jueves, 2 de abril de 2015

CAPITULOS 21 Y 22

HOLA!!! BUENO AQUI ESTAN LOS CAPS SIG ... DISCULPENME POR NO HABER AGREGADO ANTES ... ANDO CON PROBLEMAS EMOCIONALES .. BUENO YA SABEN 4 O MAS Y AGREGO SINO NO ... MAÑANA NO AGREGARE ... HASTA EL SABADO ... HASTA LUEGO Y DISCULPENME :))

CAPITULO 21.-

Salimos de la ciudad en su coche en dirección a Surrey Hills. De vez en
cuando, lo sorprendo mirándome a mí en lugar de a la carretera. Y cada vez
que lo hago me sonríe y me aprieta la rodilla, sobre la que ha llevado la
mano durante la mayor parte del viaje. Empiezo a pensar en lo poco que sé
de él. Es apasionado, bastante inestable, tremendamente seguro de sí
mismo y exageradamente rico. Ah, y bestial en cuanto al sexo. Pero eso es
todo lo que sé. Ni siquiera sé su edad.
—¿Cuánto hace que tienes La Mansión? —pregunto.
Me mira con una ceja enarcada y baja el volumen de la música con los
mandos del volante.
—Desde que tenía veintiún años.
—¿Tan joven? —pregunto, y mi tono evidencia mi sorpresa.
Él me sonríe.
—Heredé La Mansión de mi tío Carmichael.
—¿Falleció?
Su sonrisa desaparece.
—Sí.
Vale, ahora quiero saber más.
—¿Cuántos años tienes, Tom?
—Veintisiete —responde totalmente impasible.
Suspiro.
—¿Por qué no quieres decirme tu edad?
Él me mira con una sonrisa burlona.
—Porque temo que creas que soy demasiado viejo para ti y salgas
huyendo.
Lo miro con los ojos entornados desde el asiento del copiloto. No
puede ser tan mayor. Quiero gritarle que no voy a irme a ninguna parte.
—Vale, ¿cuántas veces voy a tener que preguntártelo hasta que
lleguemos a tu verdadera edad? —Ya lo intenté en otra ocasión y no sirvió
de nada.
Sonríe.
—Muchas.
—Yo tengo veintiséis. —Pruebo con un toma y daca mientras lo
observo detenidamente.
Me mira.
—Ya lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Por tu carnet de conducir.
—¿Además del teléfono también has cotilleado en mi bolso? —
pregunto indignada, pero él se limita a encogerse de hombros. Yo sacudo la
cabeza consternada. Es una regla no escrita. Está claro que este hombre no
tiene modales—. ¿Es que crees que eres demasiado mayor para mí? —
Después de todo lo que me ha hecho, imagino que su respuesta es negativa
pero, puesto que parece ser un problema tan grave, más me vale preguntar.
—No, en absoluto —responde con la mirada fija en la carretera—. El
único conflicto que tengo es que sea un problema para ti.
Frunzo el ceño.
—No me supone ningún problema.
Vuelve su atractivo rostro hacia mí, con esos ojos ardientes y
maravillosos.
—Entonces deja de preguntármelo.
Apoyo la cabeza en el respaldo, indignada, y me dedico a contemplar
el paisaje rural. Su edad no me importa lo más mínimo, al menos de
momento. Y no creo que haya nada que pueda hacerme cambiar de opinión
al respecto.
Me vuelvo hacia él una vez más.
—¿Y tus padres?
Al ver la línea recta en que se convierten sus labios me arrepiento
inmediatamente de haber formulado la pregunta.
—No tenemos relación —responde con tono desdeñoso.
Vuelvo a recostarme y no insisto. Su actitud despectiva despierta aún
más mi curiosidad, pero también me obliga a cerrar la bocaza.
Nos detenemos al llegar a La Mansión y Tom pulsa un botón del
salpicadero que hace que se abran las puertas. Al llegar al patio veo a John,
el grandullón, que sale de su Range Rover con su traje negro de siempre y
con sus enormes gafas de sol. Me saluda con la cabeza cuando salgo del
coche y se acerca a Tom.
—¿Cómo va, John? —le pregunta. Después, me coge de la mano y me
guía por los escalones hacia la entrada de La Mansión.
Me estremezco al recordar la última vez que estuve aquí. Salí
huyendo y pensé que jamás volvería. Pero aquí estoy. Veo que Tom
estrecha la mano al grandullón de John. Se ha transformado en el
empresario que es.
—Todo bien —responde el otro con voz grave. Nos deja pasar a Tom
y a mí primero. Después nos sigue hasta el restaurante. Me sorprende lo
tranquilo que está para ser las diez de la mañana de un sábado en un hotel.
¿No es la hora del desayuno?
Tom se detiene y me mira.
—¿Qué quieres comer? —Incluso a mí me habla con voz de
empresario.
—Cualquier cosa. —Me encojo de hombros. Me siento incómoda y
empiezo a desear haberme quedado en el sofá tapada con el edredón y con
una enorme taza de café. ¿Qué voy a hacer yo aquí mientras él trabaja?
Su expresión se suaviza.
—Pero ¿qué te apetece?
Bueno, eso es fácil.
—Salmón ahumado.
—¿Un sándwich? —pregunta, y yo asiento—. ¿Y un café?
—Por favor.
—¿Cómo sueles tomarlo?
—Capuchino, con doble de café, sin chocolate ni azúcar.
—Desayunarás en mi despacho.
Me encojo de hombros.
—Como quieras. —En cuanto pronuncio esas palabras, lo miro y veo
un brillo de satisfacción en sus ojos, acompañado de una sonrisa victoriosa
—. Ni una palabra —le advierto.
—No era una pregunta, ______. John, dame veinte minutos. Pete, ¿has
tomado nota?
—Sí, señor.
—Bien. Sírvele a ____ el desayuno en mi despacho —ordena mientras
me mira con esos ojos cafeces y abrasadores.
Me coge de la mano y me arrastra por La Mansión hasta su despacho.
Tengo que correr para ir a su paso y, en cuanto cierra la puerta, tira mi
bolso al suelo y me empotra contra ella. Ya tengo el vestido levantado
hasta la cintura.
«¡Joder!» ¿No había venido a trabajar? Hunde la cara en mi cuello y
yo lo agarro de la camiseta. Sabía que esto iba a pasar. En cuanto le he
visto los ojos he sabido lo que estaba pensando. Es la ferocidad lo que me
ha cogido por sorpresa. Empiece despacio o de prisa, el resultado es
siempre el mismo: jadeo como una loca y estoy lista para suplicar.
—Sabía que no era buena idea traerte aquí. No voy a poder trabajar.
—Su voz grave resuena contra mi garganta mientras la lame con ansia. Me
recorre ambos lados del cuerpo con las manos hasta llegar a los pechos
para amasarlos por encima del vestido.
—Si quieres me voy —exhalo—. ¡Mierda! —El abrupto movimiento
de sus caderas me indica que no debería haber dicho eso.
Aumenta la presión de su cuerpo empujándome contra la puerta y su
boca impacta contra la mía.
—Esa puta boca —me reprende entre rápidas e intensas caricias con
la lengua—. No vas a ir a ninguna parte, señorita. —Me muerde el labio—.
Nunca. ¿Estás mojada?
—Sí —jadeo mientras forcejeo con su camiseta. Me enciendo con
sólo mirarlo.
Aparta las manos de mis pechos y las desliza hacia abajo. Oigo que se
desabrocha la cremallera y entiendo de inmediato su comentario sobre la
ausencia de obstrucciones. Me aparta las bragas a un lado.
No me da tiempo a prepararme para la intensidad y la velocidad que
se aproxima. Me levanta una pierna hasta la cintura, se coloca y se hunde
en mí empotrándome contra la puerta con un bramido. Yo grito.
—No grites —me ordena.
No me da tiempo a adaptarme. Me penetra repetidas veces, con
fuerza, una y otra vez, y hace que toque el cielo de placer. Aprieto los
labios para evitar gritar y dejo caer la cabeza sobre su hombro con
delirante desesperación.
—¿La sientes, _____? —dice con los dientes apretados.
Señor, dame fuerzas, creo que voy a desmayarme. Me está follando
con urgencia, como si estuviera loco, arremetiendo y jadeando a gran
velocidad.
—¡Contesta a la pregunta! —grita. ¿Por qué él sí que puede gritar?
—¡Sí! ¡La siento!
Continúa aporreándome más y más hasta que estoy a punto de perder
la cabeza de desesperación. Me queda poco para estallar, y la pierna sobre
la que me apoyaba ha dejado de tocar el suelo con el ímpetu de los
embates.
—¿Te gusta?
—¡Joder, sí! —grito con todo el aire de mis pulmones, y Tom me
toma la boca con ansia.
—Te he dicho que no grites. —Me muerde el labio, y la presión me
resulta casi dolorosa.
El ardor que se apodera de mi sexo crepita y estalla, me sume en un
éxtasis febril y alcanzo el clímax con un sonoro alarido. Su boca atrapa mis
gritos y yo pierdo la razón.
Me agito de manera incontrolable contra él, pero él continúa, grita con
su propia explosión y siento que su erección se agita y se derrama dentro
de mí.
Joder, ha sido intenso e increíblemente rápido. La cabeza me da mil
vueltas. No puedo creer lo que hace conmigo este hombre. Es un puñetero
genio. ¡Y en su despacho!
—Creo que voy a traerte al trabajo todos los días —suspira en mi
cuello mientras sale de mí lentamente y me deja resbalar por la puerta—.
¿Estás bien?
—No me sueltes —resuello en su hombro. Soy incapaz de mantener el
equilibrio.
Se echa a reír y me rodea la cintura con el brazo para enderezarme.
Me aparto el pelo de la cara de un soplido y sus magníficos ojos aparecen
en mi campo de visión.
Sonrío.
—Hola.
—Ha vuelto. —Pega los labios a los míos, me levanta y me lleva
hasta el sofá. Me deja junto a él, se guarda el miembro en los pantalones y
se abrocha la cremallera.
Mientras recoge mi bolso del suelo, me coloco bien el vestido y me
derrumbo sobre el sofá con una sonrisa en la boca. Su capacidad para pasar
de ser salvaje y dominante a tierno y atento me tiene hecha un lío. Pero
adoro ambas personalidades. Es demasiado bueno para ser verdad.
Se acerca, se sienta a mi lado y me cobija bajo su brazo.
—He pensado que podrías acercarte a la nueva ala y empezar a
esbozar algunas ideas.
—¿De verdad quieres que me encargue del diseño? —Mi voz suena
confundida. No me importa, porque lo estoy. Pero es que pensaba que lo
del diseño no era más que un cebo para llevarme a la cama.
—Pues claro que sí.
—Creía que sólo me querías por mi cuerpo —bromeo, y él me
retuerce un pezón en represalia.
—Te quiero por muchas cosas, además de por tu cuerpo, señorita.
¿En serio? ¿Por qué más?
—Es domingo —digo, y me aparto de su abrazo—. No trabajo los
domingos. Y, además, no tengo aquí mi equipo de trabajo.
Arruga la frente, me agarra y me sienta sobre su regazo refunfuñando.
—¿Papel y lápiz? —dice, y me mordisquea juguetonamente la oreja
—. Podemos proporcionártelo, pero te lo descontaré de tus honorarios.
Lo cierto es que sí, unas hojas de papel y un lápiz me bastan de
momento, pero es domingo. Se me ocurren mil cosas que podría estar
haciendo y que preferiría hacer. Además, no es necesario que me desplace
a la nueva ala para empezar a plasmar ideas.
Pero entonces pienso que a lo mejor quiere que me vaya de su
despacho. Ya ha conseguido lo que quería y ahora le molesto. Y ni siquiera
puedo coger mi coche y largarme. Llaman a la puerta y me bajo de su
regazo.—Adelante —ordena mientras me observa con una mirada inquisitiva
que decido obviar.
El tío de pelo cano del restaurante entra con una bandeja y la deja
sobre la mesita.
—Gracias, Pete —dice Tom sin apartar la mirada de mí.
—Señor. —Inclina la cabeza ante él y me sonríe amigablemente antes
de marcharse.
—¿Me das unas hojas de papel? —pregunto mientras cojo la bandeja
y me cuelgo el bolso al hombro.
—¿No vas a desayunar? —Se pone de pie con el ceño todavía
fruncido.
—Me lo tomaré arriba. —«No quiero molestarte.»
—Ah, de acuerdo. —Se acerca a su mesa.
Hago todo lo posible por ignorar ese culo perfecto que se esconde bajo
el pantalón vaquero cuando se agacha y abre un cajón para sacar un bloc de
dibujo y un estuche de lápices de colores. ¿Para qué tiene eso? No es algo
que uno tenga porque sí. Se acerca y me los entrega. Yo los cojo, los meto
debajo de la bandeja y me dirijo hacia la puerta.
—Oye, ¿no se te olvida algo?
Me vuelvo y veo que su mirada curiosa se ha transformado en asesina.
—¿El qué? —pregunto. Sé a qué se refiere, pero no estoy de humor
para alimentar su ego.
—Mueve el culo hasta aquí —dice reforzando la orden con un
movimiento de cabeza.
Dejo caer los hombros ligeramente. Acabaremos antes si le doy lo que
quiere y desaparezco de su vista. Llego hasta él y me esfuerzo al máximo
por no poner buena cara, aunque fracaso estrepitosamente.
—Dame un beso —ordena con las manos en los bolsillos. Me pongo de puntillas, acerco los labios a los suyos y me aseguro de que no sea un
simple pico. Él no responde—. Bésame de verdad, ______.
Mi tibio intento por satisfacerlo no ha colado. Suspiro. Tengo una
bandeja en las manos, el bolso colgado del hombro y un cuaderno y un
lápiz debajo de la bandeja. Esto no está siendo fácil, sobre todo porque él
no colabora. Dejo la bandeja y el material de dibujo sobre la mesa, hundo
las manos en su pelo y acerco su rostro al mío. No tarda ni un nanosegundo
en reaccionar. Cuando nuestros labios se encuentran, me toma por
completo. Me rodea la cintura con los brazos y se inclina ligeramente para
compensar la diferencia de altura. No quiero disfrutarlo, pero lo hago, y
demasiado.
—Mucho mejor —dice pegado a mi boca—. No me niegues nunca lo
que te pido, ______. —Me suelta y me deja ligeramente mareada y
desorientada. Alguien llama a la puerta—. Vete —ordena señalando a la
puerta con la cabeza.
Recojo mis cosas y me marcho sin mediar palabra. Me ha cabreado.
Estoy pisando un terreno muy peligroso, y lo sé. Este hombre tiene la
palabra «rompecorazones» escrita por todo el cuerpo.
Abro la puerta del despacho y me encuentro al grandullón de John
esperándome. Me saluda con la cabeza y se coloca detrás de mí para
escoltarme hasta el piso de arriba.
—Conozco el camino, John —le digo. No es necesario que me
acompañe hasta allí.
—Tranquila, mujer —truena, y continúa avanzando con pasos largos.
Me sigue por la escalera.
Cuando llegamos a la vidriera que hay en la parte baja del tramo que
lleva a la tercera planta, me paro a observar la amplia escalera. En la parte
de arriba hay unas puertas de madera con unos preciosos símbolos
circulares grabados en ellas. Están cerradas e intimidan bastante.
¿Qué habrá ahí arriba? Podría ser un salón de actos. Una puerta que se
abre desvía mi atención de las inmensas e imponentes hojas de madera.
Miro hacia el descansillo y veo a un hombre que sale de una habitación
subiéndose la cremallera. Alza la vista y me pilla contemplándolo. Me
pongo como un tomate y miro a John, que observa al tipo y sacude la
cabeza de manera amenazadora. El hombre parece un tanto atemorizado, y
yo acelero por el pasillo que da a la ampliación para escapar de esa
situación tan incómoda. A John no parece afectarle. Nunca entenderé por
qué los hombres creen que es aceptable salir de los aseos y de las
habitaciones de los hoteles sin haber acabado de vestirse.
Entro en la última habitación. No hay muebles, así que me siento en el
suelo y me apoyo contra la pared.
John asoma la cabeza por la puerta.
—Llama a Tom si necesitas algo —gruñe.
—Iré directamente.
—No, llámalo —insiste, y cierra la puerta.
Vale, y si necesito ir al baño ¿también tengo que llamar a Tom?
Debería haberme quedado en casa.
Miro en torno a mí hacia la enorme habitación vacía y empiezo a dar
bocados al sándwich de salmón. Aunque me cueste admitirlo, está
delicioso. Intento recordar las especificaciones. ¿Qué dijo? Ah, sí, que
tenía que ser sensual, estimulante y reconstituyente. No es lo que suelen
pedirme, pero me las apañaré. Cojo el bloc, saco un lápiz del estuche y
empiezo a dibujar camas grandes y lujosas y suntuosas cortinas para las
ventanas. Concentrarme en el boceto es la mejor manera de que olvide de
las preocupaciones que asedian últimamente mi pobre mente.
Unas horas después, tengo el culo dormido y un diseño de una
habitación maravillosa. Deslizo el lápiz sobre el papel, y aplico sombras y
retoques por aquí y por allá. Ha quedado muy sensual. Dijo que era
fundamental que hubiese una cama grande, y el enorme lecho con dosel
que he colocado en medio de la habitación transpira lujuria y sensualidad.
Analizo el dibujo y me sonrojo ante mi propio trabajo. Joder, es casi
erótico. ¿De dónde ha salido esto? Tal vez me haya influido todo el
magnífico sexo que he practicado últimamente. La cama que domina la
habitación es una réplica de una que vi en una tienda de artículos de
segunda mano hace unos meses. Tiene unos postes gruesos de madera y un
dosel reticular, y quedará fantástica con unas cortinas de seda dorada. No
sé cómo decorar las paredes porque Tom sólo dijo que quería elementos
decorativos grandes y de madera, probablemente algo parecido a lo que
había en la suite en la que me acorraló.
La puerta se abre e interrumpe el hilo de mis pensamientos. Me
encuentro con la cara de fastidio de Sarah en el umbral. Refunfuño para
mis adentros. Esta mujer está en todas partes... en cualquier parte donde
esté Tom.
—______, qué agradable sorpresa.
«¡Mentira!»
Cierra la puerta suavemente a sus espaldas y se dirige al centro de la
habitación. Mi maldad me hace desear que tropiece con esos ridículos
tacones. No me gusta nada esta mujer. Saca la zorra interior que hay en mí
más que ninguna otra persona que haya conocido.
—Sarah. Yo también me alegro de verte. —Me agarro un mechón de
pelo y empiezo a juguetear con él mientras me planteo los motivos de su
visita. Me mira mientras sigo sentada en el suelo y veo que hoy tiene los
labios rojos superhinchados. Sin duda acaba de hacerse algunos retoques.
Mi posición, sentada en el suelo, en contraste con la suya, hace que me
sienta inferior a ella. Me levantaría si no tuviera el culo tan dormido y
supiese que no voy a caerme de nuevo al hacerlo.
—Trabajando un domingo —comenta mientras observa la habitación
vacía—. ¿Reciben todos tus clientes el mismo trato especial que le das a
Tom?
¡Menuda zorra! De repente sus motivos están muy claros.
—No —sonrío—. Sólo Tom.
Mis malos pensamientos hacia ella están más que justificados. No
sólo no le caigo bien, sino que me detesta con todas sus fuerzas. Puede que
incluso llegue a odiarme. ¿Por qué?
—Es un poco mayor para ti, ¿no te parece? —Cruza los brazos por
debajo de su generoso pecho y llego a la conclusión de que también se lo
ha operado.
No quiero que sepa que no sé la edad de Tom. Seguro que ella sí la
sabe. Y ese hecho me cabrea sobremanera.
—A mí no me lo parece —respondo con dulzura. Quiero levantarme
del suelo para que esta barbie recauchutada deje de mirarme como si fuera
superior a mí. ¿A ella qué le importa?
Su cara hinchada refleja la poca gracia que le hace mi presencia y eso,
por extraño que parezca, hace que yo también me sienta incómoda por
estar aquí. Debería haberme quedado en casa. No tengo por qué aguantar
esto.
—Bueno, ¿y qué tiene mi Tom para hacer que renuncies a tu tiempo
libre para trabajar?
«¿Mi Tom?»
—No creo que eso sea asunto tuyo.
—Tal vez. ¿Es por su dinero? —dice al tiempo que enarca una ceja
que ya estaba ridículamente levantada. ¡Bótox!
—No me interesa la riqueza de Tom —respondo tajantemente. ¡Estoy
enamorada de él!
—No, claro que no. —Se acerca a la ventana, con aire relajado y
arrogante, y se vuelve hacia mí de nuevo, con una cara igual de fría que su
voz—. Te lo advierto, _____. Tom no es la clase de hombre con el que una
deba plantearse un futuro.
La miro directamente a los ojos e intento imitar su expresión y su
tono gélido. No es difícil, siempre me sale de manera natural con esta
mujer tan desagradable.
—Gracias por la advertencia, pero creo que soy lo bastante mayorcita
para saber lo que me hago. —El corazón se me hunde hasta el estómago.
Ella se echa a reír con condescendencia. Es una risa de lástima que
hace que me sienta fatal.
—Pequeña, sal de tu cuento de hadas y abre los o...
De repente, la puerta se abre y Tom entra a toda prisa. Me ve a mí
tirada en el suelo y a Sarah junto a la ventana.
—¿Todo bien? —le pregunta a Sarah.
Yo me cabreo. ¿Por qué coño le pregunta a ella? Ella está
perfectamente ahí de pie lanzándome sus advertencias. Es a mí, que estoy
aquí sentada con el culo dormido, a la que debería preguntarle. Me quedo
todavía más estupefacta cuando ella le regala una ridícula sonrisa falsa y se
acerca a él, toda tiesa y sacando pecho.
—Sí, cariño. _____ y yo sólo estábamos hablando sobre las habitaciones
nuevas. Tiene unas ideas fantásticas —dice, y le frota el hombro.
Quiero arrancarle las uñas postizas de los dedos. ¡Menuda perra
mentirosa! Espero que él no se lo trague. Pero la sonrisa de satisfacción
con la que le responde antes de volverse hacia mí me indica que sí lo ha
hecho. ¿Está ciego o qué le pasa?
—Es muy buena —dice con orgullo. Está haciendo que me sienta
como si fuera una puta cría.
—Sí, tiene mucho talento —ronronea Sarah sonriéndome con malicia
—. Os dejo. —Se pone de puntillas y lo besa en la mejilla mientras yo ardo
de rabia—. _____, ha sido un placer volver a verte.
Reúno la educación suficiente para sonreír a esa bestia.
—Lo mismo digo, Sarah.
Espero que note mi tono falso. No había sido menos sincero en mi
vida. Se marcha de la habitación y me deja a solas con Tom. ¿Qué hago
aquí y qué papel desempeña esa mujer en la vida de Tom? Ha estado aquí
todas las veces que he venido. Y también estaba en la inauguración del
Lusso. ¿Conseguiré librarme alguna vez de esa víbora? Quiere que
desaparezca, y sólo puede haber una razón: quiere a Tom. Me duele el
corazón sólo de imaginármelo con otra persona y me entran ganas de matar
a alguien. Nunca he sido celosa, ni insegura, ni dependiente. Pero siento
que todos estos nuevos sentimientos afloran en mí y se apoderan de todo
mi ser. Ha dicho que Tom no es la clase de hombre con el que una deba
soñar. Y creo que eso ya lo sé yo.
—A ver qué has hecho, señorita. —Se sienta a mi lado y me coge el
bloc—. ¡Vaya! Me encanta esa cama.
—A mí también —admito con hosquedad. El entusiasmo que sentía
por mi idea se ha esfumado.
—¿Qué es todo esto? —dice señalando el dosel.
—Es un diseño reticular. Todas las vigas de madera se superponen y
crean ese efecto.
—¿Y se pueden colgar cosas de él? —pregunta con curiosidad.
—Sí, como telas o luces —respondo, y me encojo de hombros.
Abre la boca fascinado al captar el concepto.
—¿En qué colores habías pensado?
—Negro y dorado.
—Me encanta. —Pasa la mano por el dibujo—. ¿Cuándo podemos
empezar?
¿Eh?
—Esto es sólo un boceto. Tengo que considerar varias ideas, hacer
dibujos a escala, planes de iluminación y esas cosas. —No sé si voy a
poder hacer todo eso. He entrado en un profundo estado de depresión
después de que me haya echado de su despacho y de las advertencias de
Sarah. Tengo que replantearme muy en serio qué hago aquí—. ¿Te
importaría llevarme a casa?
Levanta la mirada bruscamente con los ojos cargados de
preocupación.
—¿Estás bien?
Levanto el culo dormido del suelo y reúno las pocas fuerzas que tengo
para fingir una sonrisa tan falsa como la de Sarah.
—Sí. Es que tengo que preparar unas cosas para mañana —digo
mientras me aliso el vestido.
—¿No has dicho que no trabajabas los fines de semana?
—No es trabajo propiamente dicho.
—Ah. —Me mira con una medio sonrisa y me entran ganas de llorar.
«Llévame a mi casa para que pueda pensar sin que estés delante
distrayéndome con esa cara y ese cuerpo tan hermosos.»
—Está bien. —Se levanta también del suelo y me devuelve el bloc—.
¿Estás segura? —insiste.
Yo mantengo mi sonrisa falsa.
—Estoy bien, ¿por qué no iba a estarlo? —Me esfuerzo por mantener
la mano abajo al ver que la levanto de manera involuntaria para llevármela
al pelo.
Me mira con recelo.
—Vamos, entonces. —Coge mi bolso y me agarra de la mano.
—La bandeja.
—Ya la recogerá Pete —dice, y me conduce fuera de la habitación y
hacia el piso inferior.
Me gustaría soltarle la mano, pero no quiero darle motivos para que
piense que no estoy bien. Es difícil, porque no lo estoy en absoluto. Cuanto
más lo toco, más me encariño con él.
Cuando llegamos al vestíbulo, Tom echa un vistazo a su alrededor;
parece agitado.
—Espérame aquí, voy a por las llaves y el móvil. Bueno, ve hacia el
coche. Está abierto.
Frunzo el ceño cuando me acompaña hasta la puerta y se marcha
corriendo en dirección a su despacho.
Bajo los escalones de La Mansión y recorro el suelo de gravilla de
camino al DBS. Antes de llegar al coche, oigo las carcajadas de cierta
bestia de morros hinchados y lengua viperina. Me pongo tensa de los pies a
la cabeza, me vuelvo y la veo de pie en lo alto de los escalones junto a
Tom. —Vale, cariño. Luego nos vemos. —Y vuelve a besarlo en la mejilla.
Me entran arcadas—. ¡Espero volver a verte, _____! —grita.
Su mirada gélida me fulmina. Tom se acerca, me devuelve el bolso y
me coge de la mano de nuevo. Me siento en el coche y, en cuanto el motor
arranca, Creep, de Radiohead, me inunda los oídos. Yo sonrío para mis
adentros. Eso, como dice la canción, ¿qué coño hago aquí? Es una buena
pregunta.

CAPITULO 22.-
Me despido de Tom con un beso casto y lo dejo con una expresión de
inquietud en su maravilloso rostro.
—Te llamaré —digo con tono de indiferencia, y salgo de su coche.
Tengo prisa por marcharme. Cierro la portezuela del vehículo y me
apresuro a recorrer el camino hasta casa de Kate. No me vuelvo. Cierro la
puerta rápidamente al entrar y me dejo caer contra ella.
—¡Hola! —Kate aparece en lo alto de la escalera envuelta en una
toalla—. ¿Estás bien?
Ya no puedo seguir fingiendo.
—No —admito. No estoy bien para nada.
Ella me mira con una mezcla de confusión y compasión.
—¿Quieres un té?
Asiento y me despego de la puerta.
—Por favor, no seas demasiado amable conmigo —le advierto.
Las lágrimas amenazan con brotar, pero estoy decidida a controlarlas.
Sabía que esto iba a pasar. No creía que tan pronto, pero este
desagradable dolor de corazón era algo inevitable. Ella sonríe con
complicidad y me indica con la cabeza que la siga. Me arrastro hasta el
piso de arriba y la encuentro en la cocina preparando el té.
Me dejo caer en una de las sillas dispares.
—¿Se ha ido Georg?
Se echa tres cucharadas de azúcar en su taza y, aunque me da la
espalda, sé que está sonriendo.
—Sí —responde con demasiada naturalidad.
—¿Qué tal la noche?
Se vuelve, entrecierra los ojos azules y sonríe ampliamente.
—¡Ese tío es una bestia!
Yo resoplo ante su descripción de Georg Sé de otro que también encaja
en esa definición.
—¿Bien, entonces?
Vierte agua hirviendo en las tazas y añade leche.
—No está mal. —Se encoge de hombros—. Pero basta de hablar de
mí. ¿Por qué te has ido esta mañana con aspecto de haber tenido una noche
similar a la mía y vuelves unas horas después como si te hubieran pegado
una paliza? —Se sienta y me pasa mi té.
Suspiro.
—No voy a volver a verlo.
—¿Por qué? —grita.
Su rostro pálido refleja estupefacción. ¿Por qué le sorprende tanto mi
decisión?
—Porque sé que voy a salir escaldada de esto, Kate. Tom no es bueno
para mí.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta con incredulidad.
Muy sencillo.
—Es un hombre de negocios, maduro, rico a más no poder y muy
seguro de sí mismo. No soy más que un juguete para él. Se aburrirá, me
tirará a la basura y se buscará a otra. —Resoplo con sarcasmo—. Y
créeme... no faltarán mujeres que se le echen a los pies. He visto las
pasiones que despierta. Las he experimentado. Es increíblemente salvaje
en la cama, y tremendamente bueno, lo que significa que tiene a sus
espaldas un buen número de conquistas sexuales. —Respiro hondo
mientras Kate me mira con la boca abierta—. Es un imán para las mujeres,
y es probable que un mujeriego. Ya he tenido que soportar la reacción de
Sarah. —Me dejo caer en la silla y cojo mi taza de té.
—¿Quién es Sarah?
—Una amiga, la que confundí con su novia. No me tiene ningún
aprecio, y me lo ha dejado bien claro.
—¿En serio piensas saltar del barco sólo por unas cuantas palabras
resentidas de una zorra despechada? ¡Mándala a la mierda!
—No, no es sólo eso, aunque no me apetece nada que me clave las
garras en la espalda.
Pone los ojos en blanco.
—Querida amiga, ¡estás cegata!
—No, no lo estoy. Soy sensata —me defiendo—. Y tú no eres
imparcial —le espeto. Ha dejado muy claro que le gusta Tom para mí,
pero lo cierto es que no sé por qué es así—. ¿Por qué te gusta tanto?
—No lo sé. —Se encoge de hombros—. Porque tiene algo.
—Sí, que es peligroso.
—No, es por cómo te mira, como si fueras el centro de su universo o
algo así.
—¡No seas idiota! Soy el centro de su vida sexual —la corrijo, y de
repente pienso en el hecho de que probablemente no sea más que una de
tantas mujeres a las que sólo les hace pasar un buen rato. La idea me
resulta dolorosa, y es una razón más para alejarme mientras todavía siga
medio intacta. ¿A quién quiero engañar? Ya estoy destrozada, pero, cuanto
más tiempo deje que continúe esto, peor será.
—____, vives negándote a admitir la realidad —me reprocha sin mala
intención.
—No me niego a admitir nada.
—Claro que sí —dice con firmeza—. Te has enamorado de él. Y salta
a la vista el porqué.
—No me niego a admitir nada —repito. No sé de qué otra manera
responder a eso. ¿Tanto se nota? Claro que lo hago. Puede que así el dolor
sea más fácil de soportar—. Voy a echarme un rato. —Aparto la silla de la
mesa y ésta chirría contra el suelo de madera. El sonido agudo me obliga a
hacer una mueca. La resaca ha vuelto a apoderarse de mí.
—Vale —suspira Kate.
La dejo en la cocina y me retiro al santuario de mi habitación. Me
dejo caer sobre la cama y me tapo la cabeza con la almohada. Detesto
admitirlo, pero esa zorra de morros gordos tiene razón. No debo
plantearme un futuro con Tom Kaulitz. Y ese pensamiento me rasga el
corazón como si de un cuchillo se tratase.

Llego a la oficina para enfrentarme a una nueva semana. Me siento de
todo menos bien. No he dormido nada, y sé perfectamente por qué.
—Buenos días, flor —me saluda Patrick desde su despacho. Parece
que está mucho mejor.
—Hola. —Intento sonar alegre, pero fracaso estrepitosamente. No
puedo ni reunir las fuerzas necesarias para fingir un poco de ánimo. Tiro el
bolso bajo la mesa, me siento y enciendo el ordenador.
Al cabo de cinco segundos, mi escritorio empieza a protestar cuando
Patrick lo usa de banco, como de costumbre. Tiene mucho mejor aspecto
que el otro día.
—¿Cómo van las cosas con Van Der Haus? —pregunta. Patrick tiene
especial interés en ese proyecto.
Meto la mano bajo la mesa y saco la cajita de muestras de telas que
dejé ahí el viernes.
—Esto llegó el viernes —digo, y coloco unas cuantas sobre el
escritorio—. Me ha mandado por correo electrónico las especificaciones y
ya me había enviado los planos.
Patrick echa un vistazo a las telas. Todas tienen tonos neutros de beige
y crema, algunas tienen textura y otras no.
—Son un poco aburridas, ¿no? —protesta con un dejo de
desaprobación.
—A mí no me lo parece —repongo, y saco una preciosa muestra con
rayas gruesas—. Mira ésta.
La mira con desdén.
—No me gusta.
—No tiene por qué gustarte a ti —le recuerdo. Él no se va a comprar
un apartamento pijo en la Torre Vida—. Van Der Haus vuelve hoy de
Dinamarca. Dijo que me llamaría para enseñarme el edificio. Y ahora voy
a trabajar, si no te importa.
Patrick se pone de pie y yo adopto mi típico gesto de dolor cuando
oigo crujir la mesa.
—Claro, continúa. —Me mira con recelo—. Tal vez no sea asunto
mío, pero no pareces tú misma. ¿Te ocurre algo?
—No, estoy bien, de verdad —miento.
—¿Seguro?
«¡No!»
—Que sí, Patrick —digo, pero no consigo transmitir seguridad.
Mi teléfono empieza a brincar por el escritorio y Black and Gold, de
Sam Sparro, inunda la oficina. Arrugo la frente y, al cogerlo, veo el
nombre de Tom parpadeando en la pantalla. Ha vuelto a manipular mi
teléfono. Mi corazón se acelera, y no de una forma agradable. No puedo
hablar con él.
—Te dejo para que contestes, flor. ¡Y arriba ese ánimo, guapa! ¡Es
una orden!
Patrick se marcha y yo silencio la llamada, pero, en cuanto se
interrumpe, vuelve a sonar otra vez. La silencio de nuevo, dejo el móvil en
la mesa y me pongo a trabajar. Abro el correo de Mikael. Es breve, pero
contiene la suficiente información como para que empiece a elaborar mis
diseños.
Quince minutos después, el teléfono aún sigue sonando, y yo estoy
empezando a hartarme de la musiquita y de alargar la mano para silenciar
el maldito aparato. Qué ilusa he sido al pensar que me lo pondría fácil. La
alerta de mensaje de texto empieza a vibrar, pero en lugar de eliminarlo
directamente —que habría sido lo más sensato— lo leo.
¡COGE EL TELÉFONO!
Ya estamos. Sam Sparro empieza a entonar de nuevo su canción y yo
vuelvo a darle a silenciar. A este paso no voy a conseguir hacer nada hoy.
Al momento, llega otro mensaje.
____, dime algo, por favor. ¿Qué he hecho?
Meto el móvil en el primer cajón de mi mesa e intento olvidarme de
él. ¿Que qué ha hecho? En realidad nada, pero estoy segura de que lo hará
si le doy la oportunidad. ¿O no? Ay, no lo sé. Pero mi instinto me dice que
me aleje de él.
—Sal, si alguien me llama a la oficina dile que me llame al móvil, ¿de
acuerdo? —Sé que probablemente ése será su próximo movimiento.
—De acuerdo, _____.
Empiezo a recoger unas cuantas ideas y a elaborar bocetos para
Mikael. Todavía no he visto los apartamentos, pero sé más o menos lo que
quiero hacer y, para mi sorpresa, estoy bastante emocionada.

A la hora de comer me acerco un momento al indio para comprar un
sándwich y me lo como en la oficina.
Sally me informa de que me ha llamado un hombre mientras estaba
fuera, pero no ha dejado ningún mensaje. Claro, ya sé quién ha sido, pero
estoy teniendo un día muy productivo y no pienso dejar que interrumpa mi
ritmo, así que ignoro su persistencia. Victoria y Ken estarán fuera de la
oficina todo el día visitando a clientes. Sin los dramas de la una ni las
historias sórdidas del otro puedo trabajar sin distracciones, así que no voy
a permitir que Tom se convierta en una.
Sigo haciendo caso omiso del teléfono, menos cuando Mikael llama
para fijar una reunión para mañana. Finalmente estará en Dinamarca toda
la semana, así que me reuniré con su asistente personal en la Torre Vida a
las nueve de la mañana. Cuando dan las seis en punto, estoy satisfecha con
la productiva jornada que he tenido y feliz de haberme puesto las pilas. Se
me ha pasado el día volando.
Entro por la puerta casi a rastras y me encuentro la casa vacía. Estoy
totalmente destrozada. Todavía siento los efectos del sábado por la noche,
y de todo lo que pasó con Tom ayer. Odio las resacas. Suelen durarme más
de lo normal. Esta noche no me tomaré la copa de vino de los lunes por la
noche. Me voy a mi cuarto y me desnudo para ducharme. El teléfono vuelve a
sonar y alzo la vista al cielo para rogar que me dé fuerzas. No me lo va a
poner nada fácil. Lo sé. Pero entonces me doy cuenta de que no suena
Black and Gold. He estado soportando la dichosa canción todo el puñetero
día y he silenciado el teléfono cada vez que sonaba. Me sorprendo
gratamente cuando veo «Mamá móvil» parpadeando en la pantalla.
La escucho durante veinte minutos mientras me narra el itinerario
completo del viaje de Dan desde Australia hasta Heathrow. Resumiendo:
llegará el próximo lunes por la mañana, pasará la semana en Newquay y
volverá a Londres el sábado. Tras comprobar que todo va bien por
Newquay, me dirijo a la ducha. Sam Sparro empieza a sonar de nuevo y yo
silencio el teléfono... otra vez. Si no lo oigo, no tendré la tentación de
contestar.
Después de ducharme, me desplomo en la cama y me quedo dormida
en cuanto toco la almohada.
—¡Despierta, dormilona! —La voz aguda de Kate me perfora los
tímpanos. Me doy la vuelta y miro el reloj.
Presa del pánico, salto de la cama e intento serenarme un poco. ¡Son
las ocho en punto! He dormido trece horas. Joder, creo que lo necesitaba.
—¿Por qué no me has despertado? —grito mientras me apresuro de
camino a la ducha por el descansillo. Tengo que estar en la Torre Vida
dentro de una hora para reunirme con la asistente personal de Mikael.
—Yo también me he dormido —responde Kate, alegre y pizpireta.
¿Por qué está tan contenta? No tardo en descubrirlo cuando me topo con el
cuerpo medio desnudo de Georg saliendo del baño.
—¡Cuidado, mujer! —dice riendo, y me frena con las manos.
Aparto la vista de su magnífico físico.
—¡Perdón! —digo totalmente avergonzada. ¿Le gusta pasearse
semidesnudo por apartamentos de mujeres?
Su sonrisa contagiosa revela su bonito hoyuelo mientras se aparta y
me hace una reverencia.
—Todo tuyo.
Entro corriendo y cierro la puerta para ocultar mi rubor, pero no tengo
tiempo de mortificarme con mi vergüenza. Me meto en la ducha, me lavo
el pelo, corro por el descansillo enrollada en la toalla hasta la seguridad de
mi dormitorio y me visto a toda prisa. Me alegro de haber arreglado la
habitación. Ahora encuentro todo lo que necesito a la primera. Me pongo el
vestido rosa palo y unos zapatos de color carne, me seco el pelo a toda
prisa y me lo recojo. Me doy un toque de polvos, colorete y máscara de
pestañas y ya estoy lista. No me había arreglado tan rápido en la vida.
Desconecto el teléfono del cargador y borro las cuarenta y dos
llamadas perdidas de Tom antes de meterlo en el bolso. Vuelo hacia la
cocina. Georg y Kate están sentados a la mesa. ¿Es que hoy no trabaja nadie?
Georg alza la vista de su cuenco de cereales y sonríe.
—¿Has visto a Tom? —pregunta.
Me paro en seco y lo miro. Aún me está sonriendo.
—No, ¿por qué me lo preguntas?
—¿Has estado en tu leonera toda la noche? —pregunta Kate
totalmente confundida.
—Sí, llegué de trabajar sobre las seis y media y me fui directa a la
cama. Y ya no es una leonera —la corrijo con orgullo—. ¿Por qué?
Kate mira a Georg, Georg mira a Kate y luego ambos me miran a mí. Los
dos parecen confundidos y un poco preocupados.
—¿No lo has visto ni has hablado con él? —pregunta Georg con la
cuchara a medio camino del cuenco y su boca.
—¡No! —contesto con tono de impaciencia. Pero ¿qué coño les pasa?
No pienso volver a verlo ni a hablar con él en toda mi vida—. No estoy
atada a su cintura —les espeto fríamente.
—Es que anoche me llamó cinco veces preguntando por ti —explica
Kate.
—¡A mí diez! —interviene Georg
Kate parece muy alarmada.
—Llegamos sobre las ocho y media y dimos por hecho que todavía
estarías trabajando. Estaba muy nervioso, _____. Intentamos llamarte.
No tengo tiempo para estas tonterías. ¿Qué se cree que me ha pasado?
Ese tío es un neurótico, y lo que yo haga con mi vida no es asunto suyo.
—Tenía el teléfono en silencio. Pero bueno, como veis, estoy vivita y
coleando, así que si vuelve a llamar, decidle eso —resoplo—. Me voy, que
llego tarde. —Doy media vuelta para salir de la cocina.
—Como dejó de llamar supuse que estabas con él —añade Kate
cuando ya me marcho.
—¡Pues ya ves que no! —grito mientras bajo por la escalera.

Llego a la Torre Vida con el tiempo justo y algo aturullada. Me
encuentro con una mujer menuda y rubia en el vestíbulo. Es de mediana
edad y parece un duendecillo, tiene unas facciones muy afiladas y el pelo
corto. El traje negro no pega con la palidez de su piel.
—Usted debe de ser la señorita O’Shea —dice al tenderme una mano
macilenta—. Soy Ingrid. Mikael le dijo que vendría yo, ¿verdad? —Tiene
un acento muy danés.
—Ingrid, llámame _____, por favor. —Le acepto la mano y se la
estrecho suavemente. Parece muy frágil.
—Claro, _____. —Sonríe y asiente.
—Mikael me llamó ayer y me dijo que tenía que quedarse unos días
más en Dinamarca.
—Sí, así es. Yo te enseñaré el edificio. Aún no han terminado las
obras, así que será mejor que te pongas esto. —Me entrega un casco duro y
amarillo y un chaleco de alta visibilidad.
Me pongo el equipo de seguridad y empiezo a pensar en el aspecto
que debo de tener con mi vestidito rosa y con esto puesto. Por un momento
temo que me haga ponerme también unas botas de punta de acero, pero
cuando la veo pulsar el botón del ascensor mis preocupaciones
desaparecen.
—Empezaremos por el ático. La disposición es muy parecida a la del
Lusso. —Llega el ascensor y subimos en él—. Imagino que conoces ese
edificio. —Sonríe y revela una boca llena de dientes perfectos.
Me cae bien.
—Sí, lo conozco. —Le devuelvo la sonrisa amistosa. «¡Mejor de lo
que crees!» Me obligo a bloquear esos pensamientos de inmediato. «No
debo pensar en él. No debo pensar en él», me repito una y otra vez mientras
nos dirigimos al ático e Ingrid me explica las pequeñas diferencias entre el
Lusso y la Torre Vida. No hay muchas.
El ascensor llega directamente al interior del ático. Ésa es una de las
diferencias. En el Lusso hay un pequeño vestíbulo. El aparcamiento
subterráneo es la otra.
—Ya hemos llegado. Tú primero, _____.
Sigo la dirección que me indica y entro en un espacio enorme que me
resulta familiar. El tamaño de este ático debe de ser idéntico al del Lusso.
Al estar vacío parece más grande, pero recuerdo que con el otro edificio
me pasó lo mismo.
—Como ves hemos usado madera de roble. Todas las ventanas y las
puertas están fabricadas a medida con madera sostenible. Seguro que
Mikael ya te lo ha comentado en las especificaciones que te mandó. —La
miro. Debe de haber captado mi expresión de no saber de qué me habla,
porque se echa a reír y sacude la cabeza—. ¿No te lo mencionó en su
correo electrónico?
—No —contesto, y rezo por haberlo leído entero y bien.
—Discúlpalo. Anda un poco despistado con lo del divorcio.
¿Divorcio? Vaya, ¿es eso lo que lo retiene en Dinamarca? Me parece
algo inapropiado que me revele algo tan privado de la vida de Mikael.
Todo el mundo parece demasiado abierto y sincero últimamente. ¿O acaso
me estoy mostrando yo excesivamente cerrada y recelosa?
—Lo tendré en cuenta —sonrío.
Durante las horas siguientes, Ingrid me enseña todo el edificio. Yo
hago fotografías de los espacios y voy tomando notas. La Torre Vida posee
los mismos lujos que el Lusso ofrece a sus residentes: un gimnasio
pomposo, conserje las veinticuatro horas y lo último en sistemas de
seguridad. La lista continúa. Mikael y su socio saben cómo crear viviendas
de lujo y modernas. Las vistas de Holland Park y de la ciudad son
increíbles.
Regresamos al vestíbulo principal.
—Gracias por la visita, Ingrid. —Me quito el casco y el chaleco.
—Ha sido un placer, _____. ¿Tienes todo lo que necesitas?
—Sí. Esperaré noticias de Mikael.
—Dijo que te llamaría el lunes —comenta, y me estrecha la mano.
Nos despedimos y me marcho de la Torre Vida rumbo a la oficina. Por
el camino llamo a mi médico de cabecera. Necesito que me recete más
píldoras. No tengo ni idea de dónde las he metido. Me dan cita para las
cuatro en punto de hoy mismo, lo cual es un alivio. No es que espere tener
muchas relaciones sexuales en los próximos días. Ya he disfrutado de
bastantes para una buena temporada.
—Buenas —saludo a Ken y a Victoria al entrar en la oficina.
Ken frunce el ceño y mira la hora.
—¡Ups! Llego tarde a mi cita con la señora Baines. ¡Se va a poner
hecha una furia! —Se levanta de su asiento, se coloca la corbata de rayas
azules y amarillas (que no quedaría tan mal si no la hubiese combinado con
una camisa naranja), y se atusa el rubio tupé—. Volveré cuando haya
amansado a esa vieja chalada. —Recoge su bandolera y se marcha
danzando de la oficina.
—¡Adiós! —grito al llegar a mi mesa—. ¿Estás bien, Victoria? —
pregunto. Está absorta—. ¡Victoria! —grito.
—¿Eh? Ah, perdón. Tenía la mente en otro sitio. ¿Qué decías?
—Que si estás bien —repito.
Ella sonríe alegremente y juguetea con su melena rizada y rubia por
encima del hombro.
—Mejor que nunca.
Claro. Me pregunto si su buen humor tendrá algo que ver con cierto
personaje engreído y elegante llamado Gustav. No la he visto desde el
sábado pero, por lo que recuerdo —antes de acabar como una cuba—,
Gustav y ella parecían estar haciendo buenas migas. ¿Es que a todo el mundo
le ha dado por follar ahora?
—¿Y eso por qué? —pregunto con una ceja enarcada.
Ella suelta unas risitas como de niña pequeña.
—He quedado con Gustav el viernes por la noche.
Lo sabía, aunque sigo sin ver lo de la simple de Victoria y el serio de
Gustav. —¿Adónde iréis? —pregunto.
Se encoge de hombros.
—No me lo ha dicho. Sólo me ha preguntado si quería salir con él. —
Su móvil suena y se disculpa agitando el aparato.
Centro la atención en mi ordenador y silencio el teléfono cuando
empieza a sonar otra vez Black and Gold. Lo de estirar la mano y apretar el
botón de la izquierda sin ni siquiera mirar se está convirtiendo en un gesto
automático. Después de que suene tres veces seguidas, decido silenciar el
teléfono del todo. Desde luego, no cabe duda de que es persistente.
—Me voy —anuncia Victoria al tiempo que se levanta de su asiento
—. Volveré sobre las cuatro.
—Ya no te veré. Tengo cita en el médico a esa hora.
—¿Y eso? —Se vuelve mientras se marcha.
—He perdido las píldoras anticonceptivas —explico. Ella pone cara
de saber lo que es eso y hace que me sienta mejor por ser tan descuidada.
Empiezo a ojear el correo electrónico y hago copias de algunos
bocetos para enviárselas a mis contratistas.
A las tres en punto me levanto para preparar café. Siempre lo hace
Sally, pero necesito apartar la vista de la pantalla del ordenador un rato.
—¿_____? —me llama Sally. Asomo la cabeza por la puerta de la
cocina y la veo agitando el teléfono de la oficina—. Te llama un hombre,
pero no me ha dicho quién es.
El corazón se me sale por la garganta. Sé perfectamente quién es.
—¿Está en espera?
—Sí, ¿te lo paso?
—¡No! —grito, y la pobre e insegura Sally se estremece—. Perdona.
Dile que no estoy.
—Ah, vale. —Confundida y con los ojos abiertos de par en par,
aprieta el botón para recuperar la llamada de Tom—. Disculpe, señor. ____
no est... —Da un brinco. El teléfono se le cae sobre la mesa con un fuerte
estrépito y se apresura en cogerlo de nuevo—. Lo... lo... lo siento, señor...
—No para de tartamudear, lo que indica que Tom está gritándole al otro
lado de la línea. Me siento muy culpable por hacerla pasar por esto—.
Señor, por favor..., le... le... le aseguro que no... no está.
Se encuentra en su mesa, aterrorizada y mirándome con los ojos
abiertos, mientras don Neurótico la agrede verbalmente. Le sonrío a modo
de disculpa. Le compraré unas flores.
Deja el teléfono en la base y me mira consternada.
—¿Quién era ése? —pregunta. Va a echarse a llorar.
—Sally, lo siento muchísimo. —Cojo los cafés de la cocina (la única
ofrenda de paz que tengo a mano en estos momentos), dejo el de Patrick en
su mesa y salgo corriendo de su despacho antes de que pueda iniciar una
conversación. Le llevo el café a ella y lo dejo sobre su posavasos—. Lo
siento muchísimo —repito, y espero que mi voz refleje lo culpable que me
siento.
Ella deja escapar un largo suspiro de exasperación.
—Me temo que alguien necesita un abrazo —dice entre risitas.
Me quedo de piedra. Esperaba que se echara a llorar toda nerviosa y,
en lugar de eso, la aburrida de Sally acaba de hacer una broma. La chica
tímida y del montón se parte de risa, y yo empiezo a reírme también a
carcajadas y con lágrimas en los ojos hasta que me duele el estómago.
Sally se une a mi histeria y ambas nos desternillamos en medio de la
oficina.
—¿Qué pasa? —grita Patrick desde su mesa.
Agito la mano en el aire para restarle importancia. Pone los ojos en
blanco y vuelve a centrarse en su pantalla mientras sacude la cabeza con
resignación. No podría contárselo ni aunque estuviera en disposición de
hablar. Dejo a Sally llorando de risa y me dirijo a los aseos para
recomponerme. Ha sido buenísimo. Acabo de ver a esa chica desde una
nueva perspectiva. Me gusta la Sally sarcástica.
Tras recobrar la compostura y retocarme el rímel corrido, aviso a
Patrick de que me voy al médico.
—Lo siento, Sally, no puedo mirarte a la cara —le digo entre risas
cuando paso por delante de su mesa para salir de la oficina, y oigo que ella
se echa a reír de nuevo.

Me sereno y me dirijo a la estación de metro.

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