CAPITULO 27.-
—Reunión a las doce —nos
recuerda Victoria cuando sale contoneándose
del despacho de Patrick.
Examino mi lista de clientes
y tomo nota de cómo van las cosas con
cada uno de ellos.
Nuestras reuniones quincenales son relajadas y sirven
para poner a Patrick al
corriente de nuestros proyectos y para avisar a Sally
del papeleo que queda por
terminar. También son una hora para engullir
pastelitos de crema y
beber té sin parar. Esta noche tendré que salir a
correr.
—¿Sally? —la llamo desde
mi despacho. Levanta la vista de la
pantalla del ordenador y
se quita las gafas para verme mejor—. ¿Podrías
pasarme la lista de pagos
de mis clientes, por favor?
—Por supuesto, _____.
—¡Y a mí también! —grita
Victoria.
Sally mira a Ken, que
asiente con la cabeza. No es frecuente tener que
perseguir a un moroso,
pero cuando toca hacerlo es bastante incómodo.
Patrick es muy estricto
con las fechas de cobro.
Me sumerjo en el trabajo
durante unas horas, persigo pedidos y
respondo correos
electrónicos.
A las doce, Sally deja
una caja sobre mi mesa.
—Ha llegado esto para ti.
Anda. No he oído la
puerta.
—Gracias, Sally.
Miro la caja blanca. Sé
de quién es. La abro, íntimamente
emocionada, y miro a mi
alrededor para asegurarme de que nadie me está
prestando atención.
Dentro hay un pastelito de chocolate y nata. Me río a
carcajadas y Ken levanta
la cabeza de inmediato de su mesa de trabajo. Le
hago un gesto con la mano
para decirle que no es nada. Pone los ojos en
blanco y vuelve a sus
bocetos.
Cojo la nota y la abro.
LA
VENGANZA ES DULCE.
BSS,
T
Sonrío, cojo el pastelito
y le hinco el diente. A continuación, agarro la
carpeta y me dirijo al
despacho de Patrick. Sally me sigue con una bandeja
llena de té y pastelitos.
—¡Espéranos! —gimotea Ken
que contempla cómo me meto el
último trozo de pastel en
la boca. Me mira con envidia cuando me limpio
una gota de nata de la
comisura de los labios—. Yo quiero uno de ésos, Sal
—dice mientras estudia
con atención la bandeja que Sally ha dejado sobre
la mesa de Patrick.
—Hay milhojas de
vainilla.
—¡No puedo ni olerlos!
—ladra Victoria al tiempo que se sienta en
uno de los sillones
semicirculares que hay colocados alrededor de la
enorme mesa de caoba de
Patrick.
—No me digas que estás
otra vez a dieta —protesta Patrick.
—Sí, pero ésta funciona
—repone feliz.
En serio, la chica está
tan flaca que no se la ve de perfil, pero cada
semana está con una dieta
distinta.
Me siento a su lado y Ken
se une a nosotras. Sally nos pasa una hoja
de cálculo con el estado
de los pagos de los clientes antes de servirnos el té
y sentarse. Miro la lista
de facturas, todas están marcadas como «Pagada»
o «Pendiente», pero al
pasar el dedo por la página veo una subrayada en la
sección de «Impagos».
Sólo hay un cliente en esa columna. Uno sólo.
«¿Cómo?»
Me estremezco por dentro.
Toda esperanza de evitar cualquier tipo de
referencia a La Mansión y
al señor Kaulitz se ha desvanecido. El muy idiota
aún no ha pagado la
factura de la primera visita. ¿En qué piensa? Levanto
la mirada y veo a Patrick
repasando la misma lista que yo, igual que
Victoria y Ken, que me
miran a la vez con idéntica expresión en la cara.
Es esa mirada de «Ay,
pobre». Me hundo en el sillón, preparándome para
la que se avecina.
—_____, tienes que
contactar con el señor Kaulitz y darle un tirón de
orejas. ¿Cómo van las
cosas? —me pregunta Patrick.
Ay, Dios. No he rellenado
los formularios de cliente, salvo el informe
inicial; no he enviado
presupuestos; no he definido mi papel en el
proyecto, si voy a
limitarme a diseñar o si voy a diseñarlo y a dirigirlo. No
he hecho nada. Bueno, en
realidad sí, pero no está relacionado con el
trabajo. Ni siquiera he
pedido que se le envíe la factura para la segunda
reunión —por llamarla de
alguna manera—, esa de la que salí corriendo
sin sujetador. Y, por
cierto, ¿dónde está ese sujetador?
Sí, he dedicado un par de
horas a hacer bocetos, he pasado el domingo
en la nueva ala, pero no
puedo cobrar por eso. No trabajo los domingos, y
Patrick no tiene más que
echar un vistazo a mi agenda para ver que no he
tenido más reuniones con
el señor Kaulitz. Lo único que he hecho con
respecto a él no encaja
en mi categoría profesional.
A la mierda. Me aclaro la
garganta.
—Estoy preparando el
detalle de las visitas y el presupuesto.
Me mira con el ceño
fruncido y cara de pocos amigos.
—La primera reunión fue
hace dos semanas y ya has hecho una
segunda visita. ¿Cómo es
que estás tardando tanto, ______?
Me entran sudores fríos.
El desglose de las tarifas de mis servicios es
una tarea muy sencilla:
se soluciona mediante contratos individuales y
normalmente antes de la
segunda visita. No tengo excusa. Ken y Victoria
no me quitan los ojos de
encima.
—Ha estado fuera —farfullo—.
Me pidió que esperara un poco antes
de enviarle
correspondencia.
—Cuando hablé con él el
lunes pasado estaba muy dispuesto a
ponerse manos a la obra
—contraataca Patrick mientras consulta su
agenda. ¡Qué manía tiene
de apuntárselo todo!
Me encojo de hombros.
—Creo que fue por un
asunto de negocios de última hora. Lo llamaré.
—Llámalo, y no quiero que
le dediques más tiempo hasta que afloje la
mosca. ¿Cómo vamos con el
señor Van Der Haus?
Suspiro de alivio y me
lanzo con entusiasmo a relatar los progresos en
la Torre Vida, feliz de
haber terminado con el asunto del señor de La
Mansión. ¡Voy a matarlo!
Salgo del despacho de
Patrick y Ken me da un apretón en el hombro y
suelta una risita cuando
pasa a mi lado.
—¡Ni se te ocurra! —lo
aviso.
—Podría haber sido peor,
_____ —comenta Victoria.
Tiene razón. Podría haber
sido un desastre.
Salgo de la oficina y
camino por la calle hacia donde Tom me ha
dejado esta mañana. Me
acerco a Berkeley Square y un imbécil me da un
susto de muerte cuando
está a punto de atropellarme con su motocicleta
ruidosa. Mi corazón
recupera la normalidad, me detengo y me apoyo
contra la pared. Saco el
móvil del bolso para ver los mensajes. Hay dos de
Kate.
Necesito
ayuda. ¿Puedes venir a casa y desatarme, porfa?
Me quedo mirando el teléfono
con la boca abierta y rápidamente
busco la hora a la que ha
enviado el mensaje: las once. ¿Seguirá atada?
Abro el siguiente.
¡No
te asustes! Georg está haciendo el tonto. Me encantaría poder verte la cara.
Bss.
Sí, claro, Georg el
comediante. Pero una pequeña parte de mí se
pregunta si su broma
tendrá una parte seria. Tom no se sorprendió cuando
se lo comenté. Kate dijo
que era «divertido». Hummm. Me lo imagino.
Miro la hora. Es la una y
cinco. Vale, llega tarde y eso me molesta.
¿Cuánto debo esperarlo?
Me estoy preguntando hasta qué punto debo de
estar desesperada para
quedarme aquí plantada esperándolo cuando levanto
la cabeza y veo ese
rostro hermoso que tanto amo. Está montado en la
ruidosa motocicleta que
me habría gustado romper en mil pedazos. Curvo
los labios en una media
sonrisa, me aparto de la pared y camino hacia él.
Está mucho más que sexy
sobre esa trampa mortal.
—Eres un peligro —lo
regaño, y me detengo delante de él.
—¿Te he asustado? —Cuelga
el casco del manillar de la motocicleta.
—Sí. Esa cosa necesita
una revisión del nivel de ruido —me quejo.
—Esa cosa es una Ducati
1098. Cuidado con esa boca.
Me rodea la cintura con
los brazos y me sienta en su regazo.
—Bésame —susurra.
Me reclama la boca y
convierte la toma de posesión de mis labios en
una exhibición teatral
para que todo el mundo la vea. Oigo las burlas y los
chistes de la gente que
pasa, pero me da igual. Enlazo los brazos alrededor
de su cuello y me entrego
a él. Sólo han pasado unas horas, pero lo he
echado de menos.
De repente, se me ocurre
que estamos a unos cientos de metros de la
oficina y que Patrick
podría pasar a nuestro lado en cualquier momento. Si
me ve retozando con el
señor Kaulitz se hará una idea equivocada: que le
estoy dando un trato de
favor a costa de perder dinero. Después de la
reunión, me muevo en
aguas turbulentas.
Me retuerzo para
soltarme, pero me abraza con más fuerza y aprieta
aún más los labios contra
los míos. Mi intento de fuga gana en intensidad y
desesperación y él me
sujeta más fuerte. Apoyo las manos en su pecho y
empujo para apartarlo. Al
final me deja la boca libre, pero no el resto del
cuerpo. Me mira
fijamente.
—¿Qué crees que estás
haciendo?
—Suéltame. —Me revuelvo
contra él.
—Oye, dejemos una cosa
clara, señorita. Tú no decides cuándo y
dónde te beso o durante
cuánto tiempo. —Lo dice muy en serio.
«¡Maníaco del control
engreído!»
Hago uso de todas mis
fuerzas para liberarme y fracaso
miserablemente. Estoy sin
aliento.
—Tom, si Patrick me ve
contigo, estaré de mierda hasta el cuello.
¡Suéltame!
Para mi sorpresa, me
suelta, así que vuelvo a la acera como puedo
para recomponerme. Cuando
lo miro, me encuentro con la mirada más
furibunda y penetrante
que me hayan lanzado jamás. Me cabrea de verdad.
Y ¿a qué viene todo eso
de los besos cuando, donde y como él quiera? Eso
es llevar sus tendencias
controladoras a una nueva categoría.
—¿De qué coño estás
hablando? —me grita—. ¡Y vigila esa boca!
—Tú —le digo en tono
acusador— no has pagado la factura, de
manera que ahora se
supone que tengo que mandarte un recordatorio
amistoso. He tenido que
mentir diciendo que estabas de viaje.
¿Un morreo en toda regla
cuenta como recordatorio amistoso? Seguro
que Tom cree que sí.
—Pues ya me lo has
recordado. Ahora sube el culo a la moto.
¡Si las miradas matasen!
—¡No! —digo con
incredulidad. No le gusta nada que le plante cara.
No voy a arriesgar mi
puesto de trabajo sólo para que don Controlador no
coja una pataleta.
Me mira sin poder
creérselo y se baja de la moto en plan espectacular,
con los vaqueros ceñidos
a esos muslos tan magníficos. Vacilo. Este
hombre me afecta
demasiado.
Me mira con fijeza.
—Tres.
Abro la boca de forma
exagerada. No será capaz. No en plena
Berkeley Square. ¡Va a
parecer que me está secuestrando, violando y
asesinando, todo a la
vez! Yo sé que no es así, pero es lo que va a parecerle
a todo el mundo, y odio
pensar en lo que Tom es capaz de hacer si alguien
intenta obligarlo a que
me suelte.
Forma una desagradable
línea recta con sus labios mientras me taladra
con una mirada durísima.
—Dos —masculla con los
dientes apretados.
«Piensa, piensa, piensa.»
Resoplo.
—No voy a pelearme
contigo en mitad de Berkeley Square. ¡Te
comportas como un crío!
Doy media vuelta y me
marcho. No sé por qué lo estoy haciendo, es
como una bomba de
relojería. Pero tengo que mantenerme firme. Está
siendo estúpido y nada
razonable, así que voy a pararle los pies. Siento que
se me acerca por detrás
cuando llego a Bond Street, pero sigo adelante.
Hay una tienda bonita
cerca. Me esconderé en ella.
—¡Uno! —grita.
Sigo andando.
—¡Que te jodan! ¡Estás
siendo injusto y poco razonable!
Sé que estoy tentando mi
suerte al soltar tacos y desobedecerlo, ¡pero
es que estoy muy
cabreada!
—¡Esa boca! ¿Qué tiene de
poco razonable que quiera besarte?
Es alucinante. ¿Es que
sólo piensa en sí mismo?
—Lo sabes perfectamente,
y es injusto porque estás intentando hacer
que me sienta mal.
Entro en la tienda y lo
dejo andando arriba y abajo por la acera,
escudriñando a través del
escaparate de vez en cuando. Sabía que no sería
capaz de entrar. Soy consciente
de que está hecho una furia y de que tendré
que salir de la tienda en
algún momento, pero necesito un minuto de paz
para pensar. Empiezo a
dar vueltas por el local.
Una chica demasiado
arreglada y maquillada se me acerca.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Sólo estoy mirando,
gracias.
—En esta sección está
todo el avance de temporada. —Señala con el
brazo hacia un colgador
lleno de vestidos.
—Gracias.
Empiezo a pasar un
vestido tras otro; hay verdaderas maravillas. Los
precios son de locos,
pero las prendas son preciosas. Cojo un vestido de
seda de color crema
entallado y sin mangas. Es más corto que los que suelo
ponerme, pero adorable.
—¡Con eso no sales a la
calle!
Levanto la mirada
sorprendida y veo a Tom en la puerta, observando
el vestido como si fuera
a morderme. ¡Qué vergüenza, por Dios! La
dependienta mira primero
a Tom con los ojos como platos y luego se
vuelve hacia mí. Le
dedico una media sonrisa. Estoy horrorizada. ¿Quién
coño se cree que es? Lo
miro con todo el odio que soy capaz de sentir y
dejo que lea en mis
labios: «Jódete.» Le sale humo de las orejas, como era
de esperar.
Vuelvo a centrarme en la
dependienta.
«Piensa, piensa, piensa.»
—¿No tiene nada más
corto? —pregunto con dulzura.
—¡_____! —ladra Tom—. No
te pases.
Lo ignoro y sigo mirando
a la dependienta, expectante. Parece que a la
pobre chica va a darle un
ataque de pánico; mueve la cabeza a un lado y a
otro, muy nerviosa, hacia
Tom, hacia mí y vuelta a empezar.
—No lo creo —dice en voz
baja.
Vale, ahora me da pena.
No debería involucrarla en esta discusión
patética por un vestido.
—Bien, me lo llevo.
—Sonrío y le doy el vestido.
Me mira y luego mira al
hombre de la puerta.
—¿Es la talla correcta?
—¿Es una cuarenta?
—pregunto.
La tienda tiembla ante la
ira de Tom, literalmente.
—Sí, pero le recomiendo
que se lo pruebe. No aceptamos
devoluciones.
Bueno, iba a arriesgarme
a que no me quedara bien pero, a ese precio,
quizá sea mejor que no lo
haga. Me lleva a un probador y cuelga el vestido
de una elegante percha.
—Avíseme si necesita
cualquier cosa. —Sonríe y corre la cortina de
terciopelo para dejarme a
solas con el vestido.
Soy tan patética como Tom
por hacer esto, estoy provocándolo a
propósito. Estamos
hablando del hombre que me obligó a dormir con un
jersey de invierno en
primavera porque había otro hombre en el
apartamento. ¿Es
necesario esto? Decido que sí. No puede seguir
comportándose así.
Me peleo con el vestido y
con la cremallera cuando se cruza con la
costura a la altura del
pecho. No voy a rendirme. Una vez subida me
quedará bien. Estiro la
parte delantera. Es muy agradable al tacto.
Descorro la cortina y me
coloco frente al espejo de cuerpo entero para
poder verme bien. ¡Vaya!
Me queda genial. Es muy favorecedor, resalta mi
piel de color aceituna y
mi pelo oscuro.
—¡Jesús, María y José!
Me vuelvo y veo a Tom con
las manos hundidas en el pelo, dando
vueltas de un lado a
otro. Es como si le hubieran dado una descarga con
una pistola eléctrica. Se
para, me mira, abre la boca, la cierra de golpe y
empieza a dar vueltas
otra vez. La verdad es que me hace bastante gracia.
Se detiene y me mira con
los ojos como platos, traumatizado.
—No vas a... No puedes...
_____... nena... ¡No puedo mirarte!
Se marcha recolocándose
la entrepierna, murmurando no sé qué
mierda sobre una mujer
intolerable e infartos. Me quedo de nuevo a solas
con el vestido.
La dependienta se me
acerca con cautela.
—Está usted increíble
—dice no muy alto, y después mira hacia atrás
por si Tom está cerca.
—Gracias. Me lo llevo.
Es más fácil salir del
vestido que meterse en él. Se lo doy a la
dependienta y me visto.
Cuando salgo del
probador, Tom está inspeccionando unos tacones de
vértigo. El desconcierto
que refleja su rostro hace que me derrita un
poquito, pero en cuanto
me ve los deja otra vez en su sitio y me mira con
odio. Entonces me acuerdo
de que estoy furiosa con él. Saco el monedero
del bolso y la tarjeta de
crédito. ¿Quinientas libras por un vestido? Es
demasiado caro, pero
estoy desafiándolo. ¿Y lo llamo crío a él? Esto es
ridículo. ¿Cómo se le
ocurre pensar que tiene derecho a decirme qué puedo
y qué no puedo ponerme?
La dependienta empieza a
envolver el vestido en toda clase de papeles
de seda. Me gustaría
decirle que lo meta en una bolsa y punto —antes de
que Tom decida hacerlo
trizas—, pero me da miedo que la pobre chica
pierda su trabajo por
hacer algo tan normal. Así que me resigno a cerrar el
pico y a esperar
pacientemente a que haga lo que tiene que hacer.
Después de un milenio
envolviendo, doblando, guardando y tecleando
el código de mi tarjeta,
la dependienta me da la bolsa.
—Que disfrute del
vestido, señora. De verdad que le queda muy bien.
—Mira a Tom con recelo.
—Gracias. —Sonrío.
Y ahora, ¿cómo salgo yo
de la tienda? Me vuelvo y veo a Tom en el
umbral, pensativo y con
cara de pocos amigos. Voy hacia allá con decisión,
aunque no la sienta, y me
detengo delante de él. Estoy muerta de miedo,
pero no voy a dejar que
lo note.
—¿Me permites?
Me mira y luego mira la
bolsa.
—Acabas de malgastar
cientos de libras. No vas a ponerte ese vestido
—dice sin titubeos.
—Permíteme, por favor.
—Hago énfasis en el «por favor».
Aprieta los labios y
cambia el peso del cuerpo hacia el otro lado, de
modo que me deja un hueco
para pasar.
Salgo a la calle y me
dirijo hacia la oficina. Sólo he estado fuera
cuarenta minutos, pero no
voy a pasar el resto de mi hora de la comida
discutiendo sobre las
muestras de afecto en público y mi ropa. El día había
empezado tan bien...
Claro, porque le decía a todo que sí.
Noto su aliento tibio en
la nuca.
—¡Cero!
Doy un grito cuando me
empuja hacia un callejón y me lanza contra la
pared. Me aplasta los
labios con los suyos, mueve las caderas con furia
contra mi abdomen; su
rabiosa erección es evidente bajo la bragueta de
botones de sus vaqueros.
¿Le excita cabrearse por un vestido? Supongo que
es preferible a que me
torture. Intento resistirme a la invasión de su
lengua... un poco. Esto
no está bien. Al instante me consume y necesito
tenerlo dentro de mí. Le
rodeo el cuello con los brazos y lo acepto con todo
mi ser, absorbo su
intrusión y salgo al encuentro de su lengua, caricia a
caricia.
—No voy a permitir que te
pongas ese vestido —gime en mi boca.
—No puedes decirme qué
puedo y qué no puedo ponerme.
—Impídemelo —me reta.
—Sólo es un vestido.
—Cuando tú te lo pones,
_____, no es sólo un vestido. No vas ponértelo.
Aprieta la entrepierna
contra la parte baja de mi vientre, una clara
demostración de lo que le
provoca el vestido. Sé que está pensando que
causará la misma reacción
a otros hombres.
Qué loco está.
Respiro hondo. Comprar el
vestido es una cosa, ponérselo y lucirlo en
un pub constituye un acto
de desobediencia muy distinto. Tengo veintiséis
años y él mismo me ha
dicho que tengo unas piernas estupendas. Decido
que no voy a llegar a
ninguna parte con esto. Al menos no ahora. Lo que sí
quiero discutir con todo
detalle es eso de que se crea con derecho a
controlar mi vestuario.
De hecho, tenemos que hablar de todas sus
exigencias poco
razonables, y punto. Pero ahora no. Sólo me quedan veinte
minutos de la hora de
comer y espero que esa conversación dure mucho
más.
—Gracias por el pastel
—le digo mientras besa cada centímetro de mi
cara.
—De nada. ¿Te lo has
comido?
—Sí. Estaba delicioso.
—Le beso la comisura de los labios y restriego
la mejilla contra la
sombra de su barba. Se le escapa un gruñido grave
cuando gimo en su oído y
le acaricio el cuello con la nariz para inhalar su
adorable fragancia a agua
fresca. Sólo quiero acurrucarme entre sus brazos
—. Se supone que no debo
dedicarte más tiempo hasta que hayas pagado la
factura. —Sigo abrazada a
él y lo agarro con más fuerza cuando me
mordisquea el lóbulo de
la oreja.
—Pasaré por encima de
quien intente detenerme. —Me lame el borde
de la oreja y me provoca
un escalofrío.
No me cabe duda de que lo
hará. Este hombre está como una cabra.
¿Por qué es así?
—¿Por qué eres tan poco
razonable?
Me aparta y me mira. Se
le ve en la cara, impresionante y sin afeitar,
que lo he pillado por
sorpresa. La arruga de la frente ocupa su lugar.
—No lo sé. ¿Puedo
preguntarte lo mismo?
La mandíbula me llega al
suelo. ¿Yo? Este hombre alucina. Su lista de
locuras es más larga que
un día sin pan. Hago un gesto de negación con la
cabeza y frunzo el ceño.
—Será mejor que vuelva a
la oficina.
Suspira.
—Te acompaño.
—La mitad del camino. No
pueden verme charlando con los clientes
durante la comida sin que
Patrick lo sepa, y menos con los que tienen
facturas sin pagar
—farfullo—. ¡Paga lo que debes!
Pone los ojos en blanco.
—Dios no quiera que
Patrick se entere de que un cliente moroso se te
está follando hasta
hacerte perder la cabeza. —Una pequeña sonrisa
aparece en las comisuras
de sus labios cuando jadeo sorprendida por el
brutal resumen de nuestra
relación—. ¿Vamos?
Mueve el brazo en
dirección a la entrada del callejón, sonriente.
¿Follar? Pues sí, supongo
que eso hemos hecho, pero oírlo de su boca
me toca la fibra
sensible.
Caminamos en dirección a
mi oficina y el silencio es incómodo, al
menos para mí. Sus
palabras me han herido. ¿Así es como me ve? ¿Como
un juguetito al que
follarse y controlar? Languidezco por dentro, una vez
más, y contemplo la
agonía que me espera. Este hombre me lanza tantas
señales contradictorias
que mi pobre ego no puede seguirle el ritmo.
Intenta cogerme la mano y
automáticamente me separo de él. Me
estoy hundiendo en la
miseria. Con un pequeño gruñido, vuelve a
intentarlo. No digo nada,
pero aparto la mano de nuevo. Estoy cabreada y
quiero que lo sepa.
Captará el mensaje. O no. Me agarra la mano y la
aprieta sin piedad hasta
el punto de hacerme daño. Era de esperar. Empiezo
a ser capaz de leer a
este hombre como si fuese un libro abierto. Doblo los
dedos y levanto la vista.
Su ceño fruncido se transforma en una expresión
de satisfacción cuando
dejo de resistirme y le permito llevarme de la
mano. ¿Le permito? Como
si tuviera otra opción.
Justo en ese momento,
algún capullo del más allá debe de pensar que
sería divertidísimo
enviar a James, el amigo de Matt, a que doble la
esquina y baje por la
calle hacia nosotros. Pongo todo mi empeño en que
Tom me suelte la mano,
pero lo único que hace es apretarla con más
fuerza.
—¡Mierda! Es un amigo de
Matt.
El ceño fruncido
reaparece en cuanto se vuelve para mirarme.
—Esa boca. ¿De tu ex?
—Sí. Suéltame.
Intento librarme de sus
dedos a la fuerza, pero es inútil. Después de
que Matt me pidiera que
volviera con él y del discurso que vino a
continuación para que lo
perdonara y explicarme la situación de mierda en
general, no sería justo
por mi parte que se lo restregara por las narices.
—Te lo he dicho, _____,
pasaré por encima de quien haga falta —me
advierte mirando
directamente a James con el rostro impasible pero lleno
de determinación. No deja
de apretarme la mano sin piedad.
Intento frenarlo para que
me dé tiempo a soltarme y así evitar el
desastre inminente: que
James me vea de la mano de otro hombre. No me
gusta hacer sufrir a
nadie porque sí, y esto es totalmente porque sí. Matt ya
se siente bastante mal,
no necesita que le confirmen lo que Kate le dijo
para cabrearlo.
Sigo luchando por
librarme de Tom, que continúa comportándose
como un capullo integral.
Me está arrastrando, literalmente, hacia James,
que dentro de pocos
segundos levantará la vista del móvil y me verá. A lo
mejor no lo hace. A lo
mejor pasamos junto a él sin que me vea y ya está.
Eso espero, porque me va
a ser imposible deshacerme de Tom, y es aún
más imposible que se
comporte como un ser racional y me suelte.
Nos acercamos y decido
dejar de resistirme y de llamar la atención.
James está absorto en su
móvil y cada paso que damos hacia él parece
menos probable que vaya a
levantar la vista. Mentalmente, le dedico a
Tom una retahíla de
insultos bastante explícitos y tiro de la mano para
enfatizar mi enfado, pero
él se limita a mirar hacia adelante y a seguir
caminando con decisión.
—Pasaré por encima
—gruñe.
En cuanto pasamos al lado
de James por la acera me relajo. Ya casi lo
hemos dejado atrás. Pero
entonces Tom abre la boca:
—¿Tienes hora?
«¡¿Qué?!»
¡Este cabrón es imbécil!
Me toca quedarme ahí de pie, inmóvil
delante de James, de la
mano de Tom y muriéndome por dentro. Quiero
recordarle que lleva un
Rolex estupendo y nada discreto en la muñeca, o
levantarle el brazo y
decirle que mire la hora él solito. Es un cerdo
egocéntrico, irracional y
sin principios.
—Sí, son las... ¿_____?
—James me mira con el ceño fruncido a más no
poder. Mi cerebro ha
sufrido un cortocircuito intentando encontrar las
palabras adecuadas que
enviar a mi boca.
—James. —Es lo único que
se me ocurre.
El amigo de Matt parece
estar en un partido de tenis: su mirada va de
Tom a mí, de mí a Tom y
así sucesivamente.
—Eeeeh... ¿Estás bien?
—Sí —digo con un gritito
agudo.
Me mira mal, cosa que
tiene narices, teniendo en cuenta que él era la
mano derecha de Matt en
todas sus aventuras. No sé por qué le doy tanta
importancia. Después de
todo lo que ha hecho, ¿qué me importa si le
confirman que estoy
saliendo con otro? Ahora sólo estoy cabreada con
Tom por decidir por su
cuenta cómo tienen que ser las cosas.
—¿La hora? —le recuerda
Tom.
Espero ser la única que
nota la hostilidad que desprende.
James lo mira de arriba
abajo y ve el Rolex. Le suplico mentalmente
que le diga qué hora es y
que no pinche a la serpiente de cascabel. Su
amigo puede ser tan
chulito como Matt, y hacer enfadar a Tom sería un
gran error.
—Sí. —Baja la vista al
móvil—. Son las dos menos diez, amigo.
Tom no le da las gracias,
sino que me suelta la mano, me rodea los
hombros con el brazo, me
atrae hacia sí y me planta los labios
cariñosamente en la sien.
Lo miro y sacudo la cabeza, atónita. Está pasando
por encima de quien haga
falta. Tiene el pecho hinchado y erguido y le
falta poco para
golpeárselo con los puños. Ya puestos, que me mee en el
tobillo, también.
James nos mira con los
ojos como platos y Tom decide que nos
vamos. Me ha dejado sin
habla. Acaba de decirme que lo nuestro es follar y
poco más y ahora le da por
marcar el territorio. Todo esto me tiene muy
confusa. Si tuviera
valor, se lo preguntaría directamente. Pero me da miedo
lo que podría contestar.
Estas aguas superficiales son más difíciles de
navegar cuanto más tiempo
paso con él.
Nos acercamos a mi oficina,
se detiene y me empuja con cuidado
contra la pared con el
cuerpo. Baja la cabeza hacia la mía y su aliento
cálido y mentolado me
calienta las mejillas.
—¿Por qué no quieres que
tu ex sepa que estás follando con otro?
Ahí está otra vez.
¡Follando!
—Por nada. Sólo que no es
necesario —digo con calma.
Me coge de la muñeca para
apartarme la mano del pelo.
—Ahora dime la verdad
—exige con dulzura. ¿Cómo se ha dado
cuenta de mi mala
costumbre tan rápido? Mi madre, mi padre y mi
hermano me conocen de
toda la vida, y Kate desde secundaria. Se han
ganado su derecho a conocer
mi secreto—. Contéstame, _____.
—Me pidió que volviera
con él. —Bajo la mirada, no puedo mirarlo a
los ojos. No debería
importarme. Al fin y al cabo, con él sólo estoy
follando.
—¿Cuándo? —Las palabras
chocan contra sus dientes apretados.
—Hace semanas.
La mano que me sujeta la
muñeca aprieta con más fuerza cuando
flexiono los músculos
para llevarme los dedos al pelo. Mentir se me da de
pena.
Me levanta la barbilla
con la mano que tiene libre y me obliga a
mirarlo. No me siento
cómoda con la oscuridad que arde en sus ojos.
—¿Cuándo?
—El martes pasado
—susurro.
Entrecierra los ojos y
empieza a morderse con rabia el labio inferior.
¿En qué estará pensando?
—Él era el asunto
importante, ¿verdad?
«Huy.» Va a entrar en
erupción. Veo que su pecho sube y baja,
despacio y bajo control.
No estoy asustada, sé que no va a hacerme daño.
Ya he visto esta reacción
y los subsiguientes métodos preventivos para
minimizar los cardenales
en mi trasero, pero tiene una forma muy intensa
de ver las cosas y de
reaccionar.
—Sí —reconozco con
tranquilidad. Noto el aire gélido que emana de
él al oír mi respuesta—.
Tengo que volver al trabajo —añado. Tengo que
salir de aquí.
Me clava la mirada.
—No volverás a verlo. —Es
otra orden.
Esta hora de la comida me
ha abierto los ojos pero bien. Quiere tener
un control total sobre mí
y mi opinión no cuenta. Para nada. ¿Es esto lo que
quiero? Mi cabeza es un
remolino de dudas y sentimientos. ¿Por qué he
tenido que enamorarme del
hombre más controlador, irracional, exigente y
difícil del universo?
Espero pacientemente a
que me suelte. No sé qué decir. ¿Espera que le
confirme que voy a
obedecerlo? ¿Debería ceder? No es probable que
vuelva a ver a Matt, no
después de la escena que me montó, pero ¿debería
darle mi palabra a un
hombre al que, por lo visto, sólo me estoy follando?
Me observa atentamente
durante un buen rato antes de que su frente
toque la mía y sus labios
se deslicen hacia arriba, contra mi ceño.
—Ve a trabajar, _____. —Retrocede.
Me voy. Lo dejo en la
acera y entro en la oficina todo lo rápido que
me permiten mis piernas
temblorosas.
Cruzo el umbral y me
encuentro con las miradas inquisitivas de Ken
y de Victoria. Seguro que
mi aspecto refleja lo mal que me siento por
dentro. Espero que no me
pregunten sobre el señor Kaulitz. Ya puestos,
mejor que no me pregunten
nada. Creo que me echaría a llorar. Los saludo
con la cabeza y sigo
hacia mi escritorio.
Sally sale de la cocina
con una bandeja llena de tazas de café.
—_____, no sabía que
habías vuelto. ¿Te apetece un té o un café?
Quiero preguntarle si
tiene algo de vino escondido en la cocina, pero
me contengo.
—No, gracias, Sal
—mascullo, con lo que me gano una mirada de
«¿Qué coño está pasando?»
por parte de Ken y de Victoria.
Centro toda la atención
en la pantalla del ordenador e intento ignorar
el dolor que aumenta en
mi interior. Tom tiene serios problemas con el
control, o con el poder,
como él lo llama. No puedo hacerlo, no puedo
exponerme a que me rompan
el corazón. Así es como va a terminar esto.
Suena el móvil y doy las
gracias: una distracción de mi torbellino
interior. Es el señor Van
Der Haus. ¿Ya ha vuelto?
—¿Diga?
Su leve acento danés se
desliza por el teléfono.
—Hola, _____. ¿Qué te ha
parecido la Torre Vida? Ingrid me ha
comentado que la reunión
fue muy bien.
¿Y me llama desde
Dinamarca para preguntarme eso? ¿No podía
esperar a su vuelta?
—Sí, muy bien. —No sé qué
más decir.
—Espero que esa linda
cabecita tuya esté llena de ideas. Tengo
muchas ganas de reunirme contigo
cuando vuelva al Reino Unido.
Me llama desde Dinamarca.
Acaba de decir que mi cabeza es linda.
Dios, no me bendigas con
otro cliente inapropiado. Ya me está costando
bastante lidiar con el
que tengo ahora.
—Sí, también he recibido
su correo. Le preparé algunos bocetos. —
Casi he terminado con los
bocetos y los tableros de inspiración. Se me
ocurrió todo de repente,
en un instante en que mi cerebro no estaba
monopolizado por cierto
cliente.
—¡Excelente! Estaré de
vuelta en Londres el viernes que viene.
¿Podremos reunirnos?
—Por supuesto. ¿Qué día
te va mejor?
—Ingrid contactará
contigo. Ella lleva mi agenda.
Hago un mohín. Qué suerte
tener una persona dedicada a organizarte
la vida. Ahora mismo, me
encantaría contar con alguien así.
—Muy bien, señor Van Der
Haus.
Chasquea la lengua.
—Por favor, _____,
llámame Mikael. Adiós.
—Adiós, Mikael.
Cuelgo y me siento a mi
mesa mientras me doy golpecitos en un
diente con la uña. No sé
si es supercordial o más que cordial. Se lo tomó
muy bien cuando rechacé
su invitación a cenar, ¿me estoy imaginando las
cosas? ¿Es culpa de Tom o
es que llevo «chica fácil» escrito en la frente?
Instintivamente levanto
el brazo y me rasco la cabeza. Estoy hecha un
lío.
Saco los dibujos para la
Torre Vida y los esparzo encima de la mesa.
Lápiz en mano, empiezo a
hacer anotaciones. Oigo que se abre la puerta de
la oficina pero no
levanto la vista. Estoy en uno de esos momentos en los
que las ideas fluyen. Es
una distracción que agradezco y que me hacía
falta.
— ¡_____! —me llama Ken—.
¡Es para tiiiiiiiii!
Levanto la cabeza y casi
me caigo de la silla cuando veo a Tom, tan
pancho, en la entrada de
la oficina. Ay, Dios. ¿Qué hace aquí?
Viene con toda la
confianza del mundo hacia mi mesa, divino con sus
vaqueros gastados, la
camiseta blanca y el pelo alborotado. Me doy cuenta
de que Ken y Victoria se
ponen a dar golpecitos con sus bolígrafos en las
mesas y lo siguen con la
mirada. Incluso Sal se ha quedado parada, con un
fax a medio enviar, y
parece un poco confusa. Tom se detiene al llegar a
mi mesa. Le recorro el
cuerpo con los ojos hasta encontrar su mirada
marron, su expresión de
cretino y una sonrisa de satisfacción que juguetea en
la comisura de sus
labios.
No sé a qué viene esto.
No hace ni media hora que me ha dejado con
las piernas temblorosas y
la cabeza convertida en un torbellino, hecha un
lío. Los temblores han
vuelto, pero ahora me recorren todo el cuerpo; mi
cabeza es una mezcla de
caos e incertidumbre. ¿Qué está intentando
demostrar?
—Señorita O’Shea —dice
con calma.
—Señor Kaulitz —lo saludo
titubeante.
Lo miro inquisitivamente,
pero no suelta prenda. Echo un vistazo a la
oficina y veo tres pares
de ojos que se vuelven hacia mí a intervalos
regulares.
—¿No va a ofrecerme
asiento?
Mi mirada vuelve de
repente a Tom. Señalo uno de los sillones
negros semicirculares que
hay al otro lado de mi mesa. Acerca uno y se
sienta con parsimonia.
—¿Qué estás haciendo?
—siseo tras inclinarme sobre la mesa.
Me suelta esa sonrisa
llena de confianza en sí mismo y que derrite a
cualquiera.
—He venido a pagar un
recibo, señorita O’Shea.
—Ah.
Me reclino en mi asiento.
—¿Sally? —grito—. ¿Puedes
atender al señor Kaulitz, por favor? Le
gustaría pagar el recibo
que tiene pendiente.
Observo a Tom revolverse
ligeramente en el sillón y lanzarme una
mirada de desaprobación.
No es por llevarle la contraria, es que no soy yo
la que se encarga del
tema de los recibos; no sabría ni por dónde empezar.
—Por supuesto —contesta
ella.
Entonces se da cuenta.
¡Sí! Es el mismo hombre que te chilló por
teléfono, entró en la
oficina como una apisonadora y te envió flores. ¡Por
lo visto lo vuelvo loco!
Le lanzo una mirada de «No preguntes» que hace
que se vaya al
archivador.
—Sally se ocupará de
usted, señor Kaulitz. —Sonrío educadamente.
Las cejas de Tom le tocan
el nacimiento del pelo y la arruga de la
frente aparece en su
sitio de siempre.
—Sólo tú —dice en voz
baja, sólo para mis oídos.
No tiene intención alguna
de marcharse. Se queda ahí sentado, tan a
gusto y relajado,
mirándome con detenimiento mientras Sally hace el
idiota con el archivador.
«¡Date prisa!»
Estoy a punto de partir
el lápiz en dos cuando oigo el familiar sonido
de los pasos de Patrick
detrás de mí. El día se está poniendo cada vez
mejor. —¿_____?
Levanto la vista,
nerviosa, y veo a Patrick de pie junto a mi mesa,
mirándome con
expectación. Muevo el lápiz para señalar a Tom.
—Patrick, te presento al
señor Kaulitz, el dueño de La Mansión. Señor
Kaulitz, le presento a
Patrick Peterson, mi jefe. —Lanzo a Tom una mirada
suplicante.
—Ah, señor Kaulitz, su
cara me suena. —Patrick le tiende la mano.
—Nos vimos un instante en
el Lusso —dice Tom, que se levanta y
estrecha la mano a
Patrick.
¿Ah, sí?
El símbolo de la libra
esterlina aparece en las pupilas azules de
Patrick; está encantado.
—¡Sí, usted compró el ático!
—exclama con alegría.
Tom asiente y noto que mi
jefe ya no está tan preocupado por la
factura pendiente. Sally
se acerca con una copia del recibo pendiente y da
un salto cuando Patrick
se lo arranca de las manos pálidas y delicadas.
—¿No le has ofrecido nada
al señor Kaulitz? —le pregunta a la
estupefacta Sally.
—No hace falta. Sólo he
venido a saldar mi deuda. —Los tonos
roncos de Tom resuenan en
mí cuando me siento, como si me hubieran
pegado con velcro a la
silla, para observar el intercambio cortés que tiene
lugar ante mis ojos.
¿Cómo puede estar tan
tranquilo? Aquí estoy yo, sentada, tensa de los
pies a la cabeza,
jugueteando nerviosa con el lápiz y con la boca cerrada a
cal y canto. Es obvio que
me siento incómoda, pero Patrick no parece darse
cuenta.
Hace un gesto a Sally
para que se marche.
—No debería haber venido
sólo para esto. —Agita el recibo sin pagar
en el aire.
Resoplo y luego toso para
disimular mi reacción al tono informal de
Patrick respecto al
recibo sobre el que hace tan sólo unas horas rabiaba.
Ahora todo es distinto.
—He estado fuera. Mis
empleados lo pasaron por alto —explica Tom.
Suelto un agradecido
suspiro de alivio.
—Sabía que tenía que
haber una explicación razonable. ¿Negocios o
placer?
El interés de Patrick
parece sincero, pero yo sé que no lo es. Está
calculando mentalmente
cuánto dinero ganará con Tom. Es un hombre
encantador, pero los
beneficios lo vuelven loco.
Tom me mira.
—Placer, sin duda
—responde categóricamente.
Me encojo aún más en mi
silla giratoria y noto que la cara se me pone
de mil tonos de rojo. Ni
siquiera puedo mirarlo a los ojos. ¿Qué se propone
hacerme?
—Ya que estoy aquí,
quisiera fijar algunas citas con la señorita
O’Shea. Necesitamos darle
una vuelta rápida a esto —añade con seguridad.
¡Ja! Me dan ganas de
recordarle que, en teoría, no tiene que pedir citas
para follarme. Pero si lo
hiciera, sospecho que primero me despedirían y
luego me esperaría un
polvo para entrar en razón que superaría a todos los
demás. Así que cierro el
pico. ¿Citas? Este hombre es imposible.
—Por supuesto —responde
Patrick—. ¿Está buscando un diseño, o
una consulta de diseño
y/o gestión del proyecto?
Pongo los ojos en blanco.
Sé cuál es la respuesta a su pregunta.
Después de ejecutar de
forma perfecta y exasperada mi expresión de
hartazgo, miro a Tom y
veo que él también me está mirando y que le
cuesta no echarse a reír.
—El paquete completo
—contesta.
¿Qué diablos significa
eso?
—¡Genial! —aplaude
Patrick—. Lo dejo con _____. Ella lo cuidará
bien.
Patrick le ofrece otra
vez la mano, y Tom la acepta con la mirada fija
en mí. No he estado nunca
en una posición tan difícil en mi vida. No dejo de
sudar, no puedo parar de
mover la pierna y tengo la espalda tan pegada al
respaldo de mi silla que
es probable que me esté fusionando con el cuero.
—Sé que lo hará. —Sonríe
y sus estanques marrones miran a Patrick—.
Si me da los datos
bancarios de su empresa, le haré una transferencia
inmediata. También haré
un pago por adelantado para la siguiente fase. Eso
evitará futuros retrasos.
—Haré que Sally se los
pase por escrito. —Patrick nos deja, pero no
me relajo.
Tom vuelve a sentarse
delante de mí. Su rostro es demasiado
atractivo y está más que
contento gracias a mi estado de nervios. ¿«El
paquete completo»?
¿«Placer, sin duda»? ¡Debería darle una y otra vez con
el pisapapeles en la
cabeza!
Me obligo a salir de mi
momento de estupefacción, ordeno los dibujos
que cubren mi mesa y saco
la agenda.
—¿Cuándo te va bien?
—pregunto.
Sé que sueno borde y muy
poco profesional, pero me da igual. Está
llevando demasiado lejos
el asunto del poder.
—¿Cuándo te va bien a ti?
Lo miro y ahí está esa
mirada marron y satisfecha. Compruebo la
agenda.
—No te hablo —le espeto
con bastante inmadurez.
—¿Y si gritas para mí?
Abro los ojos, perpleja.
—Tampoco.
—Eso va a complicar un
poco los negocios —comenta con un mohín;
las comisuras de sus
labios bailan.
—¿Serán negocios, señor
Kaulitz, o placer?
—Siempre placer
—contesta, enigmático.
—Eres consciente de que
me estás pagando para que me acueste
contigo —siseo—. ¡Lo cual
me convierte en una puta!
Una expresión de enfado
le cruza la cara y se inclina hacia mí desde
su sillón.
—Cállate, _____ —me
advierte—. Y, para que lo sepas, después
gritarás. —Vuelve a
reclinarse en el sillón—. Cuando hagamos las paces.
Suelto un profundo
suspiro. Lo mejor para todos sería que mandara a
la porra este proyecto
ahora mismo. Patrick se moriría del susto, pero da
igual: haga una cosa o la
otra, voy a acabar mal. Si continúo así, van a
pillarme. Y entonces sí
que va a poder follarme cuando le dé la gana. Estoy
perdiendo el control.
¿Perdiendo el control? Me río para mis adentros. ¿He
tenido el control en
algún momento desde que este hombre guapísimo
entró en mi vida como un
elefante en una cacharrería?
—¿Qué te hace tanta
gracia? —me pregunta muy serio.
Me tomo mi tiempo para
pasar las páginas de la agenda con
brusquedad.
—Mi vida —murmuro—. ¿En
qué día te pongo?
—No quiero que me anotes
a lápiz. El lápiz puede borrarse. —Lo dice
con suavidad y confianza.
Levanto la mirada de la agenda y veo un
rotulador negro
permanente ante mis narices—. Todos los días —añade tan
tranquilo.
—¿Cómo que todos los
días? ¡No seas idiota! —le suelto con una voz
un pelín demasiado alta.
Me dedica una sonrisa
arrebatadora y quita la capucha al rotulador. Se
acerca, me roza la mano
con los dedos y me arrebata la agenda. Me
estremezco y me mira con
cara de saber por qué. Busca la página de
mañana y, con calma,
traza una línea en el medio y escribe «Señor Kaulitz»
en grandes letras negras.
Pasa las del fin de semana.
—Los fines de semana ya
eres mía —dice para sí.
¿Cómo? ¿Que soy qué? ¿Y
eso quién lo dice?
Llega a la página del
lunes y ve mi cita de las diez en punto con la
señora Kent. Localiza una
goma de borrar en mi bote de lápices y borra el
apunte con cuidado. Me mira
cuando se agacha para soplar los restos de la
goma de la página. Está
disfrutando, y yo continúo empotrada contra el
respaldo de la silla
mientras veo cómo me destroza la agenda de trabajo y
al mismo tiempo intento
evaluar hasta qué punto lo hace en serio. Me temo
que lo hace muy en serio.
A continuación, traza una
línea negra también en el lunes. ¿Qué está
haciendo? Miro hacia la
oficina y veo que mis compañeros se han cansado
del espectáculo de Tom y
____ y se han concentrado en el trabajo.
—¿Qué haces? —le pregunto
con calma.
Hace una pausa y me mira.
—Estoy anotando mis
citas.
—¿No te basta con
controlar mi vida social? —Me sorprende lo
serena que suena mi voz.
Me siento como si me hubiera atropellado un
camión. Este hombre tiene
una cara dura y una confianza en sí mismo sin
igual—. Creía que no
pedías citas para follarme.
—Vigila esa boca —me
advierte—. Ya te lo he dicho antes, _____: haré
lo que haga falta.
—¿Para qué? —Mi voz es
apenas un susurro.
—Para mantenerte a mi
lado.
¿Quiere mantenerme a su lado?
¿Qué? ¿Por el sexo o por algo más?
No se lo pregunto.
—¿Y si no quiero que me
mantengas a tu lado? —le pregunto.
—Pero es lo que quieres
que haga, _____. Por eso me cuesta tanto
entender que sigas
resistiéndote a mí.
Vuelve a centrarse en mi
agenda y en trazar una línea en todos los días
del resto del año.
Cuando termina, la cierra
y se pone de pie. Su autoconfianza no
conoce fronteras. ¿Y cómo
sabe que quiero que me mantenga a su lado?
Tal vez no sea así.
Jesús, estoy intentando engañarme a mí misma. Voy a
tener que comprarme una
agenda nueva. Me aplaudo mentalmente por
guardar una copia de
seguridad de mis citas en mi calendario online.
Aunque es una medida
cautelar por si pierdo la agenda, no por si me las
borra un maníaco
controlador e irracional.
—¿A qué hora sales de
trabajar? —pregunta.
—A eso de las seis. —No
puedo creerme que le haya contestado sin
dudar ni un segundo.
—A eso de las seis
—repite, y acerca la mano a mi mesa. ¿Quiere que
le dé un apretón de
manos? Estiro la mía, dejándole muy claro que no
quiero que tiemble, y la
coloco cuidadosamente en la suya. Un cosquilleo
familiar recorre mi ser a
toda velocidad cuando nuestras manos se tocan y
sus dedos me rozan la
muñeca mientras me acaricia el centro de la palma.
Levanto la cabeza para
mirarlo.
—¿Lo ves? —susurra antes
de apartarse, salir de mi despacho y
recoger el sobre de la
mesa de Sally antes de marcharse.
«¡Es increíble!» El
corazón me convulsiona en el pecho y un sudor
incómodo me empapa cuando
me siento delante de la mesa y me abanico la
cara como una posesa con
el posavasos de la taza de café. ¿Cómo me hace
las cosas que me hace?
Ken me mira con los ojos muy abiertos y una
expresión de «Guaaaaau»
en la cara. Suelto una larga bocanada de aire
desde el fondo de los
pulmones para intentar regular mi corazón
desbocado. ¿Quiere
conservarme? ¿Qué? ¿Conservarme y controlarme,
conservarme para quererme
o conservarme para follarme? Ya me ha
follado hasta hacerme
perder la cabeza. Debe de haberlo conseguido,
porque siempre vuelvo a
por más. No, yo no vuelvo a por más. Él me hace
volver a por más. ¿Me
está forzando a volver a por más o soy yo la que
vuelve por voluntad
propia? Buf, ya no lo sé. Dios, ¡soy un puto desastre!
Guardo los dibujos de la
Torre Vida antes de mirar mi agenda en el
correo electrónico para
poder volver a anotar mis citas en la de papel.
Estoy en un buen lío.
Pero tiene toda la razón... Quiero que me
conserve. Soy
completamente adicta.
Lo necesito.
CAPITULO 28.-
Soy la última en salir de
la oficina. Conecto la alarma, cierro la puerta
detrás de mí y pego un
salto cuando oigo el rugido de un motor potente y
conocido. Me vuelvo y veo
a Tom aparcando la moto en el bordillo.
Suspiro y dejo caer los
hombros. Ya ni siquiera sé si sigo enfadada. El
agotamiento mental se ha
apoderado de mí. Lo que sí sé es que doy gracias
de que Patrick se haya
marchado ya.
Se quita el casco, baja
de la moto y se me acerca como si hubiera
tenido el día más normal
del mundo. Lo miro y me siento derrotada.
—¿Un buen día en la
oficina? —pregunta.
Me quedo boquiabierta.
Tiene la cara muy dura.
—La verdad es que no
—contesto con el ceño fruncido y la voz
rebosante de sarcasmo.
Me observa durante un
rato mordiéndose el labio inferior y los
engranajes de su mente se
ponen en marcha. Espero que esté pensando en
lo poco razonable que ha
sido.
—¿Puedo hacer algo para
que mejore? —pregunta mientras me
acaricia el brazo con la
palma de la mano hasta llegar a la mano y
cogérmela.
—No lo sé. ¿Podrías?
—Seguro que sí. —Sonríe y
agacho la cabeza—. Siempre lo hago,
recuérdalo —dice con
total confianza en sí mismo.
Siento un latigazo en el
cuello cuando levanto la cabeza para mirarlo.
—¡Pero has sido tú el que
me lo ha fastidiado!
Hace un mohín y deja caer
la cabeza hacia abajo. Creo que se
avergüenza.
—No puedo evitarlo. —Se
encoge de hombros con un gesto de
culpabilidad.
—¡Claro que puedes!
—exclamo.
—No. Contigo, no puedo
evitarlo —afirma con un tono que me indica
que lo ha asumido. No
obstante, yo no lo entenderé nunca—. Ven —dice.
Me guía hacia la moto y
me entrega una gran bolsa de papel.
—¿Qué es? —pregunto, y
miro el contenido.
—Te harán falta.
Mete la mano en la bolsa
y saca ropa de cuero negro.
¡Uf, no!
—Tom, no voy a subirme en
ese trasto.
Me ignora, desdobla los
pantalones y se arrodilla delante de mí
mientras los sujeta para
que me los ponga. Me da un toquecito en el
tobillo.
—Adentro.
—¡No!
Puede echarme un polvo
para obligarme a entrar en razón o iniciar la
cuenta atrás o lo que le
dé la gana. No voy a hacerlo. De ninguna manera.
Cuando hiele en el infierno.
¿Me ha fastidiado el día y ahora quiere
matarme en esa trampa
mortal?
Suelta un bufido de
cansancio y se levanta.
—Escúchame, señorita. —Me
coge la mejilla con la palma de la mano
—. ¿De verdad crees que
voy a permitir que te pase algo?
Lo miro a los ojos, que
claramente intentan inspirarme confianza. No,
no creo que vaya a
permitir que me pase nada, pero ¿qué hay de los demás
conductores? Servidora
les importa un pimiento, ahí montada de paquete
en la trampa mortal. Me
caeré. Lo sé.
—Me dan miedo —confieso.
Soy una miedosa.
Se inclina hasta que
nuestras narices se rozan. Su aliento mentolado
me tranquiliza.
—¿Confías en mí?
—Sí —respondo de
inmediato. Le confiaría mi vida. Es mi cordura la
que no le confiaría.
Asiente, me da un beso en
la punta de la nariz y vuelve a arrodillarse
delante de mí. Levanto el
pie cuando me da un golpecito en el tobillo. El
corazón se me acelera a
causa de los nervios cuando me quita las
bailarinas, me mete los
pies en los pantalones, me los sube y los abrocha
con un movimiento fluido.
A continuación coge una cazadora entallada de
cuero, me sujeta el bolso
y me pone primero la chaqueta y luego unas
botas.
—Quítate las horquillas
del pelo —me ordena mientras mete mis
bailarinas y mi nuevo
vestido tabú en mi enorme bolso marrón. Me
sorprende que no lo haya
tirado al suelo y lo haya pisoteado.
Levanto los brazos y
empiezo a quitármelas.
—¿Y tu ropa de cuero?
—No la necesito.
—¿Y eso? ¿Acaso eres
indestructible?
Con el casco sobre mi
cabeza, responde:
—No, señorita,
autodestruible.
¿Eh?
—¿Eso qué significa?
—Nada. —Ignora mi
pregunta y me pone el casco, cosa que me hace
callar. Empieza a
ajustarme la tira del cuello y me hace sentir que me han
metido la cabeza en un
condón. Doblo el cuello a un lado y a otro y me
levanta la visera.
—Deberías ponerte la
vestimenta adecuada —lo reprendo—. A mí me
haces llevarla.
—No voy a correr ningún
riesgo contigo, _____. Además... —me da una
palmada en el trasero—,
estás para comerte. —Alarga la correa de mi
bolso y me lo cuelga
cruzado y a la espalda—. Cuando me haya montado,
pon el pie izquierdo en
el reposapiés lateral y pasa el derecho al otro lado,
¿vale?
Asiento y se pone el casco. Lo observo con
admiración mientras pasa
la pierna por encima de
la moto, enciende el motor y endereza el vehículo
entre sus poderosos
muslos. Estoy cagada de miedo. Me mira. Yo sigo de
pie sobre el asfalto. Me
hace una señal con la cabeza para que me suba. No
muy convencida, doy un
paso adelante, apoyo una mano en su hombro y
sigo sus instrucciones
para subir pasando la pierna derecha por encima. No
tardo en tener su cintura
entre las piernas.
—Esto está muy alto.
Se vuelve.
—No pasa nada. Ahora
cógete a mi cintura, pero no aprietes
demasiado. Cuando me
incline, inclínate conmigo con suavidad. Y no bajes
los pies cuando frene,
mantenlos en los reposapiés. ¿Entendido?
Asiento.
—Vale.
«Mierda, pero ¿qué estoy
haciendo?»
—Bájate la visera —me
ordena al tiempo que se coloca la suya.
Hago lo que me dice y me
inclino hacia adelante; me abrazo a su
pecho y aprieto las
rodillas contra sus caderas. Me siento como un jinete de
carreras. Tengo los
nervios hechos polvo, pero a la vez noto cierta
excitación en alguna
parte.
Las vibraciones del motor
me atraviesan cuando Tom lo arranca con
los pies apoyados en la
carretera. Luego, con suavidad y despacio, se une al
tráfico. El corazón me
golpea el pecho con fuerza y le aprieto las caderas
con los muslos con
demasiada intensidad. Me relajo un poco cuando
empiezan a dolerme las
piernas y los brazos. No ignoro el hecho de que
está yendo con mucho
cuidado porque me lleva de paquete, y eso hace que
lo quiera un poco más.
Frena un poco, toma las curvas con suavidad y, sin
darme cuenta, sigo los
movimientos de la moto de forma natural. Me
encanta. Es toda una
sorpresa. Siempre he odiado las motos.
Salimos de la ciudad. No
tengo ni idea de adónde vamos, pero me da
igual. Estoy rodeando con
los brazos y las piernas a mi hombre de acero y
el viento pasa a mi lado
a toda velocidad. Estoy en éxtasis... hasta que
reconozco la carretera
que conduce a La Mansión. Mi gozo en un pozo.
Después del día que he
tenido, el colofón perfecto sería terminarlo con una
ración de mi querida
morros hinchados. Me doy una charla mental
preparatoria, me digo que
he de estar por encima de sus celos, que son
evidentes, y de su
rencor. Aunque lo que más me gustaría saber es por qué
se comporta así. ¿Habrá
salido Tom con ella?
Las puertas de hierro de la
entrada se abren cuando Tom sale de la
carretera principal y se
adentra en el camino de grava que lleva hacia La
Mansión. Frena suavemente
hasta que nos paramos.
Se levanta la visera.
—Hora de bajarse.
Paso la pierna por encima
de la moto con bastante elegancia y aterrizo
en la grava, al lado del
vehículo. Tom baja la palanca y apaga el motor
antes de bajarse con gran
facilidad y de quitarse el casco. Se pasa las
manos por el pelo castaño,
aplastado por la fricción, y coloca el casco en el
sillín antes de quitarme
el mío. Me mira vacilante cuando descubre mi
rostro. Le preocupa que
no me haya gustado. Sonrío y me lanzo de un salto
a sus brazos, le rodeo la
cintura con las piernas y el cuello con los brazos.
Ríe.
—Ahí está esa sonrisa.
¿Te ha gustado?
Me sujeta con un brazo
mientras deja mi casco junto al suyo. Luego
me coge con las dos
manos.
Me echo hacia atrás para
verle bien la cara.
—Quiero una.
—¡Olvídalo! Ni en un
millón de años. De ninguna manera. Nunca. —
Niega con la cabeza, con
expresión de terror—. Sólo puedes montar en
moto conmigo.
—Me ha encantado. —Le
abrazo el cuello con más fuerza y me pego
de nuevo a él y a sus
labios. Gime con aprobación cuando le abro la boca y
le planto un beso
profundo, húmedo y apasionado—. Gracias.
Me muerde el labio
inferior.
—Hummm. De nada, nena.
He olvidado mis dudas.
Cuando se porta así, supera con creces lo
irracional que es, y esa
manía de querer controlarlo todo. Es una locura.
—¿Por qué estamos aquí?
—pregunto.
No puedo evitar la
punzada de decepción que me provoca el hecho de
que nuestro increíble
paseo en moto haya acabado en La Mansión.
—Tengo algunas cosas que
resolver. Puedes comer algo mientras
estamos aquí. —Me deja en
el suelo—. Luego iremos a mi casa, señorita.
Me aparta el pelo de la
cara.
—No me he traído nada.
Necesito ir a casa y
coger algunas cosas.
—Georg está aquí. Te ha
traído ropa de casa de Kate.
Me coge de la mano y me
lleva hacia La Mansión. ¿Georg ha traído mis
cosas? Eso sí que es
previsión. Por favor, dime que las ha empaquetado
Kate. La imagen de la
sonrisa picarona de Georg revolviendo en mi cajón de
la ropa interior hace que
me sonroje al instante.
Tom me conduce escaleras
arriba, a través de las puertas y el
recibidor. Esta noche hay
animación. Se oyen risas procedentes del
restaurante y del bar.
Pasamos junto a ambos, directos hacia el despacho de
Tom. Qué alivio. Evitar
cierta lengua viperina ocupa un lugar privilegiado
en mi lista de
prioridades de la noche.
Dejamos atrás el salón de
verano. Hay unos cuantos grupos de gente
relajándose en los sofás
mullidos, con bebidas en la mano. No se me pasa
por alto que dejan de
conversar en cuanto nos ven. Los hombres alzan las
copas y las mujeres se
atusan el pelo, ponen la espalda recta y dibujan una
sonrisa estúpida en la
cara. Pero esta última desaparece en cuanto sus
miradas se clavan en mí,
que voy detrás de él vestida de cuero y cogida de
su mano. Siento que me
están examinando de arriba abajo. Apuesto a que a
las mujeres no les gusta
La Mansión sólo por lo lujosas que son la casa y
las habitaciones.
—Buenas tardes.
Tom saluda con la cabeza
al pasar.
Un coro de saludos me
inunda los oídos. Los hombres me regalan una
sonrisa o me hacen un
gesto con la cabeza, pero las mujeres me lanzan
miradas de suspicacia. Me
siento el enemigo público. ¿Qué problema
tienen?
—Tom. —Oigo a John, el
grandullón, arrastrar su nombre. Aparto la
vista de las mujeres
enfadadas, que me están dando un buen repaso, y lo
veo acercarse a nosotros
desde el despacho de Tom. Me saluda con una
inclinación de cabeza y
yo le devuelvo el saludo sin pensar. ¿En qué
consiste exactamente su
trabajo? Parece la mafia personificada.
—¿Algún problema?
—pregunta Tom mientras me guía hacia el
interior del despacho.
John nos sigue y cierra
la puerta detrás de él.
—Un pequeño asunto en el
salón comunitario, ya está resuelto. —Su
voz es profunda y
monótona—. A alguien se le fue de las manos. —Arrugo
el ceño y miro a Tom.
¿Qué es un salón comunitario? Veo que éste sacude
un poco la cabeza en
dirección a John antes de lanzarme una mirada fugaz
a mí—. Todo bien. Estaré
en la suite de vigilancia.
Se da la vuelta y se
marcha.
—¿Qué es un salón
comunitario? —No puedo disimular el dejo de
interés en mi voz. Nunca
he oído hablar de algo así.
Me atrae hacia sí
agarrándome por el cuello de la cazadora de cuero,
me quita el bolso y toma
posesión de mi boca. Hace que me olvide por
completo de mi pregunta.
—Me gusta cómo te queda
el cuero —musita mientras baja la
cremallera de la
cazadora, me la quita despacio y la tira al sofá—. Pero me
encanta cómo te queda el
encaje. —Me baja también la cremallera de los
pantalones de cuero y me
frota la nariz con la suya—. Siempre de encaje.
—Creía que tenías trabajo
pendiente —susurro.
Me coge en brazos, me
lleva a su mesa y me sienta en el borde. Me
quita las botas y las
tira al sofá antes de agacharse, agarrarse al borde del
escritorio e inclinarse
hasta que nuestras caras están a la misma altura.
Sus marrones ojos de
deseo me penetran.
—Puede esperar. —Me rodea
la cintura con el brazo y me echa hacia
atrás sobre la mesa—. Me
vuelves loco, señorita —dice, y desliza una
mano hacia abajo para
desabrocharme la camisa blanca sin moverse de
entre mis piernas.
—Tú sí que me vuelves
loca —suspiro arqueando la espalda cuando
su caricia caliente me
roza.
Me sonríe, misterioso.
—Entonces estamos hechos
el uno para el otro.
Tira de las copas de mi
sujetador hacia abajo, me pasa los pulgares
por los pezones y unas
ráfagas de placer infinitas me recorren el cuerpo.
Nuestras miradas se
cruzan y se quedan ancladas la una a la otra.
—Es posible —concedo.
Cómo me gustaría estar hecha para él.
—Nada de posible.
Se aferra a mi cintura y
me levanta de la mesa. Tiene la boca hundida
en mi garganta. Traza
círculos con la lengua hasta llegar a mi barbilla.
Enredo los dedos en su
pelo suave y mis pulmones se vacían de felicidad.
Perfecto. Estamos
haciendo las paces.
La puerta de la oficina
se abre y Tom me pega a su pecho para
protegerme y,
probablemente, para ocultarme.
—Ay, lo siento.
—¡Por el amor de Dios,
Sarah! ¡Llama antes de entrar! —le grita.
Íntimamente, estoy
encantada con el tono de voz que le dedica. Yo me
encuentro medio desnuda y
espatarrada sobre su mesa pero, gracias a Tom,
no se me ve nada. No me
suelta y se mueve lo justo para dedicarle a Sarah
una mirada furibunda. La
veo de reojo en la puerta. Lleva un vestido rojo a
juego con sus labios y su
expresión de disgusto es tan evidente como la
operación de sus tetas.
—¿Al final has conseguido
que se vista de cuero? —dice con una
sonrisa traicionera, da
media vuelta y se va.
Cierra de un portazo y
Tom pone los ojos en blanco a causa de la
frustración. No creo que
nunca me haya caído tan mal una persona.
—¿Qué ha querido decir?
—pregunto. Me siento como si fuera el
blanco de una broma
privada.
—Nada. No le hagas ni
caso. Intenta hacerse la graciosa —murmura.
Ya no está del mismo
humor.
Pues yo no le veo la
gracia por ninguna parte, pero su respuesta, busca
y breve, hace que me lo
piense dos veces antes de intentar seguir con el
tema. Maldición. Quiero
que termine lo que había empezado.
Me levanta de la mesa y
me pone de pie. Me coloca las copas del
sujetador sobre los
senos, me abrocha la camisa y me quita los pantalones
de cuero. Voy a parecer
una arruga andante. Recoge mi bolso del suelo y
me deja las bailarinas al
lado de los pies para que me las ponga. Empiezo a
meterme la camisa por
dentro para intentar estar más presentable y
observo a Tom mientras se
sienta en su enorme sillón giratorio de cuero
marrón. Está muy callado.
Apoya los codos en los reposabrazos y se pone
las puntas de los dedos
ante los labios. Me mira atentamente mientras
termino de arreglarme.
—¿Qué? —pregunto.
Parece pensativo. ¿A qué
le estará dando vueltas?
—Nada. ¿Tienes hambre?
Me encojo de hombros.
—Más o menos.
Una sonrisa le curva las
comisuras de los labios.
—Más o menos —repite—. El
filete está muy bueno. ¿Te apetece?
Asiento. Sí, me
apetecería un filete. Coge el teléfono del despacho y
marca un par de números.
—_____ va a tomar el
filete. —Aprieta el auricular contra el hombro—.
¿Cómo te gusta?
—Al punto, por favor.
Vuelve a hablar por el
auricular.
—Al punto, con patatas
nuevas y una ensalada.
Me mira con las cejas
levantadas.
Asiento otra vez.
—En mi despacho... y trae
vino... Zinfandel. Eso es todo... Sí...
Gracias.
Cuelga y vuelve a marcar.
—John... Sí... Cuando
quieras.
Cuelga y lo coge de
nuevo.
—Sarah... Bien, no te
preocupes. Tráeme los últimos datos de
asistencia.
Cuelga otra vez.
—Siéntate. —Señala el
sofá que hay junto a la ventana.
Vale, me está entrando de
nuevo esa sensación de incomodidad, así
que mi apetito desaparece
a toda velocidad. Maldición, cómo odio venir
aquí.
—Puedo irme si estás
ocupado.
Frunce el ceño y me mira
inquisitivo.
—No, siéntate.
Me acerco al sofá y me
siento en el cuero suave y marrón. Es como si
fuera una pieza de
recambio: estoy rara e incómoda. Como no tengo nada
más que hacer, observo a
Tom hojear varios montones de papeles y firmar
aquí y allá. Está absorto
en su trabajo. De vez en cuando, levanta la vista y
me dedica una sonrisa
reconfortante que hace poco por aliviar mi
desasosiego. Quiero irme.
Paso veinte minutos, más
o menos, jugando con mis pulgares y
deseando que se dé prisa,
cuando llaman a la puerta y Tom le dice que
pase a quienquiera que
esté al otro lado. Pete entra con una bandeja y sigue
la dirección que señala el
bolígrafo de Tom, hacia mí.
—Gracias, Pete. —Sonrío
cuando me coloca la bandeja delante y me
da unos cubiertos
envueltos en una servilleta de tela blanca.
—El placer es mío. ¿Me
permite abrirle el vino?
—No —sacudo la cabeza—,
yo me encargo.
Asiente y se marcha en
silencio.
Levanto la tapa del plato
y un aroma delicioso invade mis fosas
nasales. Me ha hecho
recuperar el apetito. Desenvuelvo el cuchillo y el
tenedor y lo clavo en la
ensalada, la más colorida que haya visto jamás:
pimientos de todos los
colores, cebolla roja y una docena de variedades de
lechuga, todo bañado en
aceite aromatizado. Podría comer sólo con esto.
Es una maravilla.
Cruzo las piernas y me
pongo la bandeja encima. Corto el filete y
gimo de satisfacción
cuando me meto el tenedor en la boca. La comida de
La Mansión está muy bien.
—¿Está bueno?
Tom apoya la barbilla en
mi hombro.
—Buenísimo —mascullo con
el filete en la boca—. ¿Quieres
probarlo?
Asiente y abre la boca.
Corto un trozo de filete y lo llevo hacia mi
hombro para que lo
muerda.
—Hummmm, qué rico —dice
mientras mastica.
—¿Más? —le pregunto. Abre
los ojos, agradecido, así que le corto
otro trozo y vuelvo a
llevarlo hacia mi hombro. Me observa mientras
envuelve el tenedor con
los labios carnosos y retira lentamente el trozo de
carne. No puedo evitar
que una sonrisa me inunde la cara. Los ojos le
brillan de placer y le
cuesta no sonreír mientras come. Me aprieta los
hombros con las manos y
entierra la cara en mi nuca desde atrás.
Me da un mordisco
juguetón en el cuello.
—Tú sabes mejor.
Mi sonrisa se torna más
amplia en el momento en que se dedica a
mordisquearme el cuello,
gruñendo y acariciándome con la nariz a su
gusto. Me río y levanto
el hombro cuando me mordisquea la oreja y me
estremezco entera.
Provoca muchas reacciones extremas en mí: frustración
extrema, deseo extremo y
felicidad extrema, por citar sólo algunas. Este
hombre sabe tocarme la
fibra sensible, y lo hace realmente bien.
—Come —me dice, y me besa
la sien con ternura. Empieza a
trazarme círculos con el
pulgar en lo alto de la espalda—. ¿Por qué estás
tan tensa? —me pregunta.
Estiro el cuello en señal
de agradecimiento. Estoy tensa porque me
encuentro aquí, es la
única razón. ¿Cómo puede una mujer hacerme sentir
tan incómoda? Llaman a la
puerta.
—¿Sí? —Sigue con mis
hombros cuando entra Sarah.
Hablando del rey de Roma.
La temperatura baja en picado en cuanto
ve a Tom dándome un
masaje en los hombros. Le cambia el color de la
cara. Yo me doy cuenta,
pero Tom no parece notar la frialdad de su
presencia. Me tenso aún
más y, de repente, me sorprendo deseando que
Tom me quite las manos de
encima. Nunca pensé que ansiaría algo así
pero, ahora mismo, me
siento una impostora, y la mirada gélida de Sarah
hace que me revuelva,
incómoda, en el asiento. El hecho de que esté aquí
sentada, con las piernas
cruzadas, tan campante en el sofá, con un filete en
el regazo y don Divino
haciéndome virguerías, no mejora las cosas.
—Los datos —murmura con
el archivador en la mano y caminando
como si tal cosa hacia la
mesa de Tom para dejarlo delante de su silla. Se
vuelve para observarnos y
me lanza dagas con la mirada. Me detesta a más
no poder.
—Gracias, Sarah. —Se
inclina y me roza la mejilla con los labios,
respira hondo y me
suelta—. Tengo que trabajar, nena. Disfruta de la cena.
Sarah pone cara de asco
durante un instante, antes de volver a
colocarse la sonrisa
falsa en los morros carnosos cuando Tom se vuelve
hacia ella. Él se mete la
mano en el bolsillo de los vaqueros.
—Transfiere cien mil a
esta cuenta lo antes posible —le ordena
entregándole un sobre.
—¿Cien mil? —pregunta
Sarah. Mira el sobre.
—Sí. Ahora mismo, por
favor.
La deja mirando el sobre
y se sienta detrás de la mesa sin prestarle
atención. Sarah está
boquiabierta, pero él la ignora. Morritos calientes me
lanza una mirada asesina.
Y entonces me doy cuenta de que es el sobre que
Sally le ha dado a Tom.
¿Cien mil? Es demasiado.
Pero ¿de qué va? Me gustaría decir algo.
¿Debería decir algo? Me
vuelvo hacia Sarah, que sigue mirándome de hito
en hito, con los labios
fruncidos. No la culpo. Sólo quiero esconderme
debajo del sofá y
morirme. ¿Cien mil? Jesús, ella ya piensa que voy detrás
de él por su dinero.
—Eso es todo Sarah —la
despacha Tom, y ella se da la vuelta para
marcharse, pero no sin
antes lanzarme una mirada furibunda.
Avanza despacio hacia la
puerta y se topa con John en el umbral. Él la
saluda con la cabeza, se
aparta para dejarle paso y cierra la puerta detrás de
ella. Me saluda y le
sonrío antes de volver a picotear la ensalada y el filete.
Sí, mi apetito se ha ido
a paseo. Necesito hablar con Tom y preguntarle
qué papel tiene esa mujer
en su vida. ¿Y por qué me odia tanto? Dejo la
bandeja en la mesita de
café para servir un poco de vino, pero caigo en la
cuenta de que Pete sólo
ha traído una copa, así que voy al armario a coger
un vaso pequeño para mí y
vuelvo al sofá para servir el vino. Cuando dejo
la copa en la mesa de Tom,
John se calla y los dos miran primero a la copa
y luego a mí.
Tom la coge y me la
devuelve.
—Yo no quiero, gracias,
nena —me sonríe—. Tengo que conducir.
—Ah. —Recojo el vaso—. Lo
siento.
—Descuida, disfrútalo. Lo
he pedido para ti.
Vuelvo a mi sitio en el
sofá y cojo una revista llamada SuperBike. Es
la única que hay, así que
tendrá que bastarme.
Empiezo a hojearla y me
sumerjo en los artículos sobre motos de
MotoGP, y me emociono
cuando encuentro una sección dedicada a los que
van de pasajero en una
moto de carrreras; los paquetes, que ahora ya sé
cuál es el término
adecuado. ¿La moto de Tom es de ésas? Leo las reglas
para viajar de paquete y
un artículo titulado «La seguridad es lo primero».
Conseguiré que se ponga
ropa de cuero aunque sea lo último que haga.
Estoy concentrada en los
detalles de los motores de cuatro cilindros, las
clasificaciones por
caballos de potencia y la próxima Feria de la Moto de
Milán, cuando noto que
unas manos cálidas me envuelven el cuello. Echo
la cabeza atrás para ver
a sus rasgos del revés.
Me bendice con su sonrisa
arrebatadora.
—Había empezado algo,
¿verdad?
Se agacha y me posa los
labios en la frente.
—¿Por qué no te has
comprado la nueva 1198?
—Lo hice, pero prefiero
la 1098.
—Pero ¿cuántas tienes?
—Doce.
—¿Doce? ¿Todas son
supermotos?
Sonríe.
—Sí, _____, todas son
supermotos. Venga, voy a llevarte a casa.
Dejo la revista en la
mesita y empiezo a ponerme de pie.
—Deberías llevar ropa de
cuero —lo presiono así como quien no
quiere la cosa.
—Ya lo sé.
Me coge de la mano y me
guía hacia la puerta.
—¿Y por qué no lo haces?
—Llevo moto desde... —Se
para sin terminar la frase y me mira—.
Desde hace muchos años.
—En algún momento tendrás
que decirme cuántos años tienes.
Me mira, le lanzo una
brillante sonrisa y, a cambio, él me regala otra.
—Tal vez —dice con calma.
Si hace muchos años que
conduce motos, debería ser consciente de los
peligros.
Caminamos por La Mansión
y nos encontramos a Georg y a Gustav en el
bar. Parece ser que Georg
no va a ver a Kate esta noche. Está como siempre,
igual que Gustav, con el
traje negro y el pelo negro peinado a la perfección.
—¡Amigo mío! —lo saluda Georg—.
_____, me encantan tus bragas de
los dibujos animados de
Little Miss. —Me entrega una bolsa de gimnasio
que me resulta muy
familiar.
Me muero, me muero, me
muero. ¿Ha estado husmeando en mi cajón
de la ropa interior?
¡Cabrón descarado! Noto que la cara me arde, miro a
Tom y veo que la ira mana
de todo su ser. ¡Ay, Georg!
—No tientes tu suerte,
Georg —le advierte en un tono muy serio. La
sonrisa del otro
desaparece y levanta las manos en señal de sumisión.
Gustav resopla mientras
sacude la cabeza y deja la cerveza en la barra.
—Te pasas de la raya,
Georg —dice. Está de acuerdo con la reacción de
Tom al inapropiado
comentario de su amigo.
—Vaya, lo siento —murmura
aquél mientras me mira con una sonrisa
que se le escapa
involuntariamente.
Miro el bar. Está lleno.
Hay mucha gente. Todos charlan, algunos
saludan a Tom con la
mano, pero ninguno se acerca. Siento que las
mujeres me tienen la
misma animadversión que las del salón de verano. Es
como si se lo hubiera
birlado. Ahora estoy segura de que el éxito del
negocio se basa
únicamente en el señor de La Mansión y en lo guapísimo
que es. —Me llevo a _____
a casa. —Tom me coge la bolsa del gimnasio—.
¿Mañana vas a correr? —le
pregunta a Georg.
—No, quizá tenga algo
entre manos. —Me sonríe.
Me pongo aún más roja.
Nunca me acostumbraré a que sea tan directo
y a sus comentarios
subidos de tono. Sacudo la cabeza en dirección al
cabrón descarado.
—¿Dónde está Kate?
—pregunto. Debería llamarla.
—Tenía que hacer unas
entregas. Estaba muy emocionada por llevarse
a Margo
Junior en su primera salida oficial. Me han plantado por una
furgoneta rosa. —Da un
trago a su cerveza—. Voy para allá cuando
termine aquí.
—¿Cuando termines de qué?
—pregunta Gustav con una ceja arqueada.
—De follarte —le espeta
Georg.
¿Cuando termine de qué,
exactamente?
Tom tira de mí para
sacarme del bar.
—Hasta la vista, chicos.
¡Di a Kate que _____ está conmigo! —grita por
encima del hombro. Me
despido con la mano libre mientras me arrastra
fuera del bar. Ambos
alzan las copas en señal de despedida. Los dos
sonríen.
Tom me lleva a la salida
de La Mansión y a su Aston Martin a un
ritmo más bien alto. Me
abre la puerta del copiloto para que entre.
—Quiero ir en moto
—protesto. Estoy enganchada.
—Ahora mismo te quiero
cubierta de encaje, no de cuero. Sube al
coche. —Su mirada se ha
vuelto pícara y prometedora. ¿En qué momento
ha cambiado?
Subo al Aston Martin,
aprieto los muslos y espero a que se siente a mi
lado. Arranca el coche,
lo saca marcha atrás y la grava sale despedida
cuando el vehículo vuela
por el camino hacia las puertas. Tiene una
misión. Sé que se ha
cabreado cuando Sarah nos ha interrumpido. Si llega a
entrar unos minutos más
tarde, le habría dado la bienvenida un primer
plano perfecto del duro
culo de Tom. ¿O se lo habrá visto ya? Vomito por
dentro. Dios, espero que
no. Miro el hermoso perfil del hombre que va
sentado a mi lado,
relajado mientras conduce. Me mira un instante antes de
volver a centrarse en la
carretera. Sé que está haciendo todo lo que puede
para no sonreír.
—Cien mil libras es una
adelanto mayúsculo —digo con frialdad.
—¿Lo es?
—Sabes que sí.
Lo miro, desafiante, y él
lucha con una sonrisa que amenaza con
inundar esa cara tan
adorable que tiene.
—Te vendes demasiado
barata.
—Debo de ser la puta más
cara de la historia —contraataco, y veo que
aprieta los labios en una
línea recta.
—______, si vuelves a
decir eso de ti...
—Era una broma.
—¿Ves que me esté riendo?
—Tengo otros clientes con
los que tratar —lo informo con valentía.
No puede esperar que
dedique toda mi jornada laboral a su ampliación. O a
él. Dudo que me deje
trabajar en ella sin molestarme, y Patrick sospechará
de todo el asunto si no
estoy nunca en la oficina.
—Lo sé, pero yo soy un
cliente especial. —Me da un apretón en la
rodilla y observo su
sonrisa maliciosa.
—¡Y tan especial! —Me río
y me hace cosquillas en el hueco que se
forma sobre la cadera.
Sube el volumen y Elbow
me devuelve al respaldo del asiento
mientras veo el mundo
pasar. Ahora mismo estoy muy enamorada de él,
que no es lo mismo que
estar sólo enamorada de él. A pesar del lapso, ha
resultado ser un bonito día.
HOLA!!! BUENO OTROS CAPS .. MAS ... YA PRONTO ACABA LA PRIMERA PARTE DE ESTA TRILOGIA ... SIGAMOS ESPERANDO HASTA SABER QUE EDAD TIENE REALMENTE ESTE HOMBRE :)) BUENO YA SABEN 4 O MAS Y AGREGO MAÑANA ... ADIOS :))
Que le pasara a tom que se ha puesto asi o.O
ResponderBorrarEsa Sarah siempre :/
sube pronto :)
Guaooo estuvo buenísimo virgi me encanto, estoy muy intrigada que edad tendrá Tom realmente?? y en algún momento le dirá a (Tn) que es lo que significa Sarah en su vida?? espero los próximos caps!!!
ResponderBorrarMe desespera lo lenta que es (tn) se drja mucho de Tom.
ResponderBorrarDi yo igual quiero saber su edad!
Siguela!!!
ResponderBorrarSigueeee
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