CAPITULO 29.-
Las
puertas del Lusso se abren con suavidad y Tom entra con el coche y lo
aparca con
rapidez y precisión. No tarda ni un segundo en recogerme al
lado de la
portezuela y en arrastrarme a través del vestíbulo hacia el
ascensor.
—Buenas noches,
Clive —digo mientras Tom me hace pasar por
delante de
su puesto a toda velocidad y me mete en el ascensor del ático.
»¿Tienes
prisa?
—Sí —me
contesta con decisión mientras introduce el código. Las
puertas
del ascensor se cierran y me empuja con suavidad contra la pared
de
espejos.
»¡Me debes
un polvo de disculpa! —ruge, y me ataca la boca.
¿Qué coño
es un polvo de disculpa y por qué le debo uno? Puedo hacer
una lista
tan larga como mi brazo de todas las disculpas que me debe él a
mí. No se
me ocurre nada por lo que deba disculparme yo.
—¿Qué es
un polvo de disculpa? —jadeo cuando me coloca la rodilla
entre los
muslos y acerca la boca a mi oído.
—Tiene que
ver con tu boca.
Tiemblo
cuando se aparta de mí y me deja hecha un saco de
hormonas,
jadeante y apoyada contra la pared para poder mantenerme en
pie.
Retrocede
hasta que su espalda choca contra la pared opuesta del
ascensor.
Me observa con atención bajo los párpados pesados de sus ojos,
se quita
la camiseta y empieza a desabrocharse los botones de la bragueta
de los
vaqueros. Entreabro la boca para que me entre aire en los pulmones
y espero
instrucciones. Soy una muñeca de trapo temblorosa. Él es la
perfección
hecha persona con sus marcados músculos que se tensan y
relajan
con cada movimiento.
Los
vaqueros se abren y revelan su vello. Su erección cae sobre la
palma de
la mano que la estaba esperando. No lleva bóxeres. No hay
barreras.
Lo miro a los ojos, pero él tiene la vista baja; se está
contemplando
a sí mismo.
Mi mirada
sigue a la suya y veo que dedica caricias largas y lentas a
su
excitación; la respiración se le va agitando más con cada una de ellas.
Verlo
tocarse me provoca un cosquilleo en la entrepierna y mi temperatura
corporal
se eleva. Ay, Dios, es más que perfecto. Le recorro el cuerpo con
la mirada
y encuentro la imagen más erótica que haya visto jamás. Tiene
los
músculos del abdomen tensos, los ojos llenos de lujuria y el labio
inferior
carnoso, entreabierto y húmedo. Ahora me está mirando,
observándome
atentamente desde el otro lado del ascensor.
—Ven aquí.
—Su voz es grave y su mirada misteriosa. Me acerco
lentamente
a él—. De rodillas. —Estabilizo la respiración y, poco a poco,
me
arrodillo en el suelo delante de él. Le paso las manos por la parte
delantera
de las caderas prietas sin que nuestras miradas se separen. Me
contempla
sin dejar de acariciarse despacio. Este hombre que se masturba
erguido
ante mí me tiene completamente fascinada. Usa la mano libre para
acariciarme
el rostro mientras jadea un poco. Me da unos golpecitos en la
mejilla
con el dedo corazón—. Abre —ordena. Separo los labios y traslado
las manos
a la parte de atrás de sus piernas para agarrarme a sus muslos. Él
me roza un
lado de la cara en señal de aprobación y se coloca delante de
mis
labios—. Te la vas a meter hasta el fondo y me voy a correr en tu boca.
—Me pasa
la punta húmeda por el labio inferior y me apresuro a lamer con
la lengua
la perla de semen cremoso que se le escapa—. Y tú te lo vas a
tragar.
El
estómago me da un vuelco y la respiración se me queda atrapada en
la
garganta cuando se acerca y se introduce despacio en mi boca. Lo veo
cerrar los
ojos; aprieta la mandíbula con tanta fuerza que creo que va a
estallarle
una vena de la sien. Lo agarro con decisión de la parte de atrás de
los muslos
y tiro de él hacia mí.
—Jooooder
—gruñe con los dientes apretados. Sigue teniendo una
mano en la
base, y eso evita que me la pueda meter entera. Me pone la otra
en la
nunca y se tensa. Respira con dificultad. Noto la presión que se aplica
en la
base, sin duda para evitar correrse de inmediato.
Momentos
después, ha recuperado la compostura y retira la mano de
la base,
despacio, para colocarla en mi nuca junto a la otra. Suelta unas
cuantas
bocanadas de aire. Se está preparando mentalmente. Más me vale
esmerarme.
Deslizo la
boca hacia la punta y, con malicia, llevo una mano hasta la
parte
delantera de su muslo, se la meto entre las piernas y se la coloco bajo
los
huevos. Me sujeta la cabeza con más fuerza y lanza una letanía al
techo. Le
tiemblan las caderas. Le está costando mantener el control.
Con
delicadeza, recorro con la punta del dedo, arriba y abajo, la
costura de
su escroto. Los ligamentos del cuello se le tensan al máximo. Lo
estoy
disfrutando. Está indefenso, vulnerable, y yo tengo el control. A
pesar de
sus exigencias iniciales, que si arrodíllate, que si abre la boca, está
totalmente
a mi merced. Es un buen cambio, y no se me pasa por alto el
hecho de
que quiero complacerlo.
Soy
vagamente consciente de que se abren las puertas del ascensor,
pero
decido ignorarlas. Estoy absorta en lo que le estoy haciendo. Traslado
la mano a
la base del pene, se lo sujeto con firmeza y le paso la lengua por
la punta
para terminar con un beso suave al final. Veo que baja la cabeza
en busca
de mis ojos. Cuando los encuentra, empieza a dibujar círculos en
mi pelo
con las manos mientras yo se la lamo entera prestando especial
atención a
la parte de abajo y disfrutando enormemente cuando palpita
varias
veces y él deja escapar pequeños chorros de aire entre los dientes.
Me observa
sin querer cerrar los ojos y decidido a ver lo que le estoy
haciendo.
Yo sigo recorriéndola arriba y abajo, presionando la punta de la
lengua
contra su hendidura cuando llego a la gruesa cabeza. Me lanza una
de sus
sonrisas arrebatadoras, pero se la borro de la cara y lo dejo sin
aliento
cuando vuelvo a ponerle la mano en la cara posterior del muslo y a
empujarlo
hacia mi boca.
—¡Jesús,
_____—ladra.
Me roza el
velo del paladar y tengo que esforzarme para no vomitar a
causa de
la invasión. Parece tan gruesa en mi boca... Inicio la retirada, pero
ahora es
él quien me deja sin aliento al embestirme y dejarme sin
respiración.
Me enreda los dedos en el pelo cuando la saca lentamente y
vuelve a
meterla soltando un largo gemido de puro placer. Adiós a mis
ilusiones
de llevar la voz cantante. Sabe lo que quiere y cómo lo quiere.
Una vez
más, él tiene el poder.
—Joder,
_____. Tienes una boca increíble. —Vuelve a embestirme
mientras
me sujeta con sus fuertes manos y me acaricia el pelo con calma
al mismo
tiempo—. He querido follártela desde la primera vez que te vi.
No estoy
segura de si debería ofenderme o sentirme halagada por el
comentario.
Así que, en vez de pensarlo, saco los dientes y los arrastro por
su piel
tensa cuando se retira.
—¡Dios,
____. Métetela toda! —grita, y empuja de nuevo con fuerza
—. Relaja
la mandíbula.
Cierro los
ojos y absorbo el asalto. Si no fuera tan excitante, sería
bastante
brutal. Es agresivo con su poder, pero tierno con las manos. Tiene
el control
absoluto.
Después de
varios increíbles ataques más, siento que se hincha y que
palpita en
mi boca. Sé que está a punto. Una de sus manos se desplaza
hasta la
base del tronco, se retira un poco para apretársela con firmeza y se
la
acaricia arriba y abajo con ansia. Yo rodeo, lamo y absorbo el glande
hinchado
mientras él toma bocanadas de aire cortas y rápidas.
—¡En tu
boca, _____! —me grita.
Envuelvo
su erección con los labios y coloco una mano sobre la suya
en el
momento en que me derrama su semen caliente y cremoso en la boca.
Lo recojo.
No se escapa ni una gota. Trago con él todavía dentro de mí y
miro hacia
arriba. Ha echado la cabeza hacia atrás y grita al vacío; es un
alarido
grave de satisfacción. Aminora el ritmo de las embestidas de sus
caderas,
que adoptan un ritmo más perezoso, las últimas oleadas de su
orgasmo.
Lamo y chupo los restos de tensión. He saldado mi deuda.
Tiene el
pecho agitado y me mira con los ojos marrones nublados. Se
inclina
para levantarme y sellar mis labios con un beso de agradecimiento
absoluto.
—Eres
asombrosa. Voy a quedarme contigo para siempre —me
informa al
tiempo que me cubre la cara de besos pequeños.
—Es bueno
saberlo —respondo con sarcasmo.
—No
intentes hacerte la ofendida conmigo, señorita. —Su frente
descansa
contra la mía—. Esta mañana me has dejado a dos velas —dice
con calma.
Ah, me
estoy disculpando por haberlo dejado con las ganas. Eso me
cuadra,
pero ¿me pagará ahora por todas sus transgresiones? Lo que acabo
de hacer
debería darme asco, pero no es así. Haría cualquier cosa por él.
Levanto
los brazos y le apoyo las palmas de las manos en el pecho
para
disfrutar de sus tonificados pectorales.
—Pido disculpas
—susurro, y me acerco para darle un beso en un
pezón.
—Llevas encaje. —Me rodea con los brazos—. Me encanta cómo te
queda.
Me levanta
del suelo y automáticamente le rodeo la estrecha cintura
con las
piernas. Recoge mis bártulos y su camiseta del suelo y me saca en
brazos del
ascensor.
—¿Por qué
encaje? —pregunto.
Siempre
insiste en que lo lleve. Es otra de esas cosas que hago para
complacerlo.
—No lo sé,
pero póntelo siempre. Llaves, en el bolsillo de atrás.
Paso el
brazo por debajo del suyo en busca del bolsillo y saco las
llaves.
Después, se vuelve para que pueda abrir la puerta. Entramos y la
cierra de
un puntapié en un segundo. Tira mis cosas al suelo y me lleva al
piso de
arriba. Podría acostumbrarme a esto. Me lleva de aquí para allá
como si
fuera poco más que una camiseta sobre sus hombros. Me siento
como si no
pesara nada, y completamente a salvo.
Me deja en
el suelo.
—Ahora voy
a llevarte a la cama —me susurra con dulzura.
De
repente, los graves de Angel, de Massive Attack, me invaden los
oídos. El
cuerpo se me pone rígido. Es música para hacer el amor. Ardo
cuando
empieza a desnudarme, con su dulce mirada marron clavada en la
mía.
La
versatilidad de este hombre me tiene pasmada. Tan pronto es un
señor del
sexo exigente y brutal como un amante tierno y gentil. Me gusta
todo de
él, cada una de sus facetas. Bueno, casi todas.
—¿Por qué
intentas controlarme? —le pregunto. Es la única parte de
él que me
cuesta tolerar. Va más allá de la irracionalidad, pero no tengo
quejas en
el dormitorio.
Me baja la
camisa por los hombros y la desliza brazos abajo.
—No lo sé
—dice con el ceño fruncido. Su expresión de perplejidad
me
convence de que realmente no lo sabe, cosa que no me ayuda a entender
por qué se
comporta así conmigo. Sólo hace unas semanas que me conoce.
Es de
locos—. Me parece que es lo que tengo que hacer —me dice a modo
de
explicación, como si eso lo aclarase todo. Pero no es así para nada.
¡Sigo sin
comprenderte, loco!
Me baja la
cremallera de los pantalones y los arrastra por mis muslos.
Me alza
para quitármelos del todo y me deja de pie, en ropa interior,
delante de
él. Se levanta, da un paso atrás y me mira mientras se quita los
zapatos y
los vaqueros y los tira a un lado de un puntapié.
Se le ha
puesto dura otra vez. Recorro su maravilloso cuerpo con
expresión
agradecida y termino la inspección en sus brillantes ojos
marrones.
Es como un experimento científico perfecto: la obra maestra de
Dios, mi
obra maestra. Quiero que sea sólo mío.
Alarga la
mano y me baja las copas del sujetador, una detrás de la
otra. Con
el dorso de la mano, me roza los pezones, que se endurecen aún
más. Tengo
la respiración entrecortada cuando me mira.
—Me
vuelves loco —dice con rostro inexpresivo. Quiero gritarle por
ser tan
insensible. No deja de repetirme lo mismo una y otra vez.
—No, tú sí
que me vuelves loca. —Mi voz es apenas un susurro.
Mentalmente,
le suplico que admita que es demasiado exigente y muy
controlador.
No es posible que considere que su comportamiento es
normal.
Esboza una
sonrisa y le brillan los ojos.
—Loco —leo
en sus labios.
Me levanta
apoyándome en su pecho, me acuesta en la cama y se
tumba
sobre mí. Cuando su cuerpo cubre el mío por completo, baja la boca
y sus
labios me toman con adoración, entera, su lengua explora mi boca
despacio.
«Dios mío.
Te quiero.» Podría echarme a llorar en este momento.
¿Debería
decirle lo que siento? ¿Por qué no puedo decirlo sin más?
Después de
la que me ha montado hoy, cualquiera pensaría que debo
largarme,
huir lo más rápido y lo más lejos que me sea posible. Pero no
puedo.
Simplemente no puedo.
Siento que
me quita las bragas, mis pensamientos pierden toda
coherencia
cuando se sienta sobre sus talones y tira de mí hasta colocarme
a
horcajadas sobre su regazo. Mete la mano por debajo de los dos y coloca
la
erección en mi entrada.
—Échate
hacia atrás y apóyate en las manos —me ordena con
dulzura.
Su voz es ronca y su mirada intensa. Me echo hacia atrás y su otro
brazo me
rodea la cintura para sujetarme.
Entra en
mí despacio, exhalando, con la boca entreabierta y los labios
húmedos.
Gimo de puro deleite y placer cuando me llena del todo. Me
tiemblan
un poco los brazos y me aferro a su cintura con las piernas. Qué
gusto da
tenerlo dentro. Si me muriera ahora mismo, lo haría muy feliz. Su
otra mano
se une a la que me sujeta por la cintura. Tiene las manos tan
grandes
que casi la abarcan toda. Empieza a moverme las caderas en
círculos
lentos y profundos, me levanta despacio antes de volver a
apretarme
contra él, rotando. Sigue el ritmo de la música a la perfección.
Joder, es
muy bueno. Suspiro honda y profundamente por las exquisitas
sensaciones
que crea al levantarme y al bajarme en círculo. Sus caderas
también
siguen los movimientos sobre los que tiene todo el control.
—¿Dónde
has estado toda mi vida, _____? —gime durante un círculo
largo e
intenso.
«¡En el
colegio!» El pensamiento se ha colado en mi mente y me
recuerda
que no sé cuántos años tiene. Si se lo pregunto en la cumbre del
placer,
¿me dirá la verdad? Estoy enamorada de un hombre y no tengo ni
idea de
qué edad tiene. Es ridículo.
Jadeo
mientras me sube y me baja otra vez, el resplandor de una
marea que
se acerca lentamente empieza a cobrar fuerza. Me hipnotiza, su
rostro
ardiente de pasión me tiene completamente cautivada. Los músculos
del pecho
se mueven y guían mi cuerpo sobre el suyo. Me hace el amor
despacio,
con meticulosidad, y no me está ayudando, precisamente, con
mis
sentimientos hacia él. Soy adicta al Tom dulce igual que lo soy al
Tom
dominante. Estoy perdida.
Se pasa la
lengua por el labio inferior y le brillan los ojos; la arruga de
la frente
se le marca sobre las cejas.
—Prométeme
una cosa. —Su voz es suave, y mueve las caderas para
trazar
otro círculo que me nubla la mente.
Gimo. Se
está aprovechando de mi estado de ensimismamiento para
pedirme
que haga promesas justo ahora. Aunque ha sido más una orden que
una
pregunta.
Lo
observo, a ver qué me pide.
—Que vas a
quedarte conmigo.
¿Cuándo?
¿Esta noche? ¿Para siempre? ¡Explícate, joder! Ahora ya no
cabe duda
de que no ha sido una pregunta sino una orden. Asiento porque
vuelve a
bajarme hacia él mientras masculla palabras incoherentes.
—Necesito
que lo digas, _____. —Mueve las caderas y me penetra hasta
lo más
profundo de mi cuerpo.
—Dios. Me
quedaré —exhalo mientras absorbo la abrasadora
penetración.
La voz me tiembla de placer y de emoción cuando la potente
palpitación
de mi núcleo se hace con el control y yo me estremezco entre
sus manos.
—Vas a
correrte —jadea.
—¡Sí!
—Dios, me
encanta mirarte cuando estás así. Aguanta, pequeña. Aún
no.
Mis brazos
empiezan a ceder bajo mi peso. Tom traslada las manos al
hueco que
se forma entre mis omoplatos y me levanta para que estemos
cara a
cara. Grito cuando nuestros pechos chocan y la nueva postura hace
que su
penetración sea más profunda. Mis manos vuelan y se aferran a su
espalda.
Busca en
mis ojos.
—Eres tan
bonita que dan ganas de llorar. Y eres toda mía. Bésame.
Obedezco y
muevo las palmas de las manos para rodearle el apuesto
rostro y
acercar los labios a los suyos. Gime cuando le meto la lengua en la
boca y sus
embestidas se endurecen.
—Tom
—suplico. Voy a correrme.
—Contrólalo,
nena.
—No puedo
—jadeo en su boca. No puedo resistir su invasión de mi
mente y de
mi cuerpo. Tenso los muslos a su alrededor y me deshago en
mil
pedazos encima de él. Grito, le atrapo el labio inferior entre los dientes
y lo
muerdo.
Él también
lanza un grito, se pone de rodillas, coge impulso y me
embiste
con fuerza cuando llega el turno de su descarga. Me abraza contra
su pecho y
se derrama en mi interior. Una última y poderosa estocada.
Chillo.
—Por Dios,
_____, ¿qué voy a hacer contigo?
«Quédate
conmigo para siempre, ¡por favor!»
Hunde la
cara en mi cuello y mueve las caderas, despacio, hacia
adelante y
hacia atrás, para exprimir hasta la última gota de placer. Estoy
mareada,
la cabeza me da vueltas y su aliento tibio me roza la muñeca, el
cuello y
me llega hasta el pecho. Todos los músculos de mi interior se
aferran a
él mientras palpita dentro de mí. Tiembla. Tiembla de verdad. Lo
rodeo con
los brazos y lo aprieto fuerte contra mí.
—Estás
temblando —susurro en su hombro.
—Me haces
muy feliz.
¿Ah, sí?
—Pensaba
que te volvía loco.
Se aparta
y me mira a los ojos, con la frente brillante y sudorosa.
—Me
vuelves loco de felicidad. —Me besa en la nariz y me aparta el
pelo de la
cara—. También me cabreas hasta volverme loco.
Me lanza
una mirada acusadora. No sé por qué. Son él y su
comportamiento
neurótico y exigente los que hacen que se cabree
hasta volverse
loco, no yo.
—Te
prefiero loco de felicidad. Das miedo cuando te vuelves loco de
cabreo.
Tuerce los
labios.
—Entonces
deja de hacer cosas que me cabreen hasta volverme loco.
Lo miro.
La mandíbula me llega al suelo. Pero me besa en los labios
antes de
que pueda plantarle cara y defenderme de su acusación. Este
hombre
está completamente chiflado, aparte de todo lo demás.
Vuelve a
sentarse sobre los talones.
—Nunca te
haría daño a propósito, _____. Lo sabes, ¿verdad?
La
incertidumbre de su tono de voz es evidente. Me aparta un mechón
de pelo
rebelde de la cara.
Sí. Eso lo
sé. Bueno, al menos en cuanto a lo físico. Es la parte
emocional
la que me tiene muerta de miedo, y el hecho de que haya
añadido lo
de «a propósito» es para preocuparse.
Miro a los
marrones ojos confusos de este hombre tan bello.
—Lo sé
—suspiro, aunque la verdad es que no estoy segura, y eso me
asusta
muchísimo.
Se
recuesta y me lleva con él. Quedo tumbada sobre su pecho. Me
echo a un
lado para poder dibujar ochos sobre su estómago y me entretengo
en su
cicatriz.
Me provoca
una curiosidad morbosa, es otro de los misterios de este
hombre. No
es una cicatriz quirúrgica, no es una punción y no es una
laceración.
Tiene un aspecto mucho más siniestro. La superficie es
serpenteante,
gruesa e irregular, como si alguien le hubiera clavado un
cuchillo
en la parte baja del estómago y lo hubiera arrastrado hasta el
costado.
Me estremezco. Creía que nadie podría sobrevivir a una herida
así. Debió
de perder muchísima sangre. ¿Y si trato de presionarlo
preguntándole
sobre ella?
—¿Has
estado en el ejército? —digo con calma. Eso lo explicaría, y
no le he
preguntado por la cicatriz directamente.
Deja de
acariciarme el pelo un instante.
—No
—contesta. No me pregunta cómo se me ha ocurrido la idea.
Sabe adónde
quiero llegar—. Déjalo, _____ —dice con ese tono de voz que
me hace
sentir minúscula en el acto. Sí, no voy a discutir con ese tono de
voz. No
tengo ningunas ganas de estropear el momento.
—¿Por qué
desapareciste? —pregunto con cierto recelo. Necesito
saberlo.
—Ya te lo
dije. Estaba fatal.
—¿Por qué?
—insisto. Su respuesta no me aclara nada. Noto que se
pone tenso
debajo de mí.
—Despiertas
ciertos sentimientos en mí —me responde con dulzura y
creo que
podría estar llegando a alguna parte.
—¿Qué
clase de sentimientos?
«¡Toma!»
Suspira.
He abusado de mi suerte.
—De todas
las clases, _____. —Parece irritado.
—¿Eso es
malo?
—Lo es
cuando no sabes qué hacer con ellos. —Suelta una bocanada
de aire
larga y cansada.
Dejo de
acariciarlo. ¿No sabe qué hacer con lo que siente y por eso
intenta
controlarme? ¿Y se supone que eso lo ayuda? ¿Toda clase de
sentimientos?
Este hombre habla en clave. ¿Qué significa y por qué parece
que lo
frustra tanto?
—Crees que
te pertenezco. —Vuelvo a trazar círculos con el dedo.
—No. Sé
que me perteneces.
—¿Cuándo
llegaste a esa conclusión?
—Cuando me
pasé cuatro días intentando sacarte de mi cabeza. —
Todavía
parece molesto, aunque estoy encantada con la noticia.
—¿No
funcionó?
—Pues no.
Me volví aún más loco. A dormir —me ordena.
—¿Qué
hiciste para intentar sacarme de tu cabeza?
—Eso no
importa. No funcionó y punto. A dormir.
Hago un mohín.
Creo que le he extraído toda la información que está
dispuesto
a darme. ¿Aún más loco? No quiero ni saber lo que significa eso.
¿Toda
clase de sentimientos? Creo que me gusta cómo suena eso.
Sigo
dibujando con el dedo en su pecho mientras él me acaricia el
pelo y me
da un beso de vez en cuando. El silencio es cómodo y me pesan
los
párpados.
Me
acurruco contra él, con la pierna sobre su muslo.
—Dime
cuántos años tienes —musito contra su pecho.
—No
—responde cortante. Arrugo el rostro, enfadada casi. Ni siquiera
me ha dado una edad falsa. Me sumerjo en un limbo
tranquilo y
experimento
toda clase de locuras.
CAPITULO 30.-
Me
despierto y me siento fría y vulnerable, y sé de inmediato por qué.
¿Dónde
está? Me incorporo y me aparto el pelo de la cara. Tom se
encuentra
en el diván, agachado.
—¿Qué
estás haciendo? —Tengo la voz ronca, de recién levantada.
Levanta la
vista y me deslumbra con su sonrisa, reservada sólo para
mujeres.
¿Cómo es que está tan despierto?
—Me voy a
correr.
Vuelve a
agacharse y me doy cuenta de que se está atando las
zapatillas
de deporte.
Cuando ha
terminado, se pone de pie. Metro noventa de adorable
músculo,
aún más maravilloso con un pantalón de deporte corto y negro y
una
camiseta gris claro de tirantes. Me relamo y sonrío con admiración.
Está sin
afeitar. Me lo comería.
—Yo
también estoy disfrutando con las vistas —dice contento.
Lo miro a
los ojos y veo que me está mirando el pecho con una ceja
levantada
y una media sonrisa plasmada en la cara. Sigo su mirada y veo
que las
copas del sostén siguen bajo mis tetas. Las dejo como están y
pongo los
ojos en blanco.
—¿Qué hora
es? —Siento una punzada de pánico y me da un vuelco el
estómago.
—Las
cinco.
Lo miro
boquiabierta, con los ojos como platos, antes de dejarme caer
otra vez
sobre la cama. ¿Las cinco? Puedo dormir por lo menos una hora
más. Me
tapo la cabeza y cierro los ojos, pero sólo soy capaz de disfrutar
de la
oscuridad unos tres segundos antes de que Tom me destape y se
coloque a
unos centímetros de mi cara con una sonrisa traviesa en los
labios. Lo
abrazo e intento meterlo en la cama conmigo, pero se resiste y,
antes de
darme cuenta, estoy de pie.
—Tú
también vienes —me informa, y me tapa los pechos con las
copas del
sujetador—. Venga. —Se da media vuelta y se dirige al cuarto de
baño.
Resoplo
indignada.
—De eso
nada. —Seguro que se enfada. No me importa salir a correr,
pero no a
las cinco de la mañana—. Yo corro por las noches —le digo
mientras
me acuesto otra vez.
Me
arrastro hasta el cabezal y me acurruco entre los almohadones; mi
rincón
favorito porque es el que más huele a agua fresca y menta. Me
interrumpe
de mala manera. Me coge del tobillo y tira de mí hacia los pies
de la
cama.
—¡Oye! —le
grito. He conseguido llevarme una almohada conmigo
—. Que yo
no voy.
Se
inclina, me arranca la almohada de entre los brazos y me mira mal.
—Sí que
vienes. Las mañanas son mejores. Vístete.
Me da la
vuelta y me propina un azote en el culo.
—No tengo
aquí mis cosas de correr —le digo toda chulita justo
cuando una
bolsa de deporte aterriza en la cama. Qué presuntuoso. Quizá
no me
guste correr.
—Vi tus
deportivas en tu cuarto. Están hechas polvo. Te fastidiarás
las
rodillas si sigues corriendo con ellas.
Se planta
de brazos cruzados delante de mí, esperando a que me
cambie.
Está
rompiendo el alba. ¿Ni siquiera estoy despierta y quiere que me
patee
sudorosa y jadeante las calles de Londres antes de haber cumplido
con mi
jornada laboral?
«¡Siempre
exigiendo!»
Suspira,
se acerca a la bolsa de deporte y saca toda clase de artículos
para
correr. Me pasa un sujetador deportivo con una sonrisita. Qué tío, ha
pensado en
todo. Se lo arrebato de un tirón, me quito el sujetador de encaje
y me pongo
el que lleva el sistema de absorción de impacto. No tengo las
tetas tan
grandes como para tener que encorsetarlas. A continuación, me
pasa unos
pantalones cortos de correr —iguales a los suyos, pero para
mujer— y
una camiseta de tirantes rosa y ajustada. Me visto bajo su atenta
mirada. No
puedo creerme que me vaya a llevar a rastras a hacer ejercicio
a estas
horas.
—Siéntate.
—Señala la cama. Suspiro hondo y me hundo en la cama
—. Te
estoy ignorando —gruñe tras arrodillarse delante de mí. Me levanta
primero un
pie y luego el otro, y me pone los calcetines transpirables para
correr y
unas deportivas Nike tirando a pijas y estilosas. Puede ignorarme
todo lo
que quiera. Estoy de morros y quiero que lo sepa.
Cuando
acaba, me pone de pie, da un paso atrás y examina mi cuerpo
embutido
en ropa deportiva. Asiente en señal de aprobación. Sí, doy el
pego, pero
yo siempre me pongo mis pantalones de chándal y una camiseta
grande. No
quiero parecer mejor de lo que soy en realidad. Aunque
tampoco se
me da mal.
—¿Puedo
usar tu cepillo de dientes? —pregunto cuando paso junto a
él de
camino al baño.
—Sírvete
tú misma —me contesta, pero ya tengo el cepillo en la
mano.
Después de cepillarme los dientes, me siento más alerta y más
decidida a
borrarle la expresión de satisfacción de la cara. Correré,
aguantaré
el ritmo y es posible que termine con unas cuantas sentadillas.
Llevo
tiempo intentando recuperar la costumbre, y me lo está poniendo en
bandeja.
Vuelvo al dormitorio, erguida y lista para correr.
—Venga,
señorita. Vamos a empezar el día igual que queremos
terminarlo.
—Me coge de la mano y bajamos juntos la escalera.
—¡No
pienso salir a correr otra vez hoy! —le espeto. Este hombre
está loco
de verdad.
Se ríe.
—No me
refería a eso.
—Ah, ¿y a
qué te referías?
Me lanza
una sonrisa pícara y misteriosa.
—Quería
decir sudorosos y sin aliento.
Trago
saliva y me estremezco. Sé cómo preferiría sudar y quedarme
sin
aliento mañana, tarde y noche, y no implica tanta parafernalia.
—Esta
noche no vamos a vernos —le recuerdo. Me aprieta la mano
con más
fuerza y gruñe un par de veces. Mi bolso está junto a la puerta—.
Necesito
una goma para el pelo.
Me suelta
y va a la cocina mientras yo cojo la goma del bolso. Me
hago una
coleta y me arreglo los pantalones cortos. No tapan nada.
Necesito
unas bragas. Rebusco en mi bolsa y veo las bragas de Little Miss,
la
cabezota.
¡No! Me
sonrojo, me muero de la vergüenza. Georg se lo debió de haber
pasado
pipa escarbando entre mis cosas para encontrar estas bragas. No me
las he
puesto nunca. Mis padres me las regalaron en plan de broma y llevan
años en el
fondo de mi cajón de la ropa interior.
Me resigno
a mi suerte: voy a sonrojarme cada vez que vea a Georg
mientras
siga formando parte de mi vida. Me quito los pantalones cortos
para
ponérmelas.
—¡Anda!
Déjame verlas. —Me coge de las caderas y se agacha para
verlas
mejor—. ¿Puedes conseguir unas que digan «Little Miss vuelve loco
a Tom»?
Pongo los
ojos en blanco.
—No lo sé.
¿Puedes conseguir unas de «don Controlador Exigente»?
—Me hunde
los pulgares en mi punto débil y me doblo de la risa—. ¡Para!
—Vuelve a
ponerte los pantalones cortos, señorita.
Me da una
palmada en el trasero.
Me los
pongo con una sonrisa de oreja a oreja. Hoy está de muy buen
humor,
aunque, de nuevo, soy yo la que cede.
Bajamos al
vestíbulo y ahí está Clive, con la cabeza entre las manos.
—Buenos
días, Clive —lo saluda Tom cuando pasamos por delante.
Está muy
despierto para ser tan temprano.
Clive dice
algo entre dientes y nos saluda con la mano, distraído. Creo
que no le
ha pillado el truco al equipo.
Tom se
detiene en el aparcamiento.
—Tienes
que estirar —me dice. Me suelta de la mano y se lleva el
tobillo al
culo para estirar el muslo. Observo cómo se tensa bajo los
pantalones
de correr. Inclino la cabeza hacia un lado, más que feliz de
quedarme
donde estoy y verle hacer eso.
»_____,
tienes que estirar —me ordena.
Lo miro contrariada.
No he estirado nunca —salvo cuando me
desperezo
en la cama— y nunca me ha pasado nada.
Ante la insistencia
de su mirada, le doy la espalda y, en plan
espectacular
y muy lentamente, abro las piernas, flexiono el torso para
tocarme
los dedos gordos de los pies y le planto el culo en la cara.
—¡Ay!
—Noto que me clava los dientes en la nalga y me da un azote.
Me vuelvo
y veo que está arqueando una ceja y parece molesto. Se toma
muy en
serio lo de correr, mientras que yo sólo corro unos cuantos
kilómetros
de vez en cuando para evitar que el vino y las tartas se me
peguen a
las caderas—. ¿Adónde vamos a correr? —pregunto. Lo imito y
estiro
muslos y gemelos.
—A los
parques reales —responde.
Ah, eso
puedo hacerlo. Son poco más de diez kilómetros y uno de mis
circuitos
habituales. No hay problema.
—¿Preparada?
—pregunta.
Asiento y
me acerco al coche de Tom. Él se dirige a la salida de
peatones.
Pero ¿qué hace?
—¿Adónde
vas? —le grito.
—A correr
—responde tan tranquilo.
¿Qué? No,
no, no. Mi cerebro recién levantado acaba de entenderlo.
Me va a
hacer correr hasta los parques, efectuar todo el circuito y luego
volver?
¡No puedo! ¿Está intentando acabar conmigo? ¿Carreras en moto,
visitas
sorpresa a mi lugar de trabajo y ahora matarme a correr?
—Esto... ¿A
cuánto están los parques? —Intento aparentar
indiferencia,
pero no sé si lo consigo.
—A siete
kilómetros. —Los ojos le bailan de dicha.
¿Cómo?
¡Eso son veinticuatro kilómetros en total! No es posible que
corra
semejante distancia de forma habitual, es más de media maratón. Me
atraganto
e intento disimularlo con una tos, decidida a no darle la
satisfacción
de saber que esto me preocupa. Me coloco bien la camiseta y
me acerco
al chulito engreído, esa reencarnación de Adonis que tiene mi
corazón
hecho un lío.
Introduce
el código.
—Es once,
veintisiete, quince. —Me mira con una pequeña sonrisa—.
Para que
lo sepas.
Mantiene
la puerta abierta para que pase.
—Nunca
conseguiré memorizarlo —le digo al pasar junto a él y echar
a correr
hacia el Támesis. Lo conseguiré. Lo conseguiré. Me repito el
mantra —y
el código— una y otra vez. Llevo tres semanas sin correr, pero
me niego a
darle el gusto de pasarme por encima.
Me alcanza
y corremos juntos unos metros. Tiene un cuerpo de
escándalo.
¿Es que este hombre no hace nada mal? Corre como si su tronco
fuera
independiente de las extremidades inferiores, sus piernas transportan
el torso
largo y esbelto con facilidad. Estoy decidida a seguirle el ritmo,
aunque va
algo más rápido de lo que suelo ir yo.
Cojo el
ritmo y corremos por la orilla del río en un cómodo silencio,
mirándonos
de vez en cuando. Tom tiene razón, correr por las mañanas es
muy
relajante. La ciudad no está a pleno gas, el tráfico está principalmente
compuesto
por furgonetas de reparto y no hay bocinas ni sirenas que me
taladren
los oídos. El aire también es sorprendentemente fresco y
vivificante.
Es posible que cambie mi hora de salir a correr.
Media hora
más tarde, llegamos Saint James’s Park y seguimos por el
cinturón verde
a un ritmo constante. Me siento muy bien para haber
corrido ya
unos siete kilómetros. Levanto la vista para mirar a Tom, que
saluda con
la mano a todas las corredoras que pasan —sí, todo mujeres— y
recibe
amplias sonrisas. A mí me miran mal. Cuánta perdedora. Vuelvo a
observarlo
para ver su reacción, pero parece que no le afectan ni las
mujeres ni
la carrera. Probablemente esto no haya sido más que el
calentamiento.
—¿Vas
bien? —me pregunta con una media sonrisa.
No voy a
hablar. Seguro que eso me rompe el ritmo y de momento lo
estoy
haciendo muy bien. Asiento y vuelvo a concentrarme en la acera y en
obligar a
mis músculos a seguir. Tengo algo que demostrar.
Mantenemos
el paso, rodeamos Saint James’s Park y llegamos a
Green
Park. Vuelvo a mirarlo y sigue como si nada, como una rosa. Vale,
yo empiezo
a notarlo, y no sé si es el cansancio o el hecho de que el loco
este vaya
aumentando el ritmo, pero me esfuerzo por seguirlo. Debemos de
llevar
unos catorce kilómetros. No he corrido catorce kilómetros en mi
vida. Si
tuviera mi iPod aquí, me pondría mi canción de correr ahora
mismo.
Llegamos a
Piccadilly y me arden los pulmones, me cuesta mantener
la
respiración constante. Creo que me está dando una pájara. Nunca antes
había corrido
tanto como para que me diera una, pero empiezo a entender
por qué la
llaman así. Es como si no pudiera despegar los pies del suelo y
me
hundiera en arenas movedizas.
No debo
rendirme.
Uf, no
sirve de nada. Estoy agotada. Me salgo del camino y me
interno en
Green Park. Me desmorono sin miramientos sobre el césped,
sudada y
muerta de calor, con los brazos y las piernas extendidos mientras
intento
que el aire llegue a mis pobres pulmones. Me da igual haberme
rendido.
Lo he hecho lo mejor que he podido. El tío es un buen corredor.
Cierro los
ojos y me concentro en respirar hondo. Voy a vomitar.
Agradezco
que el aire frío de la mañana invada mi cuerpo espatarrado,
hasta que
una mole de músculo se acerca a mí desde arriba y se lo traga
todo. Abro
los ojos y veo una mirada más cafe que la tierra que nos
rodea.
—Nena, ¿te
he agotado? —dice sonriente.
Jesús, es
que ni siquiera está sudando. Yo, por mi parte, no puedo ni
hablar. Me
esfuerzo por respirar debajo de él, como la perdedora que soy, y
le dejo
que me llene la cara de besos. Debo de saber a rayos.
—Hummm,
sexo y sudor.
Me lame la
mejilla y me hace rodar por el suelo. Ahora estoy
despatarrada
sobre su estómago. Jadeo y resuello encima de él mientras me
pasa la
mano por la espalda sudorosa. Noto una presión en el pecho. ¿Se
puede
tener un infarto a los veintiséis años?
Cuando por
fin consigo controlar la respiración, me apoyo en su pecho
y me quedo
a horcajadas sobre sus caderas, sentada en su cuerpo.
—Por
favor, no me hagas volver a casa corriendo —le suplico.
Creo que
me moriría. Se lleva las manos a la nuca y se apoya en ellas,
tan a
gusto. Se divierte con mi respiración trabajosa y mi cara sudada. Sus
brazos
tonificados parecen comestibles cuando los flexiona. Creo que
podría
reunir la energía justa para agacharme y darles un mordisco.
—Lo has
hecho mejor de lo que esperaba —me dice con una ceja
levantada.
—Prefiero
el sexo soñoliento —gruño, y caigo sobre su pecho.
Me sujeta
con el brazo.
—Yo
también. —Dibuja círculos por mi espalda.
Vale. Hoy
estoy enamorada de él de verdad y sólo son las seis y media
de la
mañana. Pero debería tener presente con el señor Tom Kaulitz que todo
puede
cambiar, mucho y muy rápido. Puede que dentro de una hora lo haya
desobedecido
o no haya cedido en algo y entonces, de repente, me toque
lidiar con
don Controlador Exigente. Entonces empezará con la cuenta
atrás o me
echará un polvo para hacerme entrar en razón (me quedo con el
polvo;
paso de la cuenta atrás).
—Venga,
señorita. No podemos pasarnos el día retozando en el
césped,
tienes que ir a trabajar.
Sí, es
verdad, y estamos a kilómetros del Lusso. Estoy más cerca de
casa de
Kate que de la de Tom, pero mis cosas se encuentran en la de él,
así que
parece que tengo que seguir el camino más largo. Me levanto con
dificultad
de su pecho y me pongo de pie. Me flojean las piernas. Tom,
cómo no,
se levanta como un delfín surcando las aguas tranquilas del
océano. Me
pone mala.
Me pasa el
brazo por los hombros y andamos hacia Piccadilly,
paramos un
taxi y nos subimos a él.
—¿Te
habías traído dinero para un taxi? —le pregunto. ¿Sabía que no
iba a
poder conseguirlo?
No me
contesta. Se limita a encogerse de hombros y a tirar de mí
hasta que
me tiene entre sus brazos.
Me siento
un poco culpable por no haberle dejado hacer su recorrido
habitual,
pero sólo un poco. Estoy demasiado cansada como para
preocuparme
por eso.
Me
arrastra, casi literalmente, por el vestíbulo del Lusso hasta el
ascensor.
Me siento como si llevara un mes despierta cuando, en realidad,
no hace ni
dos horas que me he levantado. No tengo ni idea de cómo voy a
sobrevivir
a lo que queda de día.
Cuando
llegamos al ático, me siento en un taburete de la cocina y
apoyo la cabeza
entre las manos. Mi respiración empieza a volver a la
normalidad.
—Toma.
Levanto la
vista y veo una botella de agua ante mis narices. La cojo,
agradecida,
y me bebo el maravilloso líquido helado. Me seco la boca con
el dorso
de la mano.
—Llenaré
la bañera. —Me mira con simpatía, pero también detecto
cierto
deleite. ¡Capullo engreído!
Me levanta
del taburete y me lleva arriba, agarrada a él, como ya es
habitual,
igual que un chimpancé.
—No tengo
tiempo para un baño. Mejor me doy una ducha —digo
cuando me
deja en la cama. Lo que daría por poder acurrucarme bajo las
sábanas y
no despertarme hasta la semana que viene.
—Tienes
tiempo de sobra. Desayunaremos e iremos a La Mansión a
media
mañana. Ahora, toca estirar.
Me besa la
frente sudada y se va al cuarto de baño.
¿Cómo que
a La Mansión? ¿Para qué? Entonces caigo en la cuenta,
antes de
que mi cerebro tenga ocasión de ordenarle a mi boca que articule
la
pregunta. ¿Decía en serio lo de que él era mi cita de todos los días hasta
el final
del año académico?
«¡Mierda!»
Las cien
mil libras eran para mantener a Patrick callado mientras
disfruta
de mí mañana, tarde y noche. Maldita sea. ¿Y qué pasa con mis
otros
clientes, con Van Der Haus, que es mi otro cliente importante? Él
solito es
capaz de multiplicar por diez los ingresos de Patrick. Ay, Dios,
creo que
van a pasar por encima de alguien.
—Tom,
necesito ir a la oficina. —Pruebo suerte con un tono tranquilo
y
razonable. No sé por qué he escogido este tono en particular. ¿Cuál sería
la
alternativa? ¿Exigente? ¡Ja!
—No.
Estira. —Una respuesta corta y directa seguida de una orden
que me
dicta desde el cuarto de baño.
Voy a
perder mi trabajo. Lo sé. Se saldrá con la suya, pasará por
encima de mi
vida social y de mi carrera, y luego me tirará como un
pañuelo de
papel usado. Me habré quedado sin trabajo, sin amigos, sin
corazón y,
lo que es peor, sin Tom. Me estoy mareando. ¿Qué voy a hacer?
Estoy
demasiado cansada como para salir corriendo si inicia una cuenta
atrás, no
podría llegar muy lejos ni aunque lo intentara con todas mis
fuerzas. Y
un polvo de entrar en razón remataría mi pobre corazón, que
lleva una
buena paliza encima.
—Todo mi
material está en la oficina. Mis programas de ordenador,
mis libros
de referencia, todo —digo con una vocecita.
Aparece en
el umbral de la puerta del baño mordiéndose el labio.
—¿Te hacen
falta todas esas cosas?
—Sí, para
hacer mi trabajo.
—Vale,
pararemos en tu oficina. —Se encoge de hombros y vuelve al
cuarto de
baño.
Me tiro en
la cama de nuevo, desesperada. ¿Qué demonios voy a
decirle a
Patrick? Suspiro de agotamiento. Me ha dejado sentirme segura al
traerme a
casa en taxi y cargar con mi cuerpo cansado escaleras arriba
cuando mis
piernas no podían más, y yo me lo he creído. Estoy tan loca
como él.
Nunca tendré el control.
—El baño
está listo —me susurra al oído y me saca de mis
cavilaciones.
—Lo decías
en serio, ¿verdad? —le pregunto cuando me levanta de la
cama y me
lleva en brazos al cuarto de baño. La enorme bañera que
domina la
habitación está sólo medio llena.
—¿El qué?
—Me deja en el suelo y empieza a desprenderme de mi
ropa
deportiva mojada.
«¡Tienes
la cara muy dura!»
—Lo de no
compartirme.
—Sí.
—¿Y mis
otros clientes?
—He dicho
que no quiero compartirte. —Me baja los pantalones
cortos y
me da un golpecito en el tobillo. Obedezco y levanto los pies,
primero
uno y luego el otro.
¿Cómo voy
a hacerlo? Por un lado, no me entusiasma precisamente la
idea de
pasar más tiempo del justo y necesario en La Mansión, bajo la
gélida
mirada de doña Morritos, y, por el otro, necesito atender a mis
clientes
actuales. Para eso me pagan. ¿No quiere compartirme?
¿Qué?
¿Con
nadie?
¿Hasta
cuándo?
—Tom, no
necesito estar en La Mansión para hacer los diseños.
Me mete en
la bañera y empieza a desvestirse.
—Sí que lo
necesitas.
Me hundo
en el agua caliente. Mis músculos doloridos lo agradecen.
Es una
pena que no me relaje también la mente, que tiene ganas de gritar.
—No, no me
hace falta —afirmo. Intento plantarme otra vez. ¡Qué
chiste!
Está muy
enfadado cuando entra en la bañera detrás de mí y apoya mi
espalda
contra su pecho. Se queda callado un momento antes de respirar
hondo. —Si
te permito volver a la oficina, tienes que hacer algo por mí.
¿Si me
permite? Este hombre va más allá de la arrogancia y la
seguridad
en sí mismo. Pero está negociando, lo cual es una mejora con
respecto a
exigírmelo u obligarme a hacerlo.
—Vale,
¿qué?
—Vendrás a
la fiesta de aniversario de La Mansión.
—¿Qué? ¿A
un evento social?
—Sí, exacto,
a un evento social.
Me alegro
de que no pueda verme la cara, porque, si pudiera, la vería
retorcida
del disgusto. Así que ahora estoy entre la espada y la pared. Me
libro de
ir a La Mansión hoy, pero en realidad sólo consigo posponerlo, no
evitarlo
del todo. ¿Para un evento social? ¡Preferiría meter la cabeza en el
váter!
—¿Cuándo? —Sueno menos entusiasmada de lo que estoy, que ya es
decir.
—Dentro de
dos semanas. —Me rodea los hombros con los brazos y
hunde la
cara en mi cuello.
Debería
estar bailando por el cuarto de baño de la alegría. Quiere que
lo
acompañe a un evento social. Da igual que sea en su hotel pijo, me
quiere
allí. Pero no estoy segura de estar preparada para pasar la velada
bajo la
mirada atenta y hostil de Sarah, y no me cabe duda de que ella
también
asistirá.
—Vendrás.
—Me mete la lengua en la oreja, la recorre un par de
veces y me
besa el lóbulo antes de volver a introducir la lengua.
Me
retuerzo bajo su calidez, mi cuerpo resbala contra el suyo.
—¡Para!
—Me estremezco.
—No. —Me
aprieta fuerte y yo me encojo. Hay agua por todas partes
—. Dime
que vendrás.
—¡Tom!
¡No! —Me echo a reír cuando su mano llega a mi cadera—.
¡Para!
—Por favor
—me ronronea al oído.
Dejo de
resistirme. ¿Por favor? ¿Lo habré oído mal? Me quedo
petrificada.
¿Tom Kaulitz ha dicho por favor? Vale, así que está negociando
y ha dicho
por favor. Si lo miro por el lado bueno, al menos sé que planea
tenerme en
su vida unas cuantas semanas más. Si hubiera pasado todo el
día en La
Mansión, no me cabe la menor duda de que habría tenido que ir a
la fiesta
de aniversario de todos modos. Debería dar las gracias, creo.
—Vale, iré
—suspiro, y me gano un superapretón y una caricia fuera
de serie.
Levanto los brazos y le paso las manos por los antebrazos. Lo he
hecho feliz,
y eso, a su vez, me hace muy feliz.
Así que
voy a ser su acompañante. Sarah estará encantada. En
realidad,
voy a ir y voy a esperar el día con ilusión. Me quiere allí, y eso
significa
algo, ¿no? No puedo evitar la sonrisa de satisfacción que me
curva las
comisuras de los labios. No suelo ser competitiva, pero detesto a
Sarah y
Tom me gusta mucho, así que es lógico, la verdad.
—¿Cuántos
años cumple? —pregunto.
—¿Cómo?
—La
Mansión, que cuántos años cumple.
—Unos
cuantos.
Me vuelvo
para tenerlo en mi campo de visión, pero ha puesto cara de
póquer. No
va a decirme nada. Sacudo la cabeza, miro al frente y le dejo
guardar su
estúpido secretito. A estas alturas ya me da igual. Lo quiero y
nada puede
cambiarlo.
—Nunca me
había dado un baño —comenta.
—¿Nunca?
—No,
nunca. Soy hombre de duchas. Pero creo que voy a convertirme
en hombre
de baños.
—A mí me
encanta bañarme.
—A mí
también, pero sólo contigo. —Me da un achuchón—. Menos
mal que la
decoradora adivinó que iba a hacer falta una buena bañera.
Me río.
—Creo que
lo hizo bien. —Ni en un millón de años habría adivinado
que iba a
bañarme en ella cuando ayudé a coordinar el traslado del
mamotreto
en grúa a través de la ventana. En aquel momento, casi me
arrepentí
de haber sido tan extravagante, pero ahora disfruto de los
placeres
de la gigantesca bañera hecha a medida. Mi sufrimiento ha valido
la pena.
—Me
pregunto si alguna vez pensó en darse un baño en ella —musita.
—Para
nada.
—Pues me
alegro de que lo esté haciendo. —Me muerde el lóbulo de
la oreja y
noto que sus pies se deslizan por mis espinillas y acarician los
míos por
encima del agua jabonosa.
Cierro los
ojos y apoyo la cabeza en su pecho. A fin de cuentas, tal
vez
debería pasar de ir trabajar y quedarme con él todo el día. Adormilada
en la
bañera, decido que charlar con Tom mientras nos bañamos es uno de
mis nuevos
pasatiempos favoritos. Y que es posible que empiece a correr
por las
mañanas. Nada de distancias para locos, sólo alrededor de los
parques
reales, una o dos vueltas día sí, día no. Tengo que acordarme de
estirar.
—Vas a
llegar tarde a trabajar —me dice con dulzura al oído. Hago
una mueca.
Estoy demasiado a gusto—. Piensa... que si no fueras a trabajar
podríamos
quedarnos aquí más tiempo.
Me besa en
la sien y se pone de pie para salir. Me deja pensando en
silencio
que ojalá hubiera cedido cuando ha insistido en que me quedara
con él
todo el día.
Resoplo
enfurruñada y cojo su champú. Parece que hoy mi pelo va a
volver a
tener un mal día.
Guaooo Tom esta super intenso y el cap estuvo buenísimo, coyeee Tom tiene sentimientos encontrados x (Tn) sera que se esta enamorando de ella y no lo quiere admitir y le cuesta decírselo?? me dejaste intrigada virgi me encanto espero los próximos caps!!!
ResponderBorrarSiguela!!!
ResponderBorrarSigueeeeee
ResponderBorrarEse Tom se las sabe todas!
ResponderBorrarSiguelaa :)
Que bello *.*
ResponderBorrarSube pronto
Siguela!!!
ResponderBorrar