domingo, 12 de abril de 2015

CAPITULOS 29 Y 30

4 O MAS Y AGREGO MAÑANA ... ADIOS :))

CAPITULO 29.-
Las puertas del Lusso se abren con suavidad y Tom entra con el coche y lo
aparca con rapidez y precisión. No tarda ni un segundo en recogerme al
lado de la portezuela y en arrastrarme a través del vestíbulo hacia el
ascensor.
—Buenas noches, Clive —digo mientras Tom me hace pasar por
delante de su puesto a toda velocidad y me mete en el ascensor del ático.
»¿Tienes prisa?
—Sí —me contesta con decisión mientras introduce el código. Las
puertas del ascensor se cierran y me empuja con suavidad contra la pared
de espejos.
»¡Me debes un polvo de disculpa! —ruge, y me ataca la boca.
¿Qué coño es un polvo de disculpa y por qué le debo uno? Puedo hacer
una lista tan larga como mi brazo de todas las disculpas que me debe él a
mí. No se me ocurre nada por lo que deba disculparme yo.
—¿Qué es un polvo de disculpa? —jadeo cuando me coloca la rodilla
entre los muslos y acerca la boca a mi oído.
—Tiene que ver con tu boca.
Tiemblo cuando se aparta de mí y me deja hecha un saco de
hormonas, jadeante y apoyada contra la pared para poder mantenerme en
pie.
Retrocede hasta que su espalda choca contra la pared opuesta del
ascensor. Me observa con atención bajo los párpados pesados de sus ojos,
se quita la camiseta y empieza a desabrocharse los botones de la bragueta
de los vaqueros. Entreabro la boca para que me entre aire en los pulmones
y espero instrucciones. Soy una muñeca de trapo temblorosa. Él es la
perfección hecha persona con sus marcados músculos que se tensan y
relajan con cada movimiento.
Los vaqueros se abren y revelan su vello. Su erección cae sobre la
palma de la mano que la estaba esperando. No lleva bóxeres. No hay
barreras. Lo miro a los ojos, pero él tiene la vista baja; se está
contemplando a sí mismo.
Mi mirada sigue a la suya y veo que dedica caricias largas y lentas a
su excitación; la respiración se le va agitando más con cada una de ellas.
Verlo tocarse me provoca un cosquilleo en la entrepierna y mi temperatura
corporal se eleva. Ay, Dios, es más que perfecto. Le recorro el cuerpo con
la mirada y encuentro la imagen más erótica que haya visto jamás. Tiene
los músculos del abdomen tensos, los ojos llenos de lujuria y el labio
inferior carnoso, entreabierto y húmedo. Ahora me está mirando,
observándome atentamente desde el otro lado del ascensor.
—Ven aquí. —Su voz es grave y su mirada misteriosa. Me acerco
lentamente a él—. De rodillas. —Estabilizo la respiración y, poco a poco,
me arrodillo en el suelo delante de él. Le paso las manos por la parte
delantera de las caderas prietas sin que nuestras miradas se separen. Me
contempla sin dejar de acariciarse despacio. Este hombre que se masturba
erguido ante mí me tiene completamente fascinada. Usa la mano libre para
acariciarme el rostro mientras jadea un poco. Me da unos golpecitos en la
mejilla con el dedo corazón—. Abre —ordena. Separo los labios y traslado
las manos a la parte de atrás de sus piernas para agarrarme a sus muslos. Él
me roza un lado de la cara en señal de aprobación y se coloca delante de
mis labios—. Te la vas a meter hasta el fondo y me voy a correr en tu boca.
—Me pasa la punta húmeda por el labio inferior y me apresuro a lamer con
la lengua la perla de semen cremoso que se le escapa—. Y tú te lo vas a
tragar.
El estómago me da un vuelco y la respiración se me queda atrapada en
la garganta cuando se acerca y se introduce despacio en mi boca. Lo veo
cerrar los ojos; aprieta la mandíbula con tanta fuerza que creo que va a
estallarle una vena de la sien. Lo agarro con decisión de la parte de atrás de
los muslos y tiro de él hacia mí.
—Jooooder —gruñe con los dientes apretados. Sigue teniendo una
mano en la base, y eso evita que me la pueda meter entera. Me pone la otra
en la nunca y se tensa. Respira con dificultad. Noto la presión que se aplica
en la base, sin duda para evitar correrse de inmediato.
Momentos después, ha recuperado la compostura y retira la mano de
la base, despacio, para colocarla en mi nuca junto a la otra. Suelta unas
cuantas bocanadas de aire. Se está preparando mentalmente. Más me vale
esmerarme.
Deslizo la boca hacia la punta y, con malicia, llevo una mano hasta la
parte delantera de su muslo, se la meto entre las piernas y se la coloco bajo
los huevos. Me sujeta la cabeza con más fuerza y lanza una letanía al
techo. Le tiemblan las caderas. Le está costando mantener el control.
Con delicadeza, recorro con la punta del dedo, arriba y abajo, la
costura de su escroto. Los ligamentos del cuello se le tensan al máximo. Lo
estoy disfrutando. Está indefenso, vulnerable, y yo tengo el control. A
pesar de sus exigencias iniciales, que si arrodíllate, que si abre la boca, está
totalmente a mi merced. Es un buen cambio, y no se me pasa por alto el
hecho de que quiero complacerlo.
Soy vagamente consciente de que se abren las puertas del ascensor,
pero decido ignorarlas. Estoy absorta en lo que le estoy haciendo. Traslado
la mano a la base del pene, se lo sujeto con firmeza y le paso la lengua por
la punta para terminar con un beso suave al final. Veo que baja la cabeza
en busca de mis ojos. Cuando los encuentra, empieza a dibujar círculos en
mi pelo con las manos mientras yo se la lamo entera prestando especial
atención a la parte de abajo y disfrutando enormemente cuando palpita
varias veces y él deja escapar pequeños chorros de aire entre los dientes.
Me observa sin querer cerrar los ojos y decidido a ver lo que le estoy
haciendo. Yo sigo recorriéndola arriba y abajo, presionando la punta de la
lengua contra su hendidura cuando llego a la gruesa cabeza. Me lanza una
de sus sonrisas arrebatadoras, pero se la borro de la cara y lo dejo sin
aliento cuando vuelvo a ponerle la mano en la cara posterior del muslo y a
empujarlo hacia mi boca.
—¡Jesús, _____—ladra.
Me roza el velo del paladar y tengo que esforzarme para no vomitar a
causa de la invasión. Parece tan gruesa en mi boca... Inicio la retirada, pero
ahora es él quien me deja sin aliento al embestirme y dejarme sin
respiración. Me enreda los dedos en el pelo cuando la saca lentamente y
vuelve a meterla soltando un largo gemido de puro placer. Adiós a mis
ilusiones de llevar la voz cantante. Sabe lo que quiere y cómo lo quiere.
Una vez más, él tiene el poder.
—Joder, _____. Tienes una boca increíble. —Vuelve a embestirme
mientras me sujeta con sus fuertes manos y me acaricia el pelo con calma
al mismo tiempo—. He querido follártela desde la primera vez que te vi.
No estoy segura de si debería ofenderme o sentirme halagada por el
comentario. Así que, en vez de pensarlo, saco los dientes y los arrastro por
su piel tensa cuando se retira.
—¡Dios, ____. Métetela toda! —grita, y empuja de nuevo con fuerza
—. Relaja la mandíbula.
Cierro los ojos y absorbo el asalto. Si no fuera tan excitante, sería
bastante brutal. Es agresivo con su poder, pero tierno con las manos. Tiene
el control absoluto.
Después de varios increíbles ataques más, siento que se hincha y que
palpita en mi boca. Sé que está a punto. Una de sus manos se desplaza
hasta la base del tronco, se retira un poco para apretársela con firmeza y se
la acaricia arriba y abajo con ansia. Yo rodeo, lamo y absorbo el glande
hinchado mientras él toma bocanadas de aire cortas y rápidas.
—¡En tu boca, _____! —me grita.
Envuelvo su erección con los labios y coloco una mano sobre la suya
en el momento en que me derrama su semen caliente y cremoso en la boca.
Lo recojo. No se escapa ni una gota. Trago con él todavía dentro de mí y
miro hacia arriba. Ha echado la cabeza hacia atrás y grita al vacío; es un
alarido grave de satisfacción. Aminora el ritmo de las embestidas de sus
caderas, que adoptan un ritmo más perezoso, las últimas oleadas de su
orgasmo. Lamo y chupo los restos de tensión. He saldado mi deuda.
Tiene el pecho agitado y me mira con los ojos marrones nublados. Se
inclina para levantarme y sellar mis labios con un beso de agradecimiento
absoluto.
—Eres asombrosa. Voy a quedarme contigo para siempre —me
informa al tiempo que me cubre la cara de besos pequeños.
—Es bueno saberlo —respondo con sarcasmo.
—No intentes hacerte la ofendida conmigo, señorita. —Su frente
descansa contra la mía—. Esta mañana me has dejado a dos velas —dice
con calma.
Ah, me estoy disculpando por haberlo dejado con las ganas. Eso me
cuadra, pero ¿me pagará ahora por todas sus transgresiones? Lo que acabo
de hacer debería darme asco, pero no es así. Haría cualquier cosa por él.
Levanto los brazos y le apoyo las palmas de las manos en el pecho
para disfrutar de sus tonificados pectorales.
—Pido disculpas —susurro, y me acerco para darle un beso en un
pezón. —Llevas encaje. —Me rodea con los brazos—. Me encanta cómo te
queda.
Me levanta del suelo y automáticamente le rodeo la estrecha cintura
con las piernas. Recoge mis bártulos y su camiseta del suelo y me saca en
brazos del ascensor.
—¿Por qué encaje? —pregunto.
Siempre insiste en que lo lleve. Es otra de esas cosas que hago para
complacerlo.
—No lo sé, pero póntelo siempre. Llaves, en el bolsillo de atrás.
Paso el brazo por debajo del suyo en busca del bolsillo y saco las
llaves. Después, se vuelve para que pueda abrir la puerta. Entramos y la
cierra de un puntapié en un segundo. Tira mis cosas al suelo y me lleva al
piso de arriba. Podría acostumbrarme a esto. Me lleva de aquí para allá
como si fuera poco más que una camiseta sobre sus hombros. Me siento
como si no pesara nada, y completamente a salvo.
Me deja en el suelo.
—Ahora voy a llevarte a la cama —me susurra con dulzura.
De repente, los graves de Angel, de Massive Attack, me invaden los
oídos. El cuerpo se me pone rígido. Es música para hacer el amor. Ardo
cuando empieza a desnudarme, con su dulce mirada marron clavada en la
mía.
La versatilidad de este hombre me tiene pasmada. Tan pronto es un
señor del sexo exigente y brutal como un amante tierno y gentil. Me gusta
todo de él, cada una de sus facetas. Bueno, casi todas.
—¿Por qué intentas controlarme? —le pregunto. Es la única parte de
él que me cuesta tolerar. Va más allá de la irracionalidad, pero no tengo
quejas en el dormitorio.
Me baja la camisa por los hombros y la desliza brazos abajo.
—No lo sé —dice con el ceño fruncido. Su expresión de perplejidad
me convence de que realmente no lo sabe, cosa que no me ayuda a entender
por qué se comporta así conmigo. Sólo hace unas semanas que me conoce.
Es de locos—. Me parece que es lo que tengo que hacer —me dice a modo
de explicación, como si eso lo aclarase todo. Pero no es así para nada.
¡Sigo sin comprenderte, loco!
Me baja la cremallera de los pantalones y los arrastra por mis muslos.
Me alza para quitármelos del todo y me deja de pie, en ropa interior,
delante de él. Se levanta, da un paso atrás y me mira mientras se quita los
zapatos y los vaqueros y los tira a un lado de un puntapié.
Se le ha puesto dura otra vez. Recorro su maravilloso cuerpo con
expresión agradecida y termino la inspección en sus brillantes ojos
marrones. Es como un experimento científico perfecto: la obra maestra de
Dios, mi obra maestra. Quiero que sea sólo mío.
Alarga la mano y me baja las copas del sujetador, una detrás de la
otra. Con el dorso de la mano, me roza los pezones, que se endurecen aún
más. Tengo la respiración entrecortada cuando me mira.
—Me vuelves loco —dice con rostro inexpresivo. Quiero gritarle por
ser tan insensible. No deja de repetirme lo mismo una y otra vez.
—No, tú sí que me vuelves loca. —Mi voz es apenas un susurro.
Mentalmente, le suplico que admita que es demasiado exigente y muy
controlador. No es posible que considere que su comportamiento es
normal.
Esboza una sonrisa y le brillan los ojos.
—Loco —leo en sus labios.
Me levanta apoyándome en su pecho, me acuesta en la cama y se
tumba sobre mí. Cuando su cuerpo cubre el mío por completo, baja la boca
y sus labios me toman con adoración, entera, su lengua explora mi boca
despacio.
«Dios mío. Te quiero.» Podría echarme a llorar en este momento.
¿Debería decirle lo que siento? ¿Por qué no puedo decirlo sin más?
Después de la que me ha montado hoy, cualquiera pensaría que debo
largarme, huir lo más rápido y lo más lejos que me sea posible. Pero no
puedo. Simplemente no puedo.
Siento que me quita las bragas, mis pensamientos pierden toda
coherencia cuando se sienta sobre sus talones y tira de mí hasta colocarme
a horcajadas sobre su regazo. Mete la mano por debajo de los dos y coloca
la erección en mi entrada.
—Échate hacia atrás y apóyate en las manos —me ordena con
dulzura. Su voz es ronca y su mirada intensa. Me echo hacia atrás y su otro
brazo me rodea la cintura para sujetarme.
Entra en mí despacio, exhalando, con la boca entreabierta y los labios
húmedos. Gimo de puro deleite y placer cuando me llena del todo. Me
tiemblan un poco los brazos y me aferro a su cintura con las piernas. Qué
gusto da tenerlo dentro. Si me muriera ahora mismo, lo haría muy feliz. Su
otra mano se une a la que me sujeta por la cintura. Tiene las manos tan
grandes que casi la abarcan toda. Empieza a moverme las caderas en
círculos lentos y profundos, me levanta despacio antes de volver a
apretarme contra él, rotando. Sigue el ritmo de la música a la perfección.
Joder, es muy bueno. Suspiro honda y profundamente por las exquisitas
sensaciones que crea al levantarme y al bajarme en círculo. Sus caderas
también siguen los movimientos sobre los que tiene todo el control.
—¿Dónde has estado toda mi vida, _____? —gime durante un círculo
largo e intenso.
«¡En el colegio!» El pensamiento se ha colado en mi mente y me
recuerda que no sé cuántos años tiene. Si se lo pregunto en la cumbre del
placer, ¿me dirá la verdad? Estoy enamorada de un hombre y no tengo ni
idea de qué edad tiene. Es ridículo.
Jadeo mientras me sube y me baja otra vez, el resplandor de una
marea que se acerca lentamente empieza a cobrar fuerza. Me hipnotiza, su
rostro ardiente de pasión me tiene completamente cautivada. Los músculos
del pecho se mueven y guían mi cuerpo sobre el suyo. Me hace el amor
despacio, con meticulosidad, y no me está ayudando, precisamente, con
mis sentimientos hacia él. Soy adicta al Tom dulce igual que lo soy al
Tom dominante. Estoy perdida.
Se pasa la lengua por el labio inferior y le brillan los ojos; la arruga de
la frente se le marca sobre las cejas.
—Prométeme una cosa. —Su voz es suave, y mueve las caderas para
trazar otro círculo que me nubla la mente.
Gimo. Se está aprovechando de mi estado de ensimismamiento para
pedirme que haga promesas justo ahora. Aunque ha sido más una orden que
una pregunta.
Lo observo, a ver qué me pide.
—Que vas a quedarte conmigo.
¿Cuándo? ¿Esta noche? ¿Para siempre? ¡Explícate, joder! Ahora ya no
cabe duda de que no ha sido una pregunta sino una orden. Asiento porque
vuelve a bajarme hacia él mientras masculla palabras incoherentes.
—Necesito que lo digas, _____. —Mueve las caderas y me penetra hasta
lo más profundo de mi cuerpo.
—Dios. Me quedaré —exhalo mientras absorbo la abrasadora
penetración. La voz me tiembla de placer y de emoción cuando la potente
palpitación de mi núcleo se hace con el control y yo me estremezco entre
sus manos.
—Vas a correrte —jadea.
—¡Sí!
—Dios, me encanta mirarte cuando estás así. Aguanta, pequeña. Aún
no.
Mis brazos empiezan a ceder bajo mi peso. Tom traslada las manos al
hueco que se forma entre mis omoplatos y me levanta para que estemos
cara a cara. Grito cuando nuestros pechos chocan y la nueva postura hace
que su penetración sea más profunda. Mis manos vuelan y se aferran a su
espalda.
Busca en mis ojos.
—Eres tan bonita que dan ganas de llorar. Y eres toda mía. Bésame.
Obedezco y muevo las palmas de las manos para rodearle el apuesto
rostro y acercar los labios a los suyos. Gime cuando le meto la lengua en la
boca y sus embestidas se endurecen.
—Tom —suplico. Voy a correrme.
—Contrólalo, nena.
—No puedo —jadeo en su boca. No puedo resistir su invasión de mi
mente y de mi cuerpo. Tenso los muslos a su alrededor y me deshago en
mil pedazos encima de él. Grito, le atrapo el labio inferior entre los dientes
y lo muerdo.
Él también lanza un grito, se pone de rodillas, coge impulso y me
embiste con fuerza cuando llega el turno de su descarga. Me abraza contra
su pecho y se derrama en mi interior. Una última y poderosa estocada.
Chillo.
—Por Dios, _____, ¿qué voy a hacer contigo?
«Quédate conmigo para siempre, ¡por favor!»
Hunde la cara en mi cuello y mueve las caderas, despacio, hacia
adelante y hacia atrás, para exprimir hasta la última gota de placer. Estoy
mareada, la cabeza me da vueltas y su aliento tibio me roza la muñeca, el
cuello y me llega hasta el pecho. Todos los músculos de mi interior se
aferran a él mientras palpita dentro de mí. Tiembla. Tiembla de verdad. Lo
rodeo con los brazos y lo aprieto fuerte contra mí.
—Estás temblando —susurro en su hombro.
—Me haces muy feliz.
¿Ah, sí?
—Pensaba que te volvía loco.
Se aparta y me mira a los ojos, con la frente brillante y sudorosa.
—Me vuelves loco de felicidad. —Me besa en la nariz y me aparta el
pelo de la cara—. También me cabreas hasta volverme loco.
Me lanza una mirada acusadora. No sé por qué. Son él y su
comportamiento neurótico y exigente los que hacen que se cabree
hasta volverse loco, no yo.
—Te prefiero loco de felicidad. Das miedo cuando te vuelves loco de
cabreo.
Tuerce los labios.
—Entonces deja de hacer cosas que me cabreen hasta volverme loco.
Lo miro. La mandíbula me llega al suelo. Pero me besa en los labios
antes de que pueda plantarle cara y defenderme de su acusación. Este
hombre está completamente chiflado, aparte de todo lo demás.
Vuelve a sentarse sobre los talones.
—Nunca te haría daño a propósito, _____. Lo sabes, ¿verdad?
La incertidumbre de su tono de voz es evidente. Me aparta un mechón
de pelo rebelde de la cara.
Sí. Eso lo sé. Bueno, al menos en cuanto a lo físico. Es la parte
emocional la que me tiene muerta de miedo, y el hecho de que haya
añadido lo de «a propósito» es para preocuparse.
Miro a los marrones ojos confusos de este hombre tan bello.
—Lo sé —suspiro, aunque la verdad es que no estoy segura, y eso me
asusta muchísimo.
Se recuesta y me lleva con él. Quedo tumbada sobre su pecho. Me
echo a un lado para poder dibujar ochos sobre su estómago y me entretengo
en su cicatriz.
Me provoca una curiosidad morbosa, es otro de los misterios de este
hombre. No es una cicatriz quirúrgica, no es una punción y no es una
laceración. Tiene un aspecto mucho más siniestro. La superficie es
serpenteante, gruesa e irregular, como si alguien le hubiera clavado un
cuchillo en la parte baja del estómago y lo hubiera arrastrado hasta el
costado. Me estremezco. Creía que nadie podría sobrevivir a una herida
así. Debió de perder muchísima sangre. ¿Y si trato de presionarlo
preguntándole sobre ella?
—¿Has estado en el ejército? —digo con calma. Eso lo explicaría, y
no le he preguntado por la cicatriz directamente.
Deja de acariciarme el pelo un instante.
—No —contesta. No me pregunta cómo se me ha ocurrido la idea.
Sabe adónde quiero llegar—. Déjalo, _____ —dice con ese tono de voz que
me hace sentir minúscula en el acto. Sí, no voy a discutir con ese tono de
voz. No tengo ningunas ganas de estropear el momento.
—¿Por qué desapareciste? —pregunto con cierto recelo. Necesito
saberlo.
—Ya te lo dije. Estaba fatal.
—¿Por qué? —insisto. Su respuesta no me aclara nada. Noto que se
pone tenso debajo de mí.
—Despiertas ciertos sentimientos en mí —me responde con dulzura y
creo que podría estar llegando a alguna parte.
—¿Qué clase de sentimientos?
«¡Toma!»
Suspira. He abusado de mi suerte.
—De todas las clases, _____. —Parece irritado.
—¿Eso es malo?
—Lo es cuando no sabes qué hacer con ellos. —Suelta una bocanada
de aire larga y cansada.
Dejo de acariciarlo. ¿No sabe qué hacer con lo que siente y por eso
intenta controlarme? ¿Y se supone que eso lo ayuda? ¿Toda clase de
sentimientos? Este hombre habla en clave. ¿Qué significa y por qué parece
que lo frustra tanto?
—Crees que te pertenezco. —Vuelvo a trazar círculos con el dedo.
—No. Sé que me perteneces.
—¿Cuándo llegaste a esa conclusión?
—Cuando me pasé cuatro días intentando sacarte de mi cabeza. —
Todavía parece molesto, aunque estoy encantada con la noticia.
—¿No funcionó?
—Pues no. Me volví aún más loco. A dormir —me ordena.
—¿Qué hiciste para intentar sacarme de tu cabeza?
—Eso no importa. No funcionó y punto. A dormir.
Hago un mohín. Creo que le he extraído toda la información que está
dispuesto a darme. ¿Aún más loco? No quiero ni saber lo que significa eso.
¿Toda clase de sentimientos? Creo que me gusta cómo suena eso.
Sigo dibujando con el dedo en su pecho mientras él me acaricia el
pelo y me da un beso de vez en cuando. El silencio es cómodo y me pesan
los párpados.
Me acurruco contra él, con la pierna sobre su muslo.
—Dime cuántos años tienes —musito contra su pecho.
—No —responde cortante. Arrugo el rostro, enfadada casi. Ni siquiera
me ha dado una edad falsa. Me sumerjo en un limbo tranquilo y
experimento toda clase de locuras.

CAPITULO 30.-
Me despierto y me siento fría y vulnerable, y sé de inmediato por qué.
¿Dónde está? Me incorporo y me aparto el pelo de la cara. Tom se
encuentra en el diván, agachado.
—¿Qué estás haciendo? —Tengo la voz ronca, de recién levantada.
Levanta la vista y me deslumbra con su sonrisa, reservada sólo para
mujeres. ¿Cómo es que está tan despierto?
—Me voy a correr.
Vuelve a agacharse y me doy cuenta de que se está atando las
zapatillas de deporte.
Cuando ha terminado, se pone de pie. Metro noventa de adorable
músculo, aún más maravilloso con un pantalón de deporte corto y negro y
una camiseta gris claro de tirantes. Me relamo y sonrío con admiración.
Está sin afeitar. Me lo comería.
—Yo también estoy disfrutando con las vistas —dice contento.
Lo miro a los ojos y veo que me está mirando el pecho con una ceja
levantada y una media sonrisa plasmada en la cara. Sigo su mirada y veo
que las copas del sostén siguen bajo mis tetas. Las dejo como están y
pongo los ojos en blanco.
—¿Qué hora es? —Siento una punzada de pánico y me da un vuelco el
estómago.
—Las cinco.
Lo miro boquiabierta, con los ojos como platos, antes de dejarme caer
otra vez sobre la cama. ¿Las cinco? Puedo dormir por lo menos una hora
más. Me tapo la cabeza y cierro los ojos, pero sólo soy capaz de disfrutar
de la oscuridad unos tres segundos antes de que Tom me destape y se
coloque a unos centímetros de mi cara con una sonrisa traviesa en los
labios. Lo abrazo e intento meterlo en la cama conmigo, pero se resiste y,
antes de darme cuenta, estoy de pie.
—Tú también vienes —me informa, y me tapa los pechos con las
copas del sujetador—. Venga. —Se da media vuelta y se dirige al cuarto de
baño.
Resoplo indignada.
—De eso nada. —Seguro que se enfada. No me importa salir a correr,
pero no a las cinco de la mañana—. Yo corro por las noches —le digo
mientras me acuesto otra vez.
Me arrastro hasta el cabezal y me acurruco entre los almohadones; mi
rincón favorito porque es el que más huele a agua fresca y menta. Me
interrumpe de mala manera. Me coge del tobillo y tira de mí hacia los pies
de la cama.
—¡Oye! —le grito. He conseguido llevarme una almohada conmigo
—. Que yo no voy.
Se inclina, me arranca la almohada de entre los brazos y me mira mal.
—Sí que vienes. Las mañanas son mejores. Vístete.
Me da la vuelta y me propina un azote en el culo.
—No tengo aquí mis cosas de correr —le digo toda chulita justo
cuando una bolsa de deporte aterriza en la cama. Qué presuntuoso. Quizá
no me guste correr.
—Vi tus deportivas en tu cuarto. Están hechas polvo. Te fastidiarás
las rodillas si sigues corriendo con ellas.
Se planta de brazos cruzados delante de mí, esperando a que me
cambie.
Está rompiendo el alba. ¿Ni siquiera estoy despierta y quiere que me
patee sudorosa y jadeante las calles de Londres antes de haber cumplido
con mi jornada laboral?
«¡Siempre exigiendo!»
Suspira, se acerca a la bolsa de deporte y saca toda clase de artículos
para correr. Me pasa un sujetador deportivo con una sonrisita. Qué tío, ha
pensado en todo. Se lo arrebato de un tirón, me quito el sujetador de encaje
y me pongo el que lleva el sistema de absorción de impacto. No tengo las
tetas tan grandes como para tener que encorsetarlas. A continuación, me
pasa unos pantalones cortos de correr —iguales a los suyos, pero para
mujer— y una camiseta de tirantes rosa y ajustada. Me visto bajo su atenta
mirada. No puedo creerme que me vaya a llevar a rastras a hacer ejercicio
a estas horas.
—Siéntate. —Señala la cama. Suspiro hondo y me hundo en la cama
—. Te estoy ignorando —gruñe tras arrodillarse delante de mí. Me levanta
primero un pie y luego el otro, y me pone los calcetines transpirables para
correr y unas deportivas Nike tirando a pijas y estilosas. Puede ignorarme
todo lo que quiera. Estoy de morros y quiero que lo sepa.
Cuando acaba, me pone de pie, da un paso atrás y examina mi cuerpo
embutido en ropa deportiva. Asiente en señal de aprobación. Sí, doy el
pego, pero yo siempre me pongo mis pantalones de chándal y una camiseta
grande. No quiero parecer mejor de lo que soy en realidad. Aunque
tampoco se me da mal.
—¿Puedo usar tu cepillo de dientes? —pregunto cuando paso junto a
él de camino al baño.
—Sírvete tú misma —me contesta, pero ya tengo el cepillo en la
mano. Después de cepillarme los dientes, me siento más alerta y más
decidida a borrarle la expresión de satisfacción de la cara. Correré,
aguantaré el ritmo y es posible que termine con unas cuantas sentadillas.
Llevo tiempo intentando recuperar la costumbre, y me lo está poniendo en
bandeja. Vuelvo al dormitorio, erguida y lista para correr.
—Venga, señorita. Vamos a empezar el día igual que queremos
terminarlo. —Me coge de la mano y bajamos juntos la escalera.
—¡No pienso salir a correr otra vez hoy! —le espeto. Este hombre
está loco de verdad.
Se ríe.
—No me refería a eso.
—Ah, ¿y a qué te referías?
Me lanza una sonrisa pícara y misteriosa.
—Quería decir sudorosos y sin aliento.
Trago saliva y me estremezco. Sé cómo preferiría sudar y quedarme
sin aliento mañana, tarde y noche, y no implica tanta parafernalia.
—Esta noche no vamos a vernos —le recuerdo. Me aprieta la mano
con más fuerza y gruñe un par de veces. Mi bolso está junto a la puerta—.
Necesito una goma para el pelo.
Me suelta y va a la cocina mientras yo cojo la goma del bolso. Me
hago una coleta y me arreglo los pantalones cortos. No tapan nada.
Necesito unas bragas. Rebusco en mi bolsa y veo las bragas de Little Miss,
la cabezota.
¡No! Me sonrojo, me muero de la vergüenza. Georg se lo debió de haber
pasado pipa escarbando entre mis cosas para encontrar estas bragas. No me
las he puesto nunca. Mis padres me las regalaron en plan de broma y llevan
años en el fondo de mi cajón de la ropa interior.
Me resigno a mi suerte: voy a sonrojarme cada vez que vea a Georg
mientras siga formando parte de mi vida. Me quito los pantalones cortos
para ponérmelas.
—¡Anda! Déjame verlas. —Me coge de las caderas y se agacha para
verlas mejor—. ¿Puedes conseguir unas que digan «Little Miss vuelve loco
a Tom»?
Pongo los ojos en blanco.
—No lo sé. ¿Puedes conseguir unas de «don Controlador Exigente»?
—Me hunde los pulgares en mi punto débil y me doblo de la risa—. ¡Para!
—Vuelve a ponerte los pantalones cortos, señorita.
Me da una palmada en el trasero.
Me los pongo con una sonrisa de oreja a oreja. Hoy está de muy buen
humor, aunque, de nuevo, soy yo la que cede.
Bajamos al vestíbulo y ahí está Clive, con la cabeza entre las manos.
—Buenos días, Clive —lo saluda Tom cuando pasamos por delante.
Está muy despierto para ser tan temprano.
Clive dice algo entre dientes y nos saluda con la mano, distraído. Creo
que no le ha pillado el truco al equipo.
Tom se detiene en el aparcamiento.
—Tienes que estirar —me dice. Me suelta de la mano y se lleva el
tobillo al culo para estirar el muslo. Observo cómo se tensa bajo los
pantalones de correr. Inclino la cabeza hacia un lado, más que feliz de
quedarme donde estoy y verle hacer eso.
»_____, tienes que estirar —me ordena.
Lo miro contrariada. No he estirado nunca —salvo cuando me
desperezo en la cama— y nunca me ha pasado nada.
Ante la insistencia de su mirada, le doy la espalda y, en plan
espectacular y muy lentamente, abro las piernas, flexiono el torso para
tocarme los dedos gordos de los pies y le planto el culo en la cara.
—¡Ay! —Noto que me clava los dientes en la nalga y me da un azote.
Me vuelvo y veo que está arqueando una ceja y parece molesto. Se toma
muy en serio lo de correr, mientras que yo sólo corro unos cuantos
kilómetros de vez en cuando para evitar que el vino y las tartas se me
peguen a las caderas—. ¿Adónde vamos a correr? —pregunto. Lo imito y
estiro muslos y gemelos.
—A los parques reales —responde.
Ah, eso puedo hacerlo. Son poco más de diez kilómetros y uno de mis
circuitos habituales. No hay problema.
—¿Preparada? —pregunta.
Asiento y me acerco al coche de Tom. Él se dirige a la salida de
peatones. Pero ¿qué hace?
—¿Adónde vas? —le grito.
—A correr —responde tan tranquilo.
¿Qué? No, no, no. Mi cerebro recién levantado acaba de entenderlo.
Me va a hacer correr hasta los parques, efectuar todo el circuito y luego
volver? ¡No puedo! ¿Está intentando acabar conmigo? ¿Carreras en moto,
visitas sorpresa a mi lugar de trabajo y ahora matarme a correr?
—Esto... ¿A cuánto están los parques? —Intento aparentar
indiferencia, pero no sé si lo consigo.
—A siete kilómetros. —Los ojos le bailan de dicha.
¿Cómo? ¡Eso son veinticuatro kilómetros en total! No es posible que
corra semejante distancia de forma habitual, es más de media maratón. Me
atraganto e intento disimularlo con una tos, decidida a no darle la
satisfacción de saber que esto me preocupa. Me coloco bien la camiseta y
me acerco al chulito engreído, esa reencarnación de Adonis que tiene mi
corazón hecho un lío.
Introduce el código.
—Es once, veintisiete, quince. —Me mira con una pequeña sonrisa—.
Para que lo sepas.
Mantiene la puerta abierta para que pase.
—Nunca conseguiré memorizarlo —le digo al pasar junto a él y echar
a correr hacia el Támesis. Lo conseguiré. Lo conseguiré. Me repito el
mantra —y el código— una y otra vez. Llevo tres semanas sin correr, pero
me niego a darle el gusto de pasarme por encima.
Me alcanza y corremos juntos unos metros. Tiene un cuerpo de
escándalo. ¿Es que este hombre no hace nada mal? Corre como si su tronco
fuera independiente de las extremidades inferiores, sus piernas transportan
el torso largo y esbelto con facilidad. Estoy decidida a seguirle el ritmo,
aunque va algo más rápido de lo que suelo ir yo.
Cojo el ritmo y corremos por la orilla del río en un cómodo silencio,
mirándonos de vez en cuando. Tom tiene razón, correr por las mañanas es
muy relajante. La ciudad no está a pleno gas, el tráfico está principalmente
compuesto por furgonetas de reparto y no hay bocinas ni sirenas que me
taladren los oídos. El aire también es sorprendentemente fresco y
vivificante. Es posible que cambie mi hora de salir a correr.
Media hora más tarde, llegamos Saint James’s Park y seguimos por el
cinturón verde a un ritmo constante. Me siento muy bien para haber
corrido ya unos siete kilómetros. Levanto la vista para mirar a Tom, que
saluda con la mano a todas las corredoras que pasan —sí, todo mujeres— y
recibe amplias sonrisas. A mí me miran mal. Cuánta perdedora. Vuelvo a
observarlo para ver su reacción, pero parece que no le afectan ni las
mujeres ni la carrera. Probablemente esto no haya sido más que el
calentamiento.
—¿Vas bien? —me pregunta con una media sonrisa.
No voy a hablar. Seguro que eso me rompe el ritmo y de momento lo
estoy haciendo muy bien. Asiento y vuelvo a concentrarme en la acera y en
obligar a mis músculos a seguir. Tengo algo que demostrar.
Mantenemos el paso, rodeamos Saint James’s Park y llegamos a
Green Park. Vuelvo a mirarlo y sigue como si nada, como una rosa. Vale,
yo empiezo a notarlo, y no sé si es el cansancio o el hecho de que el loco
este vaya aumentando el ritmo, pero me esfuerzo por seguirlo. Debemos de
llevar unos catorce kilómetros. No he corrido catorce kilómetros en mi
vida. Si tuviera mi iPod aquí, me pondría mi canción de correr ahora
mismo.
Llegamos a Piccadilly y me arden los pulmones, me cuesta mantener
la respiración constante. Creo que me está dando una pájara. Nunca antes
había corrido tanto como para que me diera una, pero empiezo a entender
por qué la llaman así. Es como si no pudiera despegar los pies del suelo y
me hundiera en arenas movedizas.
No debo rendirme.
Uf, no sirve de nada. Estoy agotada. Me salgo del camino y me
interno en Green Park. Me desmorono sin miramientos sobre el césped,
sudada y muerta de calor, con los brazos y las piernas extendidos mientras
intento que el aire llegue a mis pobres pulmones. Me da igual haberme
rendido. Lo he hecho lo mejor que he podido. El tío es un buen corredor.
Cierro los ojos y me concentro en respirar hondo. Voy a vomitar.
Agradezco que el aire frío de la mañana invada mi cuerpo espatarrado,
hasta que una mole de músculo se acerca a mí desde arriba y se lo traga
todo. Abro los ojos y veo una mirada más cafe que la tierra que nos
rodea.
—Nena, ¿te he agotado? —dice sonriente.
Jesús, es que ni siquiera está sudando. Yo, por mi parte, no puedo ni
hablar. Me esfuerzo por respirar debajo de él, como la perdedora que soy, y
le dejo que me llene la cara de besos. Debo de saber a rayos.
—Hummm, sexo y sudor.
Me lame la mejilla y me hace rodar por el suelo. Ahora estoy
despatarrada sobre su estómago. Jadeo y resuello encima de él mientras me
pasa la mano por la espalda sudorosa. Noto una presión en el pecho. ¿Se
puede tener un infarto a los veintiséis años?
Cuando por fin consigo controlar la respiración, me apoyo en su pecho
y me quedo a horcajadas sobre sus caderas, sentada en su cuerpo.
—Por favor, no me hagas volver a casa corriendo —le suplico.
Creo que me moriría. Se lleva las manos a la nuca y se apoya en ellas,
tan a gusto. Se divierte con mi respiración trabajosa y mi cara sudada. Sus
brazos tonificados parecen comestibles cuando los flexiona. Creo que
podría reunir la energía justa para agacharme y darles un mordisco.
—Lo has hecho mejor de lo que esperaba —me dice con una ceja
levantada.
—Prefiero el sexo soñoliento —gruño, y caigo sobre su pecho.
Me sujeta con el brazo.
—Yo también. —Dibuja círculos por mi espalda.
Vale. Hoy estoy enamorada de él de verdad y sólo son las seis y media
de la mañana. Pero debería tener presente con el señor Tom Kaulitz que todo
puede cambiar, mucho y muy rápido. Puede que dentro de una hora lo haya
desobedecido o no haya cedido en algo y entonces, de repente, me toque
lidiar con don Controlador Exigente. Entonces empezará con la cuenta
atrás o me echará un polvo para hacerme entrar en razón (me quedo con el
polvo; paso de la cuenta atrás).
—Venga, señorita. No podemos pasarnos el día retozando en el
césped, tienes que ir a trabajar.
Sí, es verdad, y estamos a kilómetros del Lusso. Estoy más cerca de
casa de Kate que de la de Tom, pero mis cosas se encuentran en la de él,
así que parece que tengo que seguir el camino más largo. Me levanto con
dificultad de su pecho y me pongo de pie. Me flojean las piernas. Tom,
cómo no, se levanta como un delfín surcando las aguas tranquilas del
océano. Me pone mala.
Me pasa el brazo por los hombros y andamos hacia Piccadilly,
paramos un taxi y nos subimos a él.
—¿Te habías traído dinero para un taxi? —le pregunto. ¿Sabía que no
iba a poder conseguirlo?
No me contesta. Se limita a encogerse de hombros y a tirar de mí
hasta que me tiene entre sus brazos.
Me siento un poco culpable por no haberle dejado hacer su recorrido
habitual, pero sólo un poco. Estoy demasiado cansada como para
preocuparme por eso.
Me arrastra, casi literalmente, por el vestíbulo del Lusso hasta el
ascensor. Me siento como si llevara un mes despierta cuando, en realidad,
no hace ni dos horas que me he levantado. No tengo ni idea de cómo voy a
sobrevivir a lo que queda de día.
Cuando llegamos al ático, me siento en un taburete de la cocina y
apoyo la cabeza entre las manos. Mi respiración empieza a volver a la
normalidad.
—Toma.
Levanto la vista y veo una botella de agua ante mis narices. La cojo,
agradecida, y me bebo el maravilloso líquido helado. Me seco la boca con
el dorso de la mano.
—Llenaré la bañera. —Me mira con simpatía, pero también detecto
cierto deleite. ¡Capullo engreído!
Me levanta del taburete y me lleva arriba, agarrada a él, como ya es
habitual, igual que un chimpancé.
—No tengo tiempo para un baño. Mejor me doy una ducha —digo
cuando me deja en la cama. Lo que daría por poder acurrucarme bajo las
sábanas y no despertarme hasta la semana que viene.
—Tienes tiempo de sobra. Desayunaremos e iremos a La Mansión a
media mañana. Ahora, toca estirar.
Me besa la frente sudada y se va al cuarto de baño.
¿Cómo que a La Mansión? ¿Para qué? Entonces caigo en la cuenta,
antes de que mi cerebro tenga ocasión de ordenarle a mi boca que articule
la pregunta. ¿Decía en serio lo de que él era mi cita de todos los días hasta
el final del año académico?
«¡Mierda!»
Las cien mil libras eran para mantener a Patrick callado mientras
disfruta de mí mañana, tarde y noche. Maldita sea. ¿Y qué pasa con mis
otros clientes, con Van Der Haus, que es mi otro cliente importante? Él
solito es capaz de multiplicar por diez los ingresos de Patrick. Ay, Dios,
creo que van a pasar por encima de alguien.
—Tom, necesito ir a la oficina. —Pruebo suerte con un tono tranquilo
y razonable. No sé por qué he escogido este tono en particular. ¿Cuál sería
la alternativa? ¿Exigente? ¡Ja!
—No. Estira. —Una respuesta corta y directa seguida de una orden
que me dicta desde el cuarto de baño.
Voy a perder mi trabajo. Lo sé. Se saldrá con la suya, pasará por
encima de mi vida social y de mi carrera, y luego me tirará como un
pañuelo de papel usado. Me habré quedado sin trabajo, sin amigos, sin
corazón y, lo que es peor, sin Tom. Me estoy mareando. ¿Qué voy a hacer?
Estoy demasiado cansada como para salir corriendo si inicia una cuenta
atrás, no podría llegar muy lejos ni aunque lo intentara con todas mis
fuerzas. Y un polvo de entrar en razón remataría mi pobre corazón, que
lleva una buena paliza encima.
—Todo mi material está en la oficina. Mis programas de ordenador,
mis libros de referencia, todo —digo con una vocecita.
Aparece en el umbral de la puerta del baño mordiéndose el labio.
—¿Te hacen falta todas esas cosas?
—Sí, para hacer mi trabajo.
—Vale, pararemos en tu oficina. —Se encoge de hombros y vuelve al
cuarto de baño.
Me tiro en la cama de nuevo, desesperada. ¿Qué demonios voy a
decirle a Patrick? Suspiro de agotamiento. Me ha dejado sentirme segura al
traerme a casa en taxi y cargar con mi cuerpo cansado escaleras arriba
cuando mis piernas no podían más, y yo me lo he creído. Estoy tan loca
como él. Nunca tendré el control.
—El baño está listo —me susurra al oído y me saca de mis
cavilaciones.
—Lo decías en serio, ¿verdad? —le pregunto cuando me levanta de la
cama y me lleva en brazos al cuarto de baño. La enorme bañera que
domina la habitación está sólo medio llena.
—¿El qué? —Me deja en el suelo y empieza a desprenderme de mi
ropa deportiva mojada.
«¡Tienes la cara muy dura!»
—Lo de no compartirme.
—Sí.
—¿Y mis otros clientes?
—He dicho que no quiero compartirte. —Me baja los pantalones
cortos y me da un golpecito en el tobillo. Obedezco y levanto los pies,
primero uno y luego el otro.
¿Cómo voy a hacerlo? Por un lado, no me entusiasma precisamente la
idea de pasar más tiempo del justo y necesario en La Mansión, bajo la
gélida mirada de doña Morritos, y, por el otro, necesito atender a mis
clientes actuales. Para eso me pagan. ¿No quiere compartirme?
¿Qué?
¿Con nadie?
¿Hasta cuándo?
—Tom, no necesito estar en La Mansión para hacer los diseños.
Me mete en la bañera y empieza a desvestirse.
—Sí que lo necesitas.
Me hundo en el agua caliente. Mis músculos doloridos lo agradecen.
Es una pena que no me relaje también la mente, que tiene ganas de gritar.
—No, no me hace falta —afirmo. Intento plantarme otra vez. ¡Qué
chiste!
Está muy enfadado cuando entra en la bañera detrás de mí y apoya mi
espalda contra su pecho. Se queda callado un momento antes de respirar
hondo. —Si te permito volver a la oficina, tienes que hacer algo por mí.
¿Si me permite? Este hombre va más allá de la arrogancia y la
seguridad en sí mismo. Pero está negociando, lo cual es una mejora con
respecto a exigírmelo u obligarme a hacerlo.
—Vale, ¿qué?
—Vendrás a la fiesta de aniversario de La Mansión.
—¿Qué? ¿A un evento social?
—Sí, exacto, a un evento social.
Me alegro de que no pueda verme la cara, porque, si pudiera, la vería
retorcida del disgusto. Así que ahora estoy entre la espada y la pared. Me
libro de ir a La Mansión hoy, pero en realidad sólo consigo posponerlo, no
evitarlo del todo. ¿Para un evento social? ¡Preferiría meter la cabeza en el
váter! —¿Cuándo? —Sueno menos entusiasmada de lo que estoy, que ya es
decir.
—Dentro de dos semanas. —Me rodea los hombros con los brazos y
hunde la cara en mi cuello.
Debería estar bailando por el cuarto de baño de la alegría. Quiere que
lo acompañe a un evento social. Da igual que sea en su hotel pijo, me
quiere allí. Pero no estoy segura de estar preparada para pasar la velada
bajo la mirada atenta y hostil de Sarah, y no me cabe duda de que ella
también asistirá.
—Vendrás. —Me mete la lengua en la oreja, la recorre un par de
veces y me besa el lóbulo antes de volver a introducir la lengua.
Me retuerzo bajo su calidez, mi cuerpo resbala contra el suyo.
—¡Para! —Me estremezco.
—No. —Me aprieta fuerte y yo me encojo. Hay agua por todas partes
—. Dime que vendrás.
—¡Tom! ¡No! —Me echo a reír cuando su mano llega a mi cadera—.
¡Para!
—Por favor —me ronronea al oído.
Dejo de resistirme. ¿Por favor? ¿Lo habré oído mal? Me quedo
petrificada. ¿Tom Kaulitz ha dicho por favor? Vale, así que está negociando
y ha dicho por favor. Si lo miro por el lado bueno, al menos sé que planea
tenerme en su vida unas cuantas semanas más. Si hubiera pasado todo el
día en La Mansión, no me cabe la menor duda de que habría tenido que ir a
la fiesta de aniversario de todos modos. Debería dar las gracias, creo.
—Vale, iré —suspiro, y me gano un superapretón y una caricia fuera
de serie. Levanto los brazos y le paso las manos por los antebrazos. Lo he
hecho feliz, y eso, a su vez, me hace muy feliz.
Así que voy a ser su acompañante. Sarah estará encantada. En
realidad, voy a ir y voy a esperar el día con ilusión. Me quiere allí, y eso
significa algo, ¿no? No puedo evitar la sonrisa de satisfacción que me
curva las comisuras de los labios. No suelo ser competitiva, pero detesto a
Sarah y Tom me gusta mucho, así que es lógico, la verdad.
—¿Cuántos años cumple? —pregunto.
—¿Cómo?
—La Mansión, que cuántos años cumple.
—Unos cuantos.
Me vuelvo para tenerlo en mi campo de visión, pero ha puesto cara de
póquer. No va a decirme nada. Sacudo la cabeza, miro al frente y le dejo
guardar su estúpido secretito. A estas alturas ya me da igual. Lo quiero y
nada puede cambiarlo.
—Nunca me había dado un baño —comenta.
—¿Nunca?
—No, nunca. Soy hombre de duchas. Pero creo que voy a convertirme
en hombre de baños.
—A mí me encanta bañarme.
—A mí también, pero sólo contigo. —Me da un achuchón—. Menos
mal que la decoradora adivinó que iba a hacer falta una buena bañera.
Me río.
—Creo que lo hizo bien. —Ni en un millón de años habría adivinado
que iba a bañarme en ella cuando ayudé a coordinar el traslado del
mamotreto en grúa a través de la ventana. En aquel momento, casi me
arrepentí de haber sido tan extravagante, pero ahora disfruto de los
placeres de la gigantesca bañera hecha a medida. Mi sufrimiento ha valido
la pena.
—Me pregunto si alguna vez pensó en darse un baño en ella —musita.
—Para nada.
—Pues me alegro de que lo esté haciendo. —Me muerde el lóbulo de
la oreja y noto que sus pies se deslizan por mis espinillas y acarician los
míos por encima del agua jabonosa.
Cierro los ojos y apoyo la cabeza en su pecho. A fin de cuentas, tal
vez debería pasar de ir trabajar y quedarme con él todo el día. Adormilada
en la bañera, decido que charlar con Tom mientras nos bañamos es uno de
mis nuevos pasatiempos favoritos. Y que es posible que empiece a correr
por las mañanas. Nada de distancias para locos, sólo alrededor de los
parques reales, una o dos vueltas día sí, día no. Tengo que acordarme de
estirar.
—Vas a llegar tarde a trabajar —me dice con dulzura al oído. Hago
una mueca. Estoy demasiado a gusto—. Piensa... que si no fueras a trabajar
podríamos quedarnos aquí más tiempo.
Me besa en la sien y se pone de pie para salir. Me deja pensando en
silencio que ojalá hubiera cedido cuando ha insistido en que me quedara
con él todo el día.
Resoplo enfurruñada y cojo su champú. Parece que hoy mi pelo va a

volver a tener un mal día.

6 comentarios:

  1. Guaooo Tom esta super intenso y el cap estuvo buenísimo, coyeee Tom tiene sentimientos encontrados x (Tn) sera que se esta enamorando de ella y no lo quiere admitir y le cuesta decírselo?? me dejaste intrigada virgi me encanto espero los próximos caps!!!

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  2. Ese Tom se las sabe todas!
    Siguelaa :)

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