
—¿Por qué me mientes?
Vuelvo a levantarme del
sillón de un salto. ¿Cómo lo sabe? Corro al
otro lado del salón, a
punto de derramar mi copa de vino, y miro por la
ventana hacia la calle,
pero no veo su coche. ¿Cómo sabe que estoy sola?
Nerviosa y con un nudo en
la garganta, decido colgar. El teléfono vuelve a
sonar inmediatamente. Lo
hundo entre los cojines del sillón y lo dejo
sonar. Pero vuelve a
insistir.
—¡Para ya!
Paseo de un lado a otro
del salón mordiéndome las uñas y dando
sorbos de vino. Las
imágenes de lo sucedido el martes se proyectan en mi
mente, pero no las malas.
Mierda. Es todo lo bueno: cómo me hacía sentir,
el calor de sus manos...
Todo lo acontecido hasta que oí la voz fría y
estridente de su novia.
Bloqueo esos pensamientos de inmediato. No soy
más que otro títere del
que aprovecharse sexualmente, y lo más probable es
que se sienta despechado
porque me he negado a entrar en su juego. El
teléfono me avisa de que
tengo un mensaje. Me acerco con cautela al
sillón, como si el
aparato fuese a atacarme.
Dios mío, qué patética
soy. Cojo el móvil y leo el mensaje.
¡Coge
el teléfono!
Vuelve a sonar en mi mano
y me hace dar un brinco, aunque lo cierto
es que me lo esperaba. No
se cansa nunca. Vuelvo a dejar que suene y,
como si fuera una cría,
le contesto:
No.
Sigo paseándome de un
lado a otro, sorbiendo vino y aferrándome al
teléfono. Su respuesta no
tarda en llegarme:
Vale,
entonces voy a entrar.
—¿Qué? ¡No, no! —le grito
al móvil.
Una cosa es no cogerle el
teléfono, pero intentar rechazarlo cuando lo
tengo delante en carne y
hueso requiere un nivel de resistencia totalmente
diferente.
«¡Mierda! ¡Mierda!
¡Mierda!» Accedo toda nerviosa al registro de
llamadas para llamarlo.
Da un tono.
—Demasiado tarde, _____
—contesta.
Me quedo mirando el
teléfono descolocada y entonces comienzan los
golpes en la puerta.
Corro hacia el
descansillo y me inclino sobre la barandilla mientras
llama.
—Abre la puerta, _____
—dice, y vuelve a golpearla.
¿De qué va? ¿Tan
desesperado está?
«¡Toc, toc, toc!»
—_____, no me iré sin
hablar contigo.
«¡Toc, toc, toc!»
—Tengo tus llaves. Voy a
entrar.
Mierda. Es verdad. Bien,
dejaré que entre, oiré lo que tenga que decir
y después se irá. Al fin
y al cabo necesito el coche. Me mantendré lo más
alejada posible de él,
con los ojos cerrados y sin respirar para evitar olerlo.
No debo permitir que traspase
mis defensas. Dejo la copa sobre la consola
del descansillo y me miro
en el espejo. Tengo el pelo recogido en un moño,
pero al menos no me he
quitado el maquillaje todavía. Podría ser peor. Un
momento... ¿por qué me
preocupo por eso? Cuanto peor aspecto tenga,
mejor, ¿no? Tengo que
decirle que no me interesa.
«¡Toc, toc, toc!»
Bajo la escalera con paso
firme y decidido y abro la puerta
resoplando. Estoy
perdida. Sigo subestimando (u olvidando) el efecto que
este hombre tiene sobre
mí. Ya estoy temblando.
Con las manos apoyadas en
el marco de la puerta, me mira a través de
unos párpados caídos,
jadeante y con aspecto de estar bastante cabreado.
Su cabello castaño está
desgreñado, ha vuelto a dejarse barba de unos días y
lleva una camisa rosa
claro con el cuello desabrochado y metida por dentro
de unos pantalones
grises. Está fantástico.
Me atraviesa con su
mirada de ojos cafeces.
—¿Por qué no quisiste
seguir?
Le cuesta respirar.
—¿Perdona? —pregunto con
impaciencia. ¿Ha venido a preguntarme
eso? ¿Acaso no es obvio?
Aprieta los dientes.
—¿Por qué te fuiste?
—Porque era un error
—respondo también apretando los dientes.
Mi irritación ante su
osadía consigue superar el otro efecto, más
indeseado, que tiene
sobre mí.
—No era un error, y lo
sabes —masculla—. El único error fue dejar
que te marchases.
¿Qué? No puedo con esto.
Hago ademán de cerrar la puerta, pero él
me lo impide deteniéndola
con las manos desde el otro lado.
—De eso nada. —La empuja
contra mí sin ningún miramiento, entra
en el recibidor y cierra
con un portazo a su espalda—. No dejaré que
vuelvas a huir. Ya lo has
hecho dos veces y no habrá una tercera. Vas a
tener que dar la cara.
Descalza, me saca casi
treinta centímetros. Me siento pequeña y débil
frente a él, que todavía
respira con dificultad. Retrocedo, pero él me sigue
y deja una distancia
mínima entre nuestros cuerpos. Mi plan de mantener
cierto espacio entre
nosotros está fracasando y pronto percibo su magnífico
perfume a agua fresca.
Huele a gloria bendita.
—Tienes que irte. Kate
llegará en seguida.
Se detiene y frunce el
ceño.
—Deja de mentirme —dice,
y me aparta de un manotazo la mano del
pelo—. Basta de tonterías,
_____.
No sé qué decir. La
defensa no está funcionando. Quizá si pruebo con
el desinterés... Parece
que todo lo que le digo le resbala, y está
acostumbrado a conseguir
siempre lo que quiere.
Me doy la vuelta para
regresar al piso de arriba.
—¿Para qué has venido?
—pregunto.
Pero antes de que haya
logrado alejarme demasiado lo tengo detrás
agarrándome de la muñeca.
Me da la vuelta para colocarme de cara a él y
el contacto me pone al
instante en alerta roja. Sé que estoy pisando terreno
peligroso. Permanecer
cerca de este hombre me transforma en una idiota
irracional e imprudente.
Estoy en territorio kamikaze. ¿Por qué lo he
dejado entrar?
—Ya lo sabes —me espeta.
—¿Ah, sí? —pregunto
incrédula.
Lo cierto es que sí.
Bueno, creo que lo sé. Quiere seguir donde lo
habíamos dejado. Quiere
completar la misión.
—Sí, lo sabes —responde
sin más.
Libero mi muñeca de un
tirón y retrocedo hasta que toco la pared que
tengo detrás con el
trasero.
—¿Porque quieres oír
cuánto grito?
—¡No!
—Eres, sin lugar a dudas,
el capullo más arrogante que he conocido en
la vida. No estoy
interesada en convertirme en una de tus conquistas
sexuales.
—¿Conquistas? —resopla.
Se aparta y empieza a pasearse sin rumbo
—. ¿En qué puñetero
planeta vives, tía?
Me quedo totalmente
pasmada. ¿Cómo se atreve a venir aquí y a
hablarme así? Mis nervios
se desvanecen y mi enfado anterior se
transforma en una
ferviente ira. La necesidad de defenderme, de ponerle
los puntos sobre las íes,
me obliga a apretar la mandíbula hasta hacerme
daño. Tiene una muy baja
opinión de mí si cree que voy a meterme en la
cama de cualquier tío que
acabe de conocer. Pero no tengo por qué darle
explicaciones. Ahora
mismo, el hecho de que tenga novia es irrelevante. Se
cree que puede conseguir
todo lo que quiere o montar una escena si alguien
se le resiste.
—¡Lárgate!
Deja de pasearse y me
mira.
—¡No! —grita, y reinicia
la marcha.
Empiezo a pensar en cómo
obligarlo a salir de casa. Jamás
conseguiría hacerle daño
físico, y tocarlo sería un tremendo error.
—¡No me interesas una
puta mierda! Vete de aquí.
Mi voz temblorosa
traiciona mi fachada de frialdad, pero me
mantengo firme.
—¡Esa puta boca!
¿Será posible?
—¡Largo!
—Está bien —dice
simplemente. Deja de pasearse y me fulmina con
la mirada—. Si me miras a
los ojos y me dices que no quieres volver a
verme, me iré y no
volveré a cruzarme en tu camino.
Bien, debería resultarme
bastante fácil, pero, para mi total sorpresa, la
idea de no volver a verlo
me produce unas punzadas terribles en el
estómago, lo cual, por
supuesto, es totalmente absurdo. Es prácticamente
un extraño, pero ejerce
una enorme influencia sobre mí. Me hace sentir...
no sabría cómo describirlo.
Pero incluso ahora que estoy furiosa por su
insolencia, he de
esforzarme para controlar las reacciones involuntarias
que me provoca.
Ante mi silencio, empieza
a avanzar hacia mí y, con apenas unos
cuantos pasos largos y
firmes, se planta justo delante de mí. Tan sólo nos
separa un centímetro de
aire.
—Dilo —me exhorta.
No logro articular
palabra. Me cuesta respirar. El corazón se me sale
del pecho y siento una
leve palpitación entre las piernas. Me pongo en
guardia al percibir las
mismas reacciones en él. El corazón le martillea
bajo su camisa rosa
claro. Siento su aliento fresco y pesado sobre mi
rostro. No estoy segura
con respecto a la palpitación, pero me imagino que
también la siente. La
tensión sexual entre nuestros cuerpos es casi tangible.
—No puedes, ¿verdad?
—susurra.
¡No puedo! Lo intento. Lo
intento con todas mis fuerzas, pero las
palabras se niegan a
brotar. La proximidad de nuestros cuerpos y su
respiración sobre mi
rostro está reactivando todas esas sensaciones
maravillosas. Mi mente se
traslada al instante a nuestro encuentro anterior,
sólo que esta vez no
corremos el riesgo de que nos interrumpan novias
desagradables. Nada me
detiene, excepto mi conciencia, que se encuentra
embriagada de deseo, de
manera que no es de mucha ayuda.
Me toca el hombro con la
punta del dedo y una oleada de fuego me
recorre todo el cuerpo.
Suave y lentamente, me acaricia el cuello hasta
alcanzar un punto erógeno
debajo de la oreja.
El corazón se me desboca.
—Pum, pum, pum, pum
—dice—. Lo noto, _____.
Me pongo rígida y me pego
todavía más a la pared.
—Vete, por favor —digo
con un hilo de voz.
—Ponme las manos en el
corazón —susurra, y me agarra una de ellas
y se la coloca sobre el
pecho.
No hacía falta que lo
hiciera. Veo cómo le late a toda velocidad por
debajo de la camisa. No
necesitaba notarlo.
—¿Qué quieres demostrar?
—le pregunto en voz baja.
Sé perfectamente qué
quiere demostrar. Que causo el mismo efecto en
él que él en mí.
—Eres una mujer muy
cabezota. Deja que te haga la misma pregunta.
—¿Qué quieres decir? —le
pregunto con voz suave, todavía sin
mirarlo.
—¿Por qué intentas evitar
lo inevitable? ¿Qué pretendes, _____?
Me rodea el cuello con
los dedos y me levanta la cara para que lo
mire. Me pierdo
inmediatamente en sus ojos. Su aliento fresco, expelido a
través de unos labios
húmedos y ligeramente separados, me invade la
nariz. Me observa con la
mirada ardiente. Sus largas pestañas me acarician
la mejilla cuando se
inclina para rozarme la oreja con los labios. Dejo
escapar un gemido
ahogado.
—Eso es —murmura, y
empieza a darme besitos muy suaves a un
lado de la garganta—. Tú
también lo sientes.
Lo siento. Soy incapaz de
detenerlo. Mi capacidad para pensar
racionalmente me ha
abandonado. Estoy paralizada por completo. Mi
cerebro se ha desconectado
y mi cuerpo ha tomado el control. A medida
que su boca se aproxima a
mi mandíbula, acepto el hecho de que he
perdido, me he perdido en
él. Pero entonces empieza a sonar un móvil. No
es el mío, pero la
interrupción consigue sacarme del trance en el que él me
ha sumido. Joder, lo más
seguro es que sea Sarah.
Levanto las manos hasta
su firme pecho y lo empujo.
—¡Para, por favor!
Él se aparta y se saca el
teléfono del bolsillo.
—¡Mierda! —Rechaza la
llamada y me mira—. Todavía no lo has
dicho.
Estoy pasmada ante mi
incapacidad de articular unas palabras tan
simples.
—No me interesas
—susurro. Sueno desesperada, soy consciente de
ello—. Tienes que parar
de hacer esto. Sea lo que sea lo que crees que
sentiste o lo que crees
que sentí yo, te equivocas.
Evito mencionar a Sarah
porque eso sería admitir que hay algo, que
ella es la única razón
por la que me niego a continuar. No lo es, claro.
También está la evidente
diferencia de edad, el hecho de que tiene la
palabra «rompecorazones»
escrita en la frente y, sobre todo... que es infiel.
Él se ríe con ganas.
—¿Lo que creo? _____, no
te atrevas a insinuar que todo esto me lo
estoy imaginando. ¿Me he
imaginado lo que acaba de pasar? ¿Y lo del otro
día? ¿También me lo
imaginé? ¿Por quién me tomas?
—¡¿Por quién coño me
tomas tú?!
—¡Esa boca! —grita.
—Te he dicho que te vayas
—ordeno con voz tranquila.
—Y yo te he dicho que me
mires a los ojos y me asegures que no me deseas.
Me mira con confianza,
como si supiera que soy incapaz de hacerlo.
—No te deseo —farfullo
mirándolo directamente a esos dos lagos
cafeces.
Decirlo me causa dolor
físico. Estoy desconcertada.
Él inspira profundamente.
Parece herido.
—No te creo —repone con
suavidad, y desvía la mirada hacia mis
dedos, que juguetean
nerviosos con mi pelo.
Los retiro al instante.
—Pues deberías —digo
subrayando las palabras y recurriendo
claramente a todas mis
fuerzas.
Nos quedamos mirándonos
durante lo que me parece una eternidad,
pero soy la primera en
apartar la vista. No se me ocurre nada más que
decir, así que le imploro
en silencio que se vaya antes de que acabe
recorriendo esa senda
peligrosa por la que él está dispuesto a arrastrarme.
Se pasa las manos por el
pelo, frustrado, maldice y se marcha airado.
Cuando cierra la puerta
tras de sí lo hace con brusquedad; permito que el
aire inunde mis pulmones
y me dejo caer al suelo.
Esto ha sido, sin duda,
lo más difícil que he tenido que hacer en mi
vida, y es curioso
porque, teniendo en cuenta las circunstancias, debería
haber sido lo más
sencillo. Ni siquiera entiendo las razones de esta
situación. Su expresión
de dolor cuando he accedido a su exigencia de
negar que lo deseaba me
ha destrozado. Quería gritar que yo también
siento lo mismo, pero
¿adónde nos habría llevado eso? Sé perfectamente
adónde: contra la pared,
con Tom dentro de mí. Y aunque la sola idea me
hace vibrar de placer,
habría sido un terrible error. Ya me siento bastante
culpable por mi
deplorable comportamiento. Este tío es un gilipollas infiel.
Guapo a morir, pero un
gilipollas infiel, a fin de cuentas. Sé que estar a su
lado sólo me acarrearía
problemas. Pero todavía tiene mis puñeteras llaves.
Me estremezco y me dirijo
a la ducha, satisfecha por haber hecho lo
correcto. He puesto a Tom
Kaulitz en su sitio y me he ahorrado tener que
sentirme tremendamente
culpable otra vez. Debo ignorar este terrible dolor
de estómago, porque
reconocerlo sería como admitir a gritos ante mí
misma y ante Tom que... sí, yo también lo siento.
4 O MAS Y AGREGO EL SABADO ... MAÑANA NO PODRE :)) .... ADIOS
Por que siempre interrumpen!! Me desesperooo..
ResponderBorrarSiguelaaaa :)
Oo me encantaaaa jujuju sube el proximo bye
ResponderBorrarSigueeee
ResponderBorrar:O Esto si que no me lo esperaba virgii jejeje me encanto espero el próximo cap!!!
ResponderBorrarAhora fue que pude sacar un tiempo para comenzar esta novela
ResponderBorrarMe encanta *.*
Sube pronto