lunes, 6 de abril de 2015

CAPITULOS 23 Y 24

HOLA!!! BUENO AQUI ESTAN LOS CAPS SIG ... ESTOS ERAN DEL SABADO PERO TUVE QUE SALIR Y NO LO TENIA AUN LISTO PERO AQUI ESTAN ... BUENO YA SABEN 4 O MAS Y AGREGO MAÑANA ADIOS :))

CAPITULO 23.-
Después de soltarme una charla sobre la irresponsabilidad, la doctora
Monroe, nuestra doctora de toda la vida, me receta los anticonceptivos y
me manda a casa, no sin antes preguntarme cómo les va a mis padres en
Newquay. Como la razón principal para que se marcharan de la gran ciudad
fue la salud de mi padre, se alegra de saber que todo va bien.
Paro en la farmacia de camino a casa y llego a la puerta justo antes de
las seis. Es estupendo llegar a casa tan pronto para variar. Me sorprende
que Kate no esté, pero veo a Margo aparcada fuera, así que no está
repartiendo tartas.
Me doy una ducha, me pongo unos pantalones cortos y una camiseta
de tirantes y me seco el pelo con el secador. Cuando termino, saco el
teléfono del bolso y pongo los ojos en blanco al ver las veinte llamadas
perdidas. En un arranque de sensatez, borro los cinco mensajes que hay sin
leerlos. De pronto el móvil empieza a iluminarse en mi mano mientras me
dirijo a la cocina. ¿Es que este hombre no se cansa? Se nota que no está
acostumbrado a que lo rechacen, y está claro que no le gusta.
Me sirvo una copa de vino y la golpeo con la botella a causa del
respingo que doy al oír un fuerte golpe en la puerta de casa.
—¡______!
—Ay, Dios —mascullo.
—¡______! —ruge al tiempo que vuelve a golpear la puerta.
Cruzo a toda prisa el salón para atisbar a través de la persiana y veo a
Tom mirando fijamente hacia la ventana. Está muy agitado. Pero ¿qué le
pasa a este hombre? Puede quedarse ahí fuera toda la noche si quiere
porque no pienso abrirle. Colocarme frente a él, cara a cara, sería todo un
error. Se lleva el móvil a la oreja y el mío empieza a sonar una vez más.
Rechazo la llamada y lo observo mientras mira su teléfono con
incredulidad.
—¡______! ¡Abre la puta puerta!
—No —replico, y veo que recorre el camino hasta la carretera. Casi
me da un infarto al ver llegar a Georg en su Porsche. Kate baja de él.
«¡Mierda!»
Se acerca a Tom, que no para de hacer aspavientos con los brazos
como un loco. Georg se une a ellos en la acera y le da unas palmaditas el
hombro para ofrecerle consuelo. Hablan durante unos instantes y Kate se
dirige hacia la puerta de casa seguida por los dos hombres.
—¡No, Kate! —le grito a la ventana—. ¡Joder, joder, joder, joder!
Se acabó, ¡nuestra amistad se ha terminado!
Me quedo ahí plantada en el salón. Oigo que la puerta se abre y golpea
la pared, y después unos pasos decididos que suben a toda prisa por la
escalera. Tom entra de inmediato como un rayo en el salón. La ira de su
rostro se torna en alivio durante unos instantes, pero luego se transforma
de nuevo en furia absoluta. Su traje gris está perfectamente planchado y
aseado, a diferencia de su pelo desaliñado y su frente sudorosa.
—¿Dónde COJONES has estado? —me grita tan fuerte que siento,
literalmente hablando, su aliento en las orejas—. ¡Casi me vuelvo loco!
«No hace falta que lo jures.»
Me quedo de pie mirándolo, completamente estupefacta. No sé qué
decir. ¿De verdad cree que le debo explicaciones? Kate y Georg entran detrás
de él, callados y nerviosos. Miro a Kate y sacudo la cabeza. Me muero por
preguntarle si «este» Tom también le gusta.
—Nosotros nos vamos al The Cock a tomar algo —anuncia Georg con
voz serena, y coge a Kate de la mano y se la lleva escaleras abajo. Ella no
hace nada por detenerlo. Se marchan y yo maldigo para mis adentros a esos
gallinas por dejarme a solas con este pirado.
Inspira profundamente unas cuantas veces para calmarse. Mira al
techo con gesto de cansancio antes de volver a clavar su abrasadora mirada
en la mía y llegar con ella hasta lo más profundo de mi ser.
—¿Es que necesitas un recordatorio?
Se me ha abierto tanto la boca que debe de haber llegado hasta la
moqueta. Definitivamente, para él todo se reduce al sexo. Tiene una
seguridad en sí mismo pasmosa y la opinión que posee de mí es
inexcusable.
—¡No! —le grito mientras paso delante de él rápidamente en
dirección a la cocina. ¡Necesito ese trago! Me sigue y se queda mirándome
mientras tiro el móvil contra la encimera y cojo la botella de vino—. ¡Eres
un cabrón! —bramo mientras me sirvo el vino con las manos temblorosas.
Estoy cabreadísima. Me vuelvo y le lanzo la peor de mis miradas. Parece
afectarle ligeramente, lo cual me llena de satisfacción—. Ya has
conseguido lo que querías. Igual que yo. Dejemos ya esta mierda —le
espeto.
Yo no he conseguido lo que quería, ni lo más mínimo, pero hago caso
omiso de la voz que me lo recuerda a gritos desde mi interior. Tengo que
parar esto antes de que la intensidad de Tom Kaulitz me arrastre aún más.
—¡Esa puta boca! —me grita—. ¿De qué estás hablando? Yo no he
conseguido lo que quería.
—¿Quieres más? —Doy un sorbo rápido al vino—. Bueno, pues yo
no, así que deja de perseguirme, Tom. ¡Y deja de gritarme! —Trato de
sonar cruel, pero me temo que sólo he conseguido sonar patética. Algo
tiene que funcionar. Doy otro gran trago al vino y me sobresalto cuando la
copa desaparece de mi mano y se estrella contra la pila. Hago una mueca
de dolor al oír el ruido del cristal haciéndose añicos.
—¡No hace falta que bebas como si tuvieras quince años! —me chilla.
Mantengo los puños cerrados a ambos lados de mi cuerpo e intento
calmarme recurriendo a toda mi fuerza de voluntad.
—¡Lárgate! —le grito.
Mis intentos están fracasando por completo. Mi desesperación va en
aumento.
Me encojo al oírlo rugir de frustración y golpear la puerta de la cocina
con tal fuerza que deja una marca enorme en la madera.
«¡Mierda, mierda!» Me quedo inmóvil, con los ojos como platos y la
boca bien cerrada, al ver su feroz reacción a mi rechazo. Se vuelve hacia
mí sacudiendo un poco la mano y sus maravillosos ojos marrones me
atraviesan.
Joder, eso ha tenido que doler. Estoy a punto de acercarme al
congelador a coger un poco de hielo, pero entonces empieza a acercarse a
mí como un depredador. Me agarro al borde de la encimera que tengo
detrás y lo veo aproximarse hasta detenerse frente a mí. Se inclina y coloca
las manos sobre las mías. Me ha atrapado.
Noto su respiración agitada en mi rostro, frunce el ceño y estampa los
labios contra mi boca. Noto que me roba literalmente el aliento mientras
me retuerzo debajo de él para intentar liberarme. ¿Qué está haciendo? En
realidad sé muy bien lo que está haciendo. Va a echarme un polvo
recordatorio. Estoy jodida.
Aprieta los labios contra los míos con más fuerza, pero no acepto su
beso. Sigo diciéndome a mí misma que esto es malo, que no me hace
ningún bien. Si transijo, acabará doliéndome aún más, lo sé. Procuro
liberarme, sin mucho entusiasmo, pero él gruñe y me sujeta las manos con
más fuerza. No iré a ninguna parte. Su determinación por vencerme anula
mis desesperados intentos de pararlo.
Me acaricia el labio inferior con la lengua y yo sigo negándole el
acceso a mi boca. Tiemblo al tratar de luchar contra las reacciones de mi
cuerpo a sus estímulos. Sé que si consigue entrar habré perdido, así que
mantengo los labios obstinadamente cerrados mientras ruego al cielo que
se rinda ya.
Me suelta una mano y, al instante, lo agarro del bíceps para empujarlo
y alejarlo de mí, pero no sirve de nada. Tiene una fuerza descomunal, y aún
más determinación. Mis cándidos intentos de liberarme no le afectan lo
más mínimo.
Me coge de la cadera con firmeza y yo doy un respingo debajo de su
cuerpo, pero me apresa contra la encimera. Me tiene atrapada por
completo, aunque sigo rechazando sus besos desafiantemente y
manteniendo los labios cerrados. Aparto la cabeza cuando me suelta un
poco.
—Serás cabezota —masculla, y aprieta los labios contra mi cuello, lo
lame y lo mordisquea hasta llegar a la clavícula, y traza círculos largos y
húmedos con la lengua antes de ascender hasta mi oreja para morderme el
lóbulo.
Aprieto los ojos con fuerza y suplico que mi autocontrol aguante su
irresistible contacto. Empiezo a clavarle las uñas en el antebrazo tenso y
luego cierro los labios firmemente por miedo a dejar escapar algún grito de
placer. Aparta las manos de mi cadera, las desliza lentamente por mi
vientre y entonces me levanta la goma de los pantalones cortos.
—Para. ¡Para, por favor! —grito.
—______, para tú. Para ya.
Mete el dedo índice por debajo de la tela y empieza a moverlo de
izquierda a derecha con lentitud mientras sus labios continúan atacándome
la oreja y el cuello. Tengo ganas de llorar de frustración.
La cálida fricción hace que se me doblen las rodillas y me provoca
violentos temblores por todo el cuerpo. Ríe ligeramente, un sonido gutural
que me genera vibraciones por toda la columna y un leve latido en el
centro de mi intimidad. Cierro los muslos con fuerza, desplazo la mano de
su brazo a su pecho y empujo en vano. No sé ni por qué lo intento. Estoy a
un paso de rendirme. No deja de insistir con pasión, y yo estoy enamorada
de él. La cabeza va a estallarme, y no sé si de placer o de confusión. Estoy
hecha un puñetero lío.
Cuando sus labios regresan a los míos sigo resistiéndome, haciendo todo lo posible por bloquearle la entrada. Mi pobre cerebro envía a mi
cuerpo millones de órdenes diferentes: lucha, resiste, acéptalo, bésalo, dale
un rodillazo en los huevos.
Y entonces su mano se cuela dentro de mis bragas, me separa los
labios con los dedos y siento que una descarga eléctrica me recorre el
cuerpo. Me acaricia el clítoris muy suavemente. Me hace temblar y abro la
boca para lanzar un grito de placer. Aprovechando mi momento de
debilidad, me introduce la lengua en la boca y explora y lame todos sus
rincones mientras su pulgar sigue trazando círculos en mi sexo ardiente. Le
devuelvo el beso.
—Suéltame la mano —jadeo, y flexiono los músculos del brazo.
Debe de saber que me ha vencido, porque la libera con un gemido y
me agarra la nuca inmediatamente. Le rodeo el cuello con los brazos y lo
acerco más a mí... así, sin más.
Empuja las caderas contra su mano para aumentar la presión de su
asalto a mi intimidad y me mete los dedos. Mis músculos lo atrapan con
fuerza y gimo.
Se aparta de mí, entre jadeos, y me contempla con esa mirada oscura y
brillante.
—Ya me imaginaba —dice, y su voz grave me acerca más al orgasmo.
Vuelve a pegar sus labios a los míos, y yo los acepto, acepto todo lo
que me hace. Una vez más, soy esclava de este hombre neurótico y
maravilloso. Mi fuerza de voluntad ha desaparecido y mis debilidades se
han acentuado.
Le paso las manos por el traje negro y hundo los dedos entre su pelo
castaño y sucio mientras él continúa penetrándome con los suyos a un ritmo
dolorosamente lento y controlado. Tengo ganas de llorar de placer y de
frustración, pero ¿cómo voy a resistirme? Jamás lograré escapar de él.
Ahora que he dejado de resistirme, su lengua se mueve a un ritmo más
calmado. El calor de nuestras bocas unidas me resulta natural y absoluto.
Mis muslos se tensan ante el clímax inminente que amenaza con atacarme
desde todas las direcciones, así que me aferro con más fuerza al pelo de
Tom. Capta el mensaje, me besa con más intensidad y las caricias de sus
dedos y de su pulgar se vuelven más firmes. El placer estalla en mi interior
y salgo despedida hacia el cielo. Mi mente se queda en blanco, excepto por
la inmensa dicha que me inunda al liberar la tensión que había acumulado.
Le muerdo el labio. Él gime. «¡Joder!»
Sus caricias cesan y yo libero su labio de mis dientes apretados. Creo
percibir un ligero sabor a sangre, pero no abro los ojos para confirmarlo.
Le estaría bien empleado, de todos modos.
—¿Ya te has acordado? —susurra suavemente en mis labios. Yo
suspiro, abro los ojos y lo miro a los suyos. No le contesto. Él ya sabe la
respuesta. No se me había olvidado, como ninguna de las otras veces. No
me exige que le responda. Se inclina sobre mí y me besa con ternura en la
boca. Yo le paso la lengua por el labio inferior y le lamo la gota de sangre
de la herida que le he hecho.
—Te he hecho sangrar.
—Bruta —dice, y saca los dedos de mi sexo lentamente y me los mete
en la boca. Observa con detenimiento cómo los lamo y una leve sonrisa se
dibuja en sus labios. Ya ha conseguido lo que quería otra vez: que me
rindiera ante él.
Me coloca sobre la encimera.
—¿Por qué huías de mí? —Busca mi mirada mientras apoya las
manos a ambos lados de mis muslos y se inclina sobre mí.
Yo agacho la cabeza. No puedo mirarlo a la cara. ¿Qué voy a decirle?
¿Que me he enamorado de él? Quizá debería hacerlo, así a lo mejor se
agobia y me deja en paz. Finalmente, me encojo de hombros.
Me pone el dedo índice bajo la barbilla y me levanta la cara para
obligarme a mirar su atractivo rostro.
Arquea una ceja a la espera de mi respuesta.
—Contéstame, nena.
—No lo sé.
Pone los ojos en blanco y me aparta la mano del mechón de pelo que
me estoy enroscando alrededor del dedo.
—Mientes fatal, _____.
—Ya lo sé —resoplo. Tengo que dejar esta manía ya.
—Dímelo ahora mismo —ordena con serenidad.
Suspiro.
—Me estás distrayendo. No quiero que me hagas daño. —Muy bien,
ahí la tiene. Es la verdad. Sólo he omitido el insignificante gran detalle de
lo que siento por él.
Se muerde el labio inferior mientras parece darle vueltas a la cabeza.
No sabe qué decir ante eso. Me alegro de no haberle soltado lo del amor.
—Ya —se limita a decir. ¿Ya está? ¿Eso es todo?—. ¿Soy una
distracción? —pregunta.
—Sí —refunfuño. «¡De la peor clase!»
—Pues a mí me gusta distraerte —dice con un puchero.
—Y a mí que me distraigas —farfullo malhumorada. Me he dado
cuenta de que ha pasado por alto la parte de hacerme daño y que se ha
centrado por completo en las tácticas de distracción.
—¿De qué te distraigo?
—De ser sensata —respondo con tranquilidad. El efecto embriagador
que tiene sobre mi cuerpo está arraigándose en mi cerebro. Dijo que haría
que lo necesitase, y lo está cumpliendo.
Me sonríe totalmente satisfecho, y su mirada se torna oscura y
prometedora de nuevo.
—Voy a distraerte un poco más. Tenemos que hacer las paces. —Su
voz grave reaviva mi deseo por él. Me agarra por debajo del culo y me
levanta de la encimera para colocarme a horcajadas sobre su cintura.
—¿No acabamos de hacerlas?
—No como es debido. Tenemos que hacer las paces como debe ser. Es
lo más sensato. Vamos a dejar de huir, _____.
Sonrío y me abrazo a su espalda mientras él sale de la cocina conmigo
a cuestas, cierra la puerta de una patada y pone rumbo a mi dormitorio. Me
deja en el borde de la cama y me quita la camiseta por la cabeza, de modo
que deja al descubierto mis pechos desnudos. Sonríe, me mira a los ojos y
lanza la prenda al suelo. Empieza a tirar de la cintura de los pantalones
cortos y me insta a levantar el culo para que pueda deslizarlos por mis
piernas y arrastrar las bragas con ellos.
—No te muevas —ordena, y aparta las manos para quitarse la corbata.
Unas chispas de anticipación me recorren el cuerpo mientras observo
cómo se desviste lentamente delante de mí. Tras la corbata llega la
chaqueta, y después se desabrocha la camisa botón a botón.
«¡Más de prisa!» El movimiento de los músculos de su pecho me hace
babear mientras lo tengo delante de mí, tomándose su tiempo para
desvestirse. Dirijo la mirada automáticamente a su cicatriz. Estoy
desesperada por saber cómo se la hizo.
—Mírame, _____.
Alzo la vista hacia sus ojos al instante. Sus dos ojos marrones me
estudian detenidamente mientras se quita los zapatos, los calcetines y los
pantalones. Finalmente, se baja los calzoncillos por las piernas. Su
erección queda libre y a la altura de mis ojos. Si me inclino hacia adelante
y abro la boca, me haré con el control. No estaría mal para variar. Lo miro
y veo que sonríe con ojos ardientes.
—Necesito estar dentro de ti con desesperación después de haberme
pasado los dos últimos días buscándote —dice con tono socarrón—. Pero
me encantará follarte la boca después. Me lo debes.
Una poderosa palpitación estalla en mi sexo cuando se agacha, me
envuelve la cintura con el brazo, se sube a la cama y me coloca
cuidadosamente debajo de él. Me abre los muslos con la rodilla y se
acomoda entre ellos, con los antebrazos a ambos lados de mi cabeza y
mirándome con ojos tiernos. Siento ganas de llorar.
Mis planes de alejarme antes de que fuera demasiado tarde han
resultado un total fracaso. Ya es demasiado tarde, y su empeño por tenerme
como y cuando quiera no ayuda.
—No volverás a huir de mí —dice con voz suave pero firme.
Sé que tengo que contestar. Niego con la cabeza y lo agarro de los
hombros.
—Quiero que me contestes, _____ —susurra. La gruesa punta de su erección me presiona en la puerta de entrada y me provoca un placer
inconmensurable.
—No lo haré —confirmo.
Asiente y me mantiene la mirada mientras se aparta lentamente y
empuja hacia adelante para hundirse hasta el fondo en mí. Gimo y me
agarro con más fuerza a sus hombros al tiempo que me revuelvo debajo de
él. La sensación de tenerlo dentro es maravillosa, y pronto me acostumbro
a su grosor. Deja escapar un suspiro controlado. En su frente se dibujan
arrugas de concentración que brillan empapadas de sudor.
Lucho contra la necesidad de contraer los músculos a su alrededor.
Necesita un momento. Cierra los ojos mostrando sus largas pestañas y deja
caer la cabeza sobre la mía mientras se esfuerza por controlar su agitada
respiración. Espero con paciencia a que esté preparado y le acaricio los
firmes antebrazos con las manos, contenta de estar aquí tumbada,
contemplando a este neurótico tan hermoso. Sabe que en estos momentos
necesito al Tom tierno.
Al cabo de unos instantes se recompone y alza la cabeza de nuevo
para mirarme. El corazón se me sale del pecho. Estoy muy enamorada de
este hombre.
—Esto es lo que pasa cuando me rechazas. No vuelvas a hacerlo. —
Eleva la parte superior del cuerpo para apoyar los brazos en la cama, se
arrastra perezosamente hacia atrás y empieza a avanzar gradualmente hacia
adelante.
Ronroneo. Joder. Joder. Repite el exquisito movimiento una y otra vez
sin dejar de mirarme.
—Debes pensar en esto, _____. Cuando tengas la tentación de huir de
nuevo, piensa en cómo te sientes ahora mismo. Piensa en mí.
—Sí —exhalo. Estoy esforzándome por aminorar la rápida
concentración de presión. Quiero que esto dure eternamente. Quiero
sentirme así para siempre. Ésta es justo la razón por la que lo estaba
evitando. Soy débil en mis intentos de rechazarlo. ¿O es sólo que su
empeño es superior? Sea como sea, siempre acabo en la casilla de salida...
entregándome a este hombre.
Muevo las caderas para recibir cada uno de sus embistes y él acerca su
boca hacia la mía y me toma los labios sin prisa, moviendo la lengua al
ritmo de sus caderas.
Yo jadeo y le clavo las uñas en los brazos. Tengo que dejar de
marcarlo y de hacerle sangre. El pobre hombre acaba herido casi siempre.
Me penetra con lentitud, traza un círculo en mi interior y vuelve a sacarla
muy despacio, una y otra vez. No aguantaré mucho más. ¿Cómo consigue
hacerme esto?
—¿Te gusta? —susurra.
—Demasiado —jadeo sin aliento.
—Lo sé. ¿Estás lista? —pregunta contra mis labios.
Le doy un mordisquito en la lengua.
—Sí.
—Yo también, nena. Suéltalo.
El tremendo espasmo que me recorre el cuerpo obliga a mis músculos
a aferrarse a la erección de Tom y a mí a agitarme violentamente contra él
mientras gimo mi liberación en su boca. La última arremetida profunda,
seguida de una sacudida y de una sensación cálida que me inunda, señala la
de Tom. Se queda dentro de mí, con los ojos cerrados con fuerza y
besándome en la boca con dulzura, emitiendo gemidos largos y graves. Sus
palpitaciones dentro de mí hacen que mis músculos se tensen a su
alrededor al ritmo de sus eyecciones. Lo exprimo hasta la última gota.
—Joder, te echaba de menos —susurra.
Hunde el rostro en mi cuello y me restriega la nariz por él antes de
recostarse sobre la espalda. Levanta el brazo y yo me pego contra su torso
firme y cálido y apoyo la cara en sus pectorales. Estoy jodida. Totalmente
jodida.
—Me encantan estos polvos soñolientos —musito.
—No era un polvo soñoliento, nena. —Me aparta el pelo de la cara
con la mano libre.
¿Ah, no?
—Entonces ¿qué era?
Me besa la frente con ternura.
—Era un polvo para recuperar el tiempo perdido.
Vaya, uno nuevo.
—Entonces me gustan los polvos para recuperar el tiempo perdido.
—Pues no deberían gustarte tanto. No se darán muy a menudo.
Una puñalada de decepción me atraviesa el alma.
—¿Por qué no?
—Porque no vas a volver a huir de mí, señorita, y yo tampoco tengo
intenciones de alejarme de ti con mucha frecuencia. —Inhala el olor de mi
pelo—. Si es que llego a hacerlo alguna vez.
Sonrío para mis adentros y le paso una pierna por encima de los
muslos. Me agarra la rodilla y traza círculos sobre mi piel con el pulgar
mientras yo acaricio la superficie de su cicatriz. Necesito saber cómo se la
hizo. Nunca la ha mencionado, a excepción de la vez que me dijo que ni
siquiera preguntase, pero no es algo que pase desapercibido. Necesito saber
más sobre él.
—¿Cómo te la hiciste? —le pregunto mientras recorro la línea que
lleva hasta su costado.
Él coge aire como si estuviera harto.
—¿Cómo me hice qué, ______? —Sus palabras lo dejan bastante claro.
No quiere hablar de ello.
—Nada —susurro en voz baja, y tomo nota mental de que no tengo
que volver a preguntárselo.
—¿Qué haces mañana? —pregunta para cambiar de tema por
completo.
—Es miércoles. Trabajo.
—Tómate el día libre.
—¿Qué? ¿Así, sin más?
Se encoge de hombros.
—Sí, me debes dos días.
Lo dice como si tal cosa. Él puede hacerlo, porque tiene su propio
negocio y no responde ante nadie. Pero yo, en cambio, tengo clientes, un
jefe y un montón de trabajo que hacer.
—Tengo mucho trabajo. Además, tú me abandonaste durante cuatro
días —le recuerdo.
Todavía no se ha explicado. ¿Lo hará ahora?
—Pues vente conmigo ahora. —Me abraza con un poco más de fuerza.
Al parecer hoy tampoco va a darme ninguna explicación.
—¿Adónde?
—He de regresar a La Mansión, tengo que comentar unas cosas con
John. Puedes cenar algo mientras me esperas.
¡Ni hablar! No pienso ir a La Mansión y no pienso esperarlo en el
restaurante mientras él trabaja. No me arriesgaré a toparme otra vez con
doña Morritos.
—Prefiero quedarme aquí. No quiero molestarte —digo con la
esperanza de que no insista. Otro encontronazo con la zorra retorcida y
entrometida de Sarah no sería precisamente la mejor manera de acabar el
día. ¿Qué le importa a ella lo que haga Tom con su vida privada?
Me da la vuelta, me sujeta las muñecas una a cada lado de la cabeza y
se coloca sobre mí.
—Tú jamás me molestarás. —Aproxima los labios a mis pechos y
empieza a besarme el pezón—. Te vienes.
La protuberancia aumenta de tamaño bajo su lengua suave y juguetona
y se me agita la respiración.
—Te veré mañana —digo entre jadeos.
Me aprisiona el pezón suavemente entre los dientes y me mira con
una sonrisa malévola.
—Hummm. ¿Necesitas un polvo para hacerte entrar en razón? —
sugiere, y se mete mi pecho en la boca.
Ni hablar. Acepto el polvo, pero no pienso ir a La Mansión. Aunque,
si empieza a follarme para hacerme entrar en razón, estoy jodida de más de
una manera. Es capaz de hacerme decir lo que sea. Bueno, en realidad eso
lo consigue en cualquier momento, pero sobre todo durante ese tipo de
polvos.
Oigo que se abre la puerta de casa y las risas de Kate y Georg mientras
suben por la escalera. Miro a Tom, que sigue aferrado a mi pezón, y la
frustración que le invade el rostro me complace en secreto. Los polvos para
hacerme entrar en razón siempre serán bien recibidos, pero su objetivo en
esta ocasión en particular no tiene ningún sentido. ¿Por qué iba a querer
exponerme a otra disputa verbal con Sarah?
Él resopla de modo pueril y me suelta el pezón.
—Supongo que te será imposible no hacer ruido mientras te follo para
hacerte entrar en razón.
Enarco las cejas. Sabe que eso es imposible.
—Joder —refunfuña, y se levanta no sin antes restregarme la rodilla
entre las piernas, sobre mi sexo húmedo. La fricción hace que desee tenerlo
de nuevo encima de mí. No quiero que se vaya. Se inclina y me besa con
pasión e intensidad—. Tengo que irme. Cuando te llame mañana, cogerás
el teléfono.
—Lo haré —confirmo obedientemente, por la cuenta que me trae.
Sonríe con malicia y me pellizca la cadera. Chillo como una niña
pequeña y me pongo boca abajo. Entonces siento el aguijonazo de su mano
al chocar contra mi trasero.
—¡Ay!
—El sarcasmo no te pega, señorita. —La cama se mueve cuando se
levanta.
Cuando me doy la vuelta, ya tiene la camisa puesta y está
abrochándose los botones.
—¿Estará Sarah en La Mansión? —suelto antes de que mi cerebro
filtre la estúpida pregunta.
Él se detiene un momento, recoge los calzoncillos del suelo y se los
pone.
—Eso espero, trabaja para mí.
«¿Qué?»
—Me dijiste que era una amiga —repongo indignada, y me regaño a
mí misma por ello.
Frunce el ceño.
—Sí, es una amiga y trabaja para mí.
Genial. Me levanto de la cama y recojo mi camiseta de tirantes y mis
pantalones cortos. Por eso siempre está revoloteando por allí. ¿Debería
contarle lo de su advertencia? No, probablemente no haría caso de mis
celos inmaduros e insignificantes. Joder, qué asco me da esa mujer. Me
pongo la ropa y me vuelvo. Tom se está colocando la chaqueta y me
observa con aire pensativo. ¿Sabe lo que estoy pensando?
—¿No vas a ponerte nada más? —pregunta mientras me analiza de
arriba abajo.
Le echo un vistazo a mi conjunto y vuelvo a mirarlo a él. Tiene las
cejas levantadas.
—Estoy en casa.
—Sí, y Georg está aquí.
—A Georg no parece importarle pasearse en calzoncillos por mi casa.
Al menos yo voy tapada.
—Georg es un exhibicionista —gruñe. Se acerca a mi armario y busca
entre las perchas—. Toma, ponte esto. —Me pasa un jersey de lana
gordísimo de color crema.
—¡No! —exclamo indignada. ¡Paso de morirme de calor!
Me lo acerca y lo agita delante de mí.
—¡Póntelo!
—No. —Mi respuesta es lenta y concisa.
No va a decirme lo que tengo que ponerme, y menos en mi propia
casa. Le quito el jersey de las manos y lo tiro sobre la cama. Él sigue su
trayecto en el aire con la mirada. Lo observa, tirado sobre el edredón, y
después vuelve a mirarme. Empieza a morderse el labio inferior con
fuerza. —Tres —masculla.
Abro los ojos como platos.
—¿Estás de coña?
No me responde.
—Dos.
Todavía no sé qué pasa cuando llega a cero, pero creo que esta vez
voy a descubrirlo.
—No voy a ponerme el jersey.
—Uno. —Sus labios forman una línea recta de enfado.
—Haz lo que quieras, Tom. No voy a ponerme ese jersey.
Frunce el ceño.
—Cero.
Estamos uno frente al otro, él con una expresión de auténtica ira
mezclada con un poco de satisfacción y yo preguntándome qué coño va a
hacer ahora que ha llegado a cero.
Inspecciono la habitación en busca de una vía de escape, pero sólo hay
una, y tengo que esquivar a Tom para llegar hasta ella. Es decir, que es
imposible.
Sacude la cabeza, exhala una larga bocanada de aire y echa a andar
hacia mí. Yo trato de saltar por encima de la cama para escapar, pero
quedo atrapada en el revoltijo de sábanas y chillo cuando siento que me
agarra del tobillo con una mano cálida y tira de mí.
—¡Tom! —grito. Me da la vuelta y se me pone encima, cogiéndome
las manos por debajo de sus rodillas—. ¡Suéltame! —Me aparto el pelo de
la cara de un soplido y me lo encuentro mirándome con una expresión de
absoluta seriedad.
—Vamos a dejar una cosa clara. —Se quita la chaqueta, la tira sobre
la cama y coge el jersey—. Si haces lo que te mando, nuestra vida será
mucho más sencilla. Todo esto... —me pasa las manos por el torso y me
agarra los pezones por encima de la camiseta. Yo gimo—... es sólo para
mí. —Echa las manos hacia atrás y me hunde un dedo en el hueco que se
me forma encima de la cadera.
—¡NO! —grito—. ¡No, por favor! —Empiezo a reírme. Madre mía,
¡voy a mearme encima!
Continúa con su tortura y yo empiezo a retorcerme con violencia. No
puedo respirar. Entre la risa y el llanto, mi vejiga amenaza con estallar.
—¡Tom, necesito ir al baño! —digo medio riendo medio llorando. No
puedo pensar en nada más que en el agonizante sufrimiento al que me está
sometiendo, el muy capullo. Y todo porque no he querido ponerme un
estúpido jersey.
—Eso está mejor —lo oigo decir entre mis frenéticas sacudidas. Me
aparta el pelo de la cara y pega sus labios contra los míos con fuerza—.
Podrías habernos ahorrado a los dos muchos problemas si te hubieses...
puesto... el puto... jersey.
Lo miro y frunzo el ceño mientras él aparta su peso de mí y vuelve a
ponerse la chaqueta. Yo me siento y descubro que llevo puesto el maldito
jersey. ¿Cómo lo ha hecho? Lo miro con todo el odio del mundo. Él me
observa atentamente, sin una pizca de humor en el rostro.
—Voy a quitármelo —espeto.
—De eso nada —me garantiza, y probablemente tenga razón.
Me levanto de la cama y me voy al baño con el ridículo jersey de lana
puesto.
—Eres un auténtico gilipollas —mascullo, y cierro la puerta de un
golpe. Voy a hacer pis y tomo otra nota mental: no volver a dejar que llegue
al cero. Acabo de vivir mi peor pesadilla. Me froto las caderas y noto que
la piel sensible de encima de los huesos todavía me hormiguea.
Cuando termino, Tom está en la cocina con Georg y Kate. Ambos se
fijan en que llevo puesto un jersey. Me encojo de hombros y me sirvo otra
copa de vino.
—¿Habéis hecho las paces? —pregunta Kate al tiempo que se sienta
sobre las piernas de Georg. Él las abre y mi amiga cae en el hueco del medio
dando un chillido. Le da una bofetada cariñosa y vuelve a mirarme
esperando una respuesta.
—No —mascullo, y miro a Tom con rencor—. Y por si te preguntas
quién ha hecho un agujero en la puerta de la cocina, no hace falta que
busques muy lejos. —Señalo a Tom con la copa—. Y también ha sido él el
que ha roto tu copa de vino —añado como la chivata patética que soy.
Tom se lleva las manos a los bolsillos, saca un montón de billetes de
veinte libras y los planta encima de la mesa delante de Kate.
—Si es más, dímelo —dice sin apartar la vista de mí. Escudriño la
mesa. Debe de haber dejado al menos quinientas libras ahí. Y me he dado
cuenta de que el muy arrogante ni siquiera se ha disculpado.
Kate se encoge de hombros y coge el dinero.
—Con esto bastará.
Tom vuelve a meterse las manos en los bolsillos, se acerca a mí y se
inclina hasta que su cara queda a la altura de la mía.
—Me gusta tu jersey.
—Vete a la mierda —le suelto, y doy un buen trago de vino.
Él se ríe y me da un beso en la nariz.
—Esa boca —me regaña. Me agarra por la nuca, me recoge todo el
pelo en un puño y tira de mí hasta que quedamos nariz con nariz—. No
bebas mucho —ordena, y después me besa apasionadamente. Intento
resistirme... un poco.
Cuando sus labios me liberan y recupero el sentido, carraspeo y doy
otro trago.
Sacude la cabeza, inhala profundamente y se aleja de mí.
—Mi trabajo aquí ha concluido —dice con suficiencia mientras se
marcha.
—Adiós —canturrea Kate entre risas. La fulmino con la mirada.
—Colega. —Georg le estrecha la mano con una sonrisa—. _____, sólo te
está dando amor.
—¡Que se lo meta por el culo! —exclamo.
Dejo mi copa de vino, cojo el móvil y salgo echando humo de la
cocina en dirección a mi habitación. Este hombre es imposible. Georg y Kate
empiezan a reír y yo me echo sobre la cama con el jersey puesto.
Finjo que mi único motivo para estar cabreada es que Tom me haya
obligado a ponerme un jersey. El hecho de que se dirija a La Mansión y de
que cierta bruja de labios gordos vaya a estar allí no tiene nada que ver con
mi mal humor. Nada en absoluto.
Cuando estoy a punto de dormirme, en mi teléfono empieza a sonar
This is the One, de The Stone Roses. Pongo los ojos en blanco y estiro el
brazo para cogerlo de la mesita de noche. Este hombre tiene que aprender a
respetar mi teléfono.
—¿Qué? —ladro.
—¿Con quién te crees que estás hablando, señorita?
—¡Con un auténtico gilipollas!
—Haré como que no he oído eso. ¿Aún tienes el jersey puesto?
Quiero decirle que no.
—Sí —farfullo. ¿Vendrá a torturarme más si digo que no?—. ¿Has
llamado para preguntarme eso?
—No, quería oír tu voz —dice con dulzura—. Tengo mono de ______.
Me derrito con un suspiro. Puede ser dominante, mandón e irracional
y al momento transformarse en un ser sentimentaloide y encantador.
—Has vuelto a manipular mi teléfono —lo acuso.
—Es que si llamo y lo tienes en silencio no vas a oírlo, ¿verdad?
—No, pero ¿cómo sabes que estaba en silencio? —pregunto, aunque
ya sé la respuesta. Tengo que bloquearlo con un código PIN—. Bueno, da
igual, es de mala educación coger el teléfono de los demás. Y, por cierto,
tienes que disculparte con Sally.
—Lo siento. ¿Quién es Sally?
—No lo sientes. Sally es la pobre chica de mi oficina a la que
agrediste verbalmente.
—Ah, no te preocupes por eso. Que sueñes conmigo.
Sonrío.
—Lo haré. Buenas noches.
—Ah, _____...
—¿Qué?
—Tú eres «la definitiva», nena.
Me cuelga y el corazón se me sale del pecho. ¿A qué se refiere con «la
definitiva»? ¿Quiere decir lo que creo que quiere decir? Empiezo a
morderme la uña del pulgar y me quedo medio dormida pensando en su
comentario codificado.
¿Soy yo «la definitiva»?
¿Es él «el definitivo»?
Joder. Deseo con todas mis fuerzas que lo sea.

CAPITULO 24.-
Me siento a mi mesa soñando despierta, con la mente ocupada en The One
y en los distintos tipos de polvo. Si —en mi pequeño mundo perfecto—
acabo teniendo una relación con Tom, ¿será siempre así? ¿Él dará las
órdenes y yo a obedecer? Es eso, o que me folle con diferentes propósitos o
que me someta a una cuenta atrás y me torture hasta que ceda o me supere
físicamente y me obligue a hacer lo que él quiere. No niego que en la cama
tiene su gracia, pero ha de haber cierto toma y daca, y no estoy segura de
que Tom sepa dar, a menos que se trate de sexo. La verdad es que en eso es
muy bueno. Me encrespo cuando llego a la conclusión de que, sin duda, se
debe a que ha tenido mucha práctica. Rompo el lápiz. ¿Qué? Miro el trozo
de madera partido en dos que tengo en la mano. Huy.
—Qué pronto has llegado, ______.
Sally entra en la oficina y me echo a reír para mis adentros. Ayer vi a
una Sally que no conocía.
—Sí, me he levantado temprano. —Me quedo con ganas de añadir que
es porque un capullo neurótico me hizo ponerme un jersey de invierno para
dormir y me he despertado sudando a mares.
Se sienta a su mesa.
—Intenté llamarte ayer después de que te fueras.
—¿Sí?
Frunzo el ceño, pero entonces me doy cuenta de que debí de borrar la
llamada perdida de Sally junto con las decenas de llamadas perdidas de
Tom.
—Sí. El hombre furibundo vino a la oficina al poco de que te
marcharas.
—¿Vino?
Debí de imaginármelo.
—Sí, y no estaba de mejor humor.
Me hago una idea. Sonrío.
—¿Le diste un achuchón?
Suelta una carcajada y se deja caer hacia atrás en la silla sin parar de
reír. No puedo evitar unirme a ella y me río a gusto. Se está desternillando
en su mesa.
Patrick llega y nos mira a las dos, exasperado, antes de entrar en su
despacho y cerrar la puerta tras de sí.
«¡Mierda!»
—¿Estaba Patrick? —pregunto.
Se quita las gafas y las limpia con la manga de su blusa marrón de
poliéster.
—¿Cómo? ¿Cuándo vino el lunático? No, estaba recogiendo a Irene en
la estación de tren.
Dejo escapar un suspiro de alivio. Pero ¿en qué estaba pensando
Tom? Es un cliente. No puede venir a mi oficina y usar su influencia para
mangonear a todo el mundo. A duras penas puedo excusar su
comportamiento como la clásica queja de un cliente. Ya me ha sacado una
vez a rastras de la oficina.
La puerta del despacho se abre y la repartidora de flores entra con
dificultad —otra vez la chica del Lusso— con dos voluminosos ramos.
—¿Entrega para _____ y Sally?
Sally casi se desmaya en su mesa. Apuesto a que nadie le ha enviado
flores nunca. Aunque yo ya sé de parte de quién son. Es un cabrón
lisonjero.
—¿Para mí? —dice Sally cuando coge el colorido ramo de las manos
de la chica de reparto. Lo agita en dirección a mi despacho.
—Gracias —sonrío, y cojo el ramo de calas antes de firmar por las
dos. Sal tiene cara de que va a pasarse el resto del día soñando despierta.
—¿Qué dice la tarjeta, Sal? —le pregunto cuando veo que la recorre
de izquierda a derecha con la mirada.
Se reclina y se pone la mano en el corazón.
—Dice: «Por favor, acepta mis disculpas. Esa mujer me vuelve loco.»
¡Ay, ______! —Me mira emocionada—. ¡Cómo me gustaría a mí volver así
de loco a un hombre!
Pongo los ojos en blanco y saco de entre las flores la tarjeta dirigida a
mí. Apuesto a que no es una disculpa. Sally no opinaría lo mismo si tuviera
que aguantar el comportamiento neurótico e irracional de Tom. ¿Que yo lo
vuelvo loco? Es de traca.
Abro la tarjeta.
ERES LA MUJER A LA QUE LLEVO ESPERANDO TANTO TIEMPO... UN BESO, T.
Mi lado cursi babea un poco, pero la parte sensata de mi cerebro —la
que no está completamente loca por Tom— grita en seguida que la mujer
de su vida es la que se pone de rodillas y cumple todas sus órdenes,
instrucciones y exigencias. Soy consciente de que, aunque eso es
exactamente lo que he hecho en muchas ocasiones, también he de mantener
mi identidad y mi forma de pensar. Es tremendamente duro, porque este
hombre me afecta muchísimo. Ya se he hecho con mi cuerpo... Más bien,
se ha apoderado de él.
Suena el teléfono e ignoro la punzada de decepción que siento cuando
oigo el tono estándar, pero no puedo pasar por alto la de pánico cuando veo
el nombre de Matt en la pantalla. ¿Qué querrá?
—Hola —saludo con todo el aburrimiento que quería aparentar.
—_____, pensaba que no lo cogerías. —Su tono es de cautela, como no
podría ser de otra manera después de la que me armó. Ni yo sé por qué he
contestado.
—¿Y eso? —Mi voz destila sarcasmo. El gusano tiene agallas para
llamarme, después de lo que me dijo y de cómo se portó.
—Perdona, _____. Me pasé mucho. Fue un cúmulo de cosas. Mi jefe me
dijo que van a recortar personal y, en fin, me puse de los nervios.
Adorable. ¿Por eso quería volver conmigo? ¿Quería tener estabilidad
económica por si perdía su trabajo? ¡Capullo insolente! ¿Es consciente de
lo que me ha dicho?
—Lamento la situación —contesto con sequedad.
—Gracias. He puesto las cosas en perspectiva. Te he perdido y ahora
quizá pierda el trabajo. Todo está patas arriba. —La voz le tiembla de
emoción.
Suspiro.
—Todo irá bien —intento consolarlo—. Eres muy bueno en tu trabajo.
Lo es. Tiene la confianza en sí mismo —demasiada confianza en sí
mismo— que debe tener un comercial.
—Ya. En fin, sólo quería hacer las paces contigo.
Me parece bien siempre y cuando no empiece otra vez con el discurso
de «quiero que vuelvas conmigo». ¿En qué estaba pensando?
—Está bien. No te preocupes. Ya nos veremos, ¿vale?
—Sí. Podríamos volver a comer juntos... Como amigos —añade a
toda velocidad—. Todavía tengo algunas cajas con tus cosas.
—Las recogeré la semana que viene. Cuídate, Matt. —Ignoro su
sugerencia de quedar para comer.
—Tú también.
Cuelgo y lanzo el teléfono sobre la mesa. Por muy cretino que sea, no
le deseo que se quede en paro. Le irá bien. Me quito a Matt de la cabeza y
me concentro en sacar algo de trabajo adelante. Finjo que no miro el móvil
cada diez minutos para comprobar que está encendido y con el volumen
alto. ¿Por qué no me ha llamado?

Voy caminando por nuestra calle después de haber comprado una
botella de vino y diviso a Kate a lo lejos, saltando en medio de la calzada
como la loca pelirroja que es. Al acercarme, me fijo bien. Aparcada junto a
Margo hay otra furgoneta rosa chillón, pero nuevecita y reluciente. ¡Por fin
ha invertido en una furgo nueva! Ya era hora.
—Bonita furgo —le digo cuando me aproximo.
Se da la vuelta, los ojos azules le bailan y tiene las mejillas pálidas
sonrojadas.
—¿Tú sabes algo de esto?
«¿Yo?»
—¿Por qué iba a saber algo?
—Acabo de llegar a casa y estaba ahí aparcada. Me he quedado un
rato contemplándola, luego he entrado en casa y he tropezado con las
llaves junto a la puerta. Mira.
Me pone las llaves delante de las narices, lo que me obliga a mirar la
nota que cuelga de un hilo en el llavero.
NI UN MORATÓN MÁS EN EL CULO, POR FAVOR.
«¡No!» No habrá sido capaz. Recuerdo lo tremendo de su reacción al
ver mis maltrechas posaderas.
—¿Has hablado con Georg? —pregunto.
—Sí. Dice que hable con Tom.
—¿Por qué te habrá dicho eso? —quiero saber.
—Está claro: porque cree que Tom es el comprador misterioso. —
Pone los ojos en blanco—. Si el señor me ha comprado una furgoneta para
que no vuelvas a hacerte cardenales en el culo, pues... ¡tengo que decir que
me encanta que tengas la piel tan delicada como un melocotón!
Esto no está bien.
—Kate, no puedes aceptarla.
Me mira disgustada y sé que no habrá forma humana o divina de
obligarla a que devuelva la furgoneta. Su mirada dice que está encantada.
—¡Ni de coña! No intentes hacer que la devuelva. Ya la he bautizado.
—¿Qué? —A mi voz le falta mucha paciencia.
Pasa los dedos, largos y pálidos, por el capó.
—Te presento a Margo Junior.
Se recuesta sobre la furgoneta y acaricia el metal rosa.
Sacudo la cabeza, exasperada, y me voy a casa. Ahora todavía le gusta
más ese tonto imposible. ¿De qué va? ¿Flores para Sally y una furgoneta
para Kate? Ah, ¿y qué hay de arrojar las divisas de su majestad la reina de
Inglaterra sobre la mesa de la cocina como si fueran trapos de cocina?
—¡Me la llevo a dar una vuelta! —grita Kate.
No le contesto, sino que subo la escalera y me voy directa a la cocina
para meter las flores en un jarrón y descorchar la botella de vino. Me
termino la primera copa y me voy a la ducha. ¿Le ha comprado una
furgoneta a Kate?
Me tomo mi tiempo para quitarme el día de encima y me dejo la
crema suavizante en el pelo cinco minutos mientras me paso la cuchilla.
Cierro el grifo, escucho la canción de The Stone Roses que llevo todo el
día desesperada por oír y casi me parto el cuello al salir de la ducha para
echar a correr por el descansillo. El teléfono deja de sonar y la pantalla se
ilumina: ocho llamadas perdidas.
No, no, no. Debe de estar tirándose de los pelos. Lo llamo mientras
cruzo el descansillo hacia el salón. Miro por la ventana para ver si Kate ha
vuelto.
No está, pero Tom sí está dando vueltas por el sendero del jardín con
el mismo aspecto divino de siempre. Lleva vaqueros y un jersey fino azul
marino. Sonrío, un hormigueo me recorre el cuerpo de pies a cabeza con
sólo mirarlo. Pulsa los botones del teléfono como un poseso y, tal y como
esperaba, mi móvil se me ilumina en la mano.
«¡Ajá!»
—¡Hola! —digo tranquila y como si no pasara nada.
—¿Dónde diablos estás? —me ladra por teléfono. No hago caso de su
tono de voz.
—¿Y dónde estás tú? —contraataco. Por supuesto, sé perfectamente
dónde está. Me quedo de pie junto a la ventana, viendo cómo se pasa la
mano por el pelo. Pero entonces desaparece de mi vista en el rellano de la
puerta principal.
—Estoy en casa de Kate, echando la puerta abajo a patadas. ¿Es
mucho pedir que me cojas el teléfono a la primera?
—Estaba ocupada con otra cosa. ¿Por qué no me has llamado en todo
el día? —pregunto mientras bajo hasta la puerta principal.
—Porque, _____, ¡no quiero que sientas que te estoy agobiando! —Está
totalmente exasperado y eso me hace sonreír. Me encantan todos y cada
uno de sus rasgos de locura.
—Pero aun así me estás gritando —le recuerdo. Miro por la mirilla y
me derrito cuando lo veo apoyarse contra la pared.
—Lo sé —dice ya más tranquilo—. Me estás volviendo loco. ¿Dónde
estás?
Lo veo deslizarse hacia abajo por la pared hasta que toca el suelo con
el culo. Deja las rodillas dobladas e inclina la cabeza a un lado. Ay, no
puedo verlo así.
Abro la puerta.
—Aquí.
Me mira y suelta el teléfono, pero no intenta levantarse. Sólo me
mira, con el rostro inundado de alivio. Salgo y me deslizo por la pared de
enfrente, de tal modo que quedamos sentados uno frente al otro, rodilla con
rodilla. Esperaba que me cogiera y me obligase a entrar en casa, ya que voy
medio desnuda, pero no lo hace, sino que alarga el brazo y me pone la
mano en la rodilla. No me sorprende que provoque chispas de fuego en
todo mi ser.
—Estaba en la ducha.
—La próxima vez, llévate el móvil al baño —me ordena.
—Vale. —Le hago un saludo militar.
—¿Y tu ropa? —Me recorre el cuerpo, cubierto por una toalla, con la
mirada.
¡Ja! No iba a tenerlo esperando mientras me vestía. Me lo habría
encontrado muerto de un ataque al corazón.
—En mi armario —respondo con sequedad.
Su mano desaparece bajo la toalla, me coge por encima de la cadera
para hacerme cosquillas y la toalla se afloja.
—¡Amigo mío!
Miro hacia el sendero y veo a Georg. Cuando vuelvo a mirar a Tom,
parece como si... En fin, como si fuera a darle un ataque. Se pone de pie y
tira de mí. No sé cómo lo hace, pero consigue mantenerme cubierta con la
toalla.
—¡Georg, no te muevas, joder! —le grita.
Me coge en brazos y cruzamos la puerta a la velocidad de la luz. Oigo
a  Georg reírse a nuestras espaldas mientras Tom sube la escalera corriendo
conmigo en brazos y murmurando algo acerca de arrancar los ojos a los
curiosos. Me arroja sobre la cama.
—Vístete, vamos a salir.
Levanto la cabeza de golpe. No pienso ir a La Mansión. Me pongo de
pie, sin la toalla, y me dirijo al tocador.
—¿Adónde?
Recorre con la mirada mi cuerpo desnudo.
—He salido a correr y mientras tanto se me ha ocurrido que aún no te
he llevado a cenar. Tienes unas piernas increíbles. Vístete.
Señala mi armario con la cabeza.
Si se refiere a cenar en La Mansión, yo paso. Evitaré el lugar a toda
costa si ella va a estar allí y, dado que ya sabemos que trabaja para él, lo
más probable es que esté.
—¿Adónde? —vuelvo a preguntar mientras empiezo a aplicarme
manteca de coco en las piernas.
—A un pequeño italiano que conozco. Anda, vístete antes de que me
cobre mi deuda.
De pie, me masajeo lentamente con la crema.
—¿Qué deuda?
Levanta las cejas.
—Me debes una.
—¿Cómo que te debo una? —Frunzo el ceño, pero sé exactamente a
qué se refiere.
—Claro que me la debes. Te espero fuera, no sea que me dé por
cobrármela antes de tiempo. —Me lanza una sonrisa picarona—. No quiero
que pienses que es sólo sexo.
Me deja con ese pequeño comentario antes de irse.
Ah, ¿no es sólo sexo? Esas palabras me han alegrado el día. Quizá esta
noche descubra qué trama esa maravillosa y compleja cabecita suya. De
repente, me inunda la esperanza.
Tras darle muchas vueltas a qué voy a ponerme —me sorprende que
no lo haya decidido por mí—, me decanto por unos pantalones capri beige,
una camisa de seda en nude y unas bailarinas color crema. Me aseguro de
ponerme un conjunto de ropa interior de encaje color coral; le encanta
verme vestida de encaje. Me hago un recogido informal, me pinto los ojos
ahumados y termino con un brillo de labios sin apenas color.
Salgo al descansillo y me encuentro a un Tom irritado dando vueltas
de un lado a otro. Frunzo el ceño.
—Tampoco he tardado tanto.
Levanta la vista y me dedica una sonrisa gloriosa, reservada sólo para
mujeres, y vuelvo a sentirme segura. Me acerco a él y me mira de arriba
abajo con satisfacción. En cuanto estoy lo bastante cerca, tira de mí hacia
su cuerpo musculoso.
—¿Cómo es posible que seas tan bonita? —susurra en mi pelo.
—Lo mismo digo. ¿Dónde está Georg?
—Kate le está dando un paseo en la furgoneta.
Ah, casi me había olvidado de Margo Junior. Me aparto y le lanzo una
mirada llena de sospecha.
—¿Le has comprado tú esa furgoneta a Kate?
Sonríe satisfecho.
—¿Estás celosa?
«¿Qué?»
—¡No!
Se pone serio.
—Sí, se la he comprado yo.
—¿Por qué?
¿Acaso no le parece raro? ¿Está intentando sobornar a mi amiga para
que pase por alto su comportamiento irracional?
—Pues, _____, porque no quiero que vayas dando tumbos en esa
chatarra sobre ruedas, por eso. Y no tengo por qué darte explicaciones —
me bufa, y cruza los brazos para mantenerse alejado de mí.
Me entra la risa.
—¿Le has comprado una furgoneta a mi mejor amiga para que no me
lastime cuando sujete una tarta? —Es para morirse.
Me mira y adopta una expresión muy digna.
—Como ya he dicho, no tengo por qué darte explicaciones. Vámonos.
Me coge de la mano y me conduce hasta abajo, al coche.
—Le has alegrado el día a Sally —comento mientras corro para poder
seguir el ritmo de sus largas zancadas.
—¿Quién es Sally?
—La criatura desvalida de mi oficina —le recuerdo. Empiezo a
sopesar si la mala memoria es también un síntoma de la edad.
—Ah, ¿me ha perdonado?
—Del todo —musito.
Kate nos ve y se lanza a los brazos de Tom.
—¡Gracias! —le repite una y otra vez en la cara.
Tom se abraza a ella con la mano que tiene libre y ella continúa
lanzando grititos de emoción junto a su oído. Pongo los ojos en blanco y
miro a Georg, que sacude la cabeza. Me reconforta saber que él también
opina que se ha pasado un poco.
—El que sale ganando soy yo, Kate, no tú —le dice.
Ella lo suelta.
—¡Lo sé! —Sonríe y me mira con sus brillantes ojos azules—. ¡Lo
adoro!
—Eh, ¿y a mí no? —grita Georg. Kate va corriendo a abrazarlo.
Pongo los ojos en blanco otra vez. Estoy rodeada de locos.

Aparcamos en la puerta de un pequeño restaurante italiano del West
End. Salgo del coche y Tom viene a por mí. Me coge de la mano y me
lleva a lo que sólo puede describirse como una sala de estar. La
iluminación es tenue y todo está lleno de trastos italianos. Es como si me
hubiera trasladado en el tiempo a la Italia de la década de los ochenta.
—Señor Tom, me alegro de verlo —dice un hombrecillo italiano que
se acerca a nosotros de inmediato. Luce una expresión de felicidad natural.
Tom le estrecha la mano con afecto.
—Luigi, yo también me alegro de verte.
—Venga, venga. —Luigi nos hace gestos para que nos adentremos
más en la estancia.
Nos sienta a una pequeña mesa en un rincón. El mantel es de color
crema y lleva bordado la «Italia Turrita». Es muy bonito.
—Luigi, ésta es _____. —Tom nos presenta.
El italiano me hace una reverencia con la cabeza.
—Un nombre precioso para una dama preciosa, ¿sí? —Es tan directo
que me siento un poco avergonzada—. ¿Qué desea el señor Tom?
—¿Me permites? —me pregunta Tom señalando el menú con la
cabeza.
¿Me está pidiendo permiso?
—Es lo que sueles hacer —murmuro.
Arquea una ceja y pone morritos, como diciéndome que no tiente mi
suerte. Lo dejo a lo suyo. Está claro que sabe cuáles son los mejores platos
del menú.
—Muy bien, Luigi. Tomaremos dos de fettuccini con calabaza,
parmesano y salsa de limón con nata, una botella de Famiglia Anselma
Barolo 2000 y agua. ¿Lo tienes todo?
Luigi toma nota a toda velocidad en su cuaderno y da un paso atrás.
—Sí, sí, señor Tom. Ahora me voy.
Tom sonríe con afecto.
—Gracias, Luigi.
Miro el restaurante, que está lleno de trastos.
—A esto sí que se le llama mierda italiana —murmuro pensativa.
Cuando mi mirada se encuentra con la de Tom, veo una sonrisa de oreja a
oreja sobre un labio mordido—. ¿Vienes a menudo?
Su sonrisa se hace más amplia y entramos en el territorio de las
rodillas que se vuelven de gelatina.
—¿Estás intentando seducirme?
—Por supuesto —sonrío, y él cambia de postura en su silla.
—Mario, el barman de La Mansión, insistió en que lo probara y eso
hice. Luigi es su hermano.
—¿Luigi y Mario? —suelto, más bien con poca educación. Tom
levanta las cejas y me lanza una mirada—. Lo siento. ¡Es que ésa sí que no
me la esperaba!
—Ya lo veo. —Frunce el ceño cuando Luigi se acerca con las bebidas.
Tom me sirve vino a mí y agua para él.
—¿No habrás pedido una botella entera para mí? —le suelto—. ¿Tú
no vas a beber nada?
Por Dios, voy a acabar como una cuba.
—No. Tengo que conducir.
—¿Y a mí me permites beber?
Aprieta los labios hasta convertirlos en una línea recta, pero veo que
está intentando reprimir una sonrisa ante mi descaro.
—Te lo permito.
Sonrío, cojo la copa y bebo con cuidado mientras él me observa. El
vino está espectacular.
Cuando miro al hombre guapísimo y neurótico que tengo al otro lado
de la mesa, al que me ha jodido los planes pero bien, mi cerebro sufre de
repente un bombardeo de preguntas.
—Quiero saber qué edad tienes —digo segura de mí misma. Ese
asunto de la edad se está convirtiendo en una estupidez.
Acaricia el borde de la copa con la punta del dedo y me mira.
—Veintiocho. Háblame de tu familia.
¿Eh? ¡Ah, no, no, no!
—Yo he preguntado primero.
—Y yo te he contestado. Háblame de tu familia.
Sacudo la cabeza de desesperación y me resigno ante el hecho de que
estoy enamorada de un hombre cuya edad desconozco, y posiblemente
nunca la sepa.
—Se jubilaron y viven en Newquay desde hace unos años —suspiro
—. Mi padre dirigía una empresa de construcción y mi madre era ama de
casa. Mi padre tuvo un amago de infarto, cogió la jubilación anticipada y
se fueron a Cornualles. Mi hermano está viviendo sus sueños en Australia.
—Ahí tiene los titulares—. ¿Por qué no hablas de los tuyos? —le pregunto.
Sé que me estoy metiendo en terreno pantanoso, sobre todo después de lo
que contestó la última vez que le pregunté.
Espero con cautela, casi con recelo, su reacción. Me deja más que
sorprendida cuando bebe un sorbo de agua y se lanza a responder.
—Viven en Marbella. Mi hermana también está allí. No hablo con
ellos desde hace años. No aprobaron que Carmichael me dejara La
Mansión y todas sus posesiones.
¿Eh?
—¿Te lo dejó todo a ti? —Entiendo que eso pueda causar una reyerta
familiar, y más cuando también hay una hermana de por medio.
—Eso es. Estábamos muy unidos y no se hablaba con mis padres. No
les gustaba.
—¿No les gustaba vuestra relación?
—No. —Empieza a mordisquearse el labio.
—¿Había algo reprobable? —Ahora sí que siento curiosidad.
Suspira.
—Cuando dejé la universidad me pasaba todo el tiempo con
Carmichael. Mi madre, mi padre y Amalie se fueron a vivir a España y yo
me negué a irme con ellos. Tenía dieciocho años y me lo estaba pasando
como nunca. Me fui a vivir con Carmichael cuando se marcharon. No les
hizo mucha gracia. —Se encoge de hombros—. Tres años después,
Carmichael murió y yo me hice cargo de La Mansión. —Lo cuenta sin
emoción. Bebe otro trago de agua—. La relación se resintió después de
aquello. Me exigieron que vendiera La Mansión, pero yo no podía, era el
legado de Carmichael.
Jesús. He descubierto más sobre este hombre en cinco minutos que en
todo el tiempo que ha pasado desde que lo conozco. ¿Por qué está tan
hablador esta noche? Decido aprovecharme, no sé cuándo volverá a
presentarse la ocasión.
—¿Qué sueles hacer para divertirte?
Sus ojos marrones se iluminan y sonríe con malicia.
—Follarte.
Abro los ojos como platos y trago saliva con dificultad. ¿Me
considera una diversión? Ahora me siento como una mierda. Me revuelvo
en la silla y doy un sorbo al vino para apartar la mirada. Odio este bajón
que me entra de vez en cuando últimamente. Un instante estoy en el
séptimo cielo de Tom y, al siguiente, cualquier comentario hace que me dé
de bruces contra la cruda realidad. No puedo con tantas señales
contradictorias.
—Te gusta el poder en el dormitorio —le digo sin sonrojarme ni un
poquito. Estoy orgullosa de mí misma. Su habilidad y la influencia que
tiene sobre todo mi ser me ponen nerviosa.
—Sí. —Contemplo su rostro impasible cuando mi mirada vuelve a la
suya.
—¿Eres un dominante? —Suelto, y me clavo mentalmente en las
posaderas el elegante tenedor plata. ¿De dónde ha salido eso?
Se atraganta y está a punto de escupirme el agua encima. ¿Por qué
habré preguntado eso?
Deja la copa sobre la mesa, coge la servilleta, se limpia la boca y
sacude la cabeza con una media sonrisa.
—_____, no necesito esa clase de arreglo para conseguir que una mujer
haga lo que yo quiero en el dormitorio. No tengo ni tiempo ni ganas de
practicar ese tipo de mierda.
Me relajo un poco.
—Parece que me estás dedicando mucho tiempo.
—Supongo que sí.
Comienza a mirar al vacío, pensativo.
—Eres muy controlador —afirmo con frialdad sin apartar la vista de
mi copa. Voy a poner también ese tema sobre la mesa.
—Mírame —exige con suavidad y, como la esclava que soy, lo miro.
Sus ojos marrones se han suavizado. Se reclina, relajado, en la silla—. Sólo
contigo.
—¿Por qué?
—No lo sé. —Se da un breve mordisco en el labio—. Me vuelves
loco.
¿Qué? En fin, eso lo aclara todo. ¿Se cree que necesito una especie de
padre? Estoy hecha un lío. Suspiro en el interior de la copa de vino. ¿Que
lo vuelvo loco? «¡Lo mismo te digo, Kaulitz!»
—Aquí está tu pasta —dice. Alzo la vista y veo a Luigi, que se acerca
cantando. He perdido el apetito.
—Gente encantadora —coloca dos generosos cuencos ante nosotros
—, buon appetito!
—Gracias, Luigi —sonríe Tom con educación. Me lanza una mirada
inquisitiva, pero la ignoro y sonrío agradecida a Luigi. Es igualito que
Mario.
Revuelvo la pasta con el tenedor. Huele a gloria, pero estoy tan
confusa que se me ha cerrado el estómago. Jugueteo con ella un momento
y luego pruebo un bocado.
—¿Está buena? —pregunta Tom.
Asiento poco convencida, a pesar de que está deliciosa. Comemos un
rato en silencio, mirándonos de vez en cuando. La comida es maravillosa, y
me siento culpable por no estar disfrutándola como se merece.
—¿Cuándo compraste el ático? —pregunto.
Detiene el tenedor de camino a su boca.
—En marzo —me contesta. Se toma el último bocado y aparta el
cuenco antes de coger el vaso de agua.
—Nunca me has dicho por qué pediste que fuera yo personalmente
quien se encargara de la ampliación de La Mansión.
Me rindo con la pasta y aparto el cuenco.
Tom mira mi plato a medias y luego me mira a mí.
—Compré el ático y me encantó lo que habías hecho con él. Te
garantizo que no esperaba que aparecieras contoneando tu silueta perfecta,
con esa piel aceitunada y esos ojazos marrones. —Sacude la cabeza como
intentando borrar el recuerdo.
Me siento mejor sabiendo que se quedó tan sorprendido de verme
como yo de verlo a él.
—No eras exactamente el señor de La Mansión que me esperaba —le
digo. Yo también me estremezco al recordar el efecto que me produjo; el
efecto que todavía tiene sobre mí—. ¿Cómo sabías dónde estaba aquel
lunes al mediodía, cuando tropecé contigo en el bar?
Se encoge de hombros.
—Tuve suerte.
—Ya, claro.
Me seguiste, más bien.
Alzo la vista y detecto una sonrisa en la comisura de sus deliciosos
labios.
—Cuando te fuiste de La Mansión no podía pensar en otra cosa.
—Así que me perseguiste sin descanso —le respondo con calma.
—Tenías que ser mía.
—Y ya lo soy. ¿Siempre consigues lo que deseas?
Me observa desde el otro lado de la mesa y se inclina hacia adelante,
muy serio.
—No puedo contestar a eso, ______, porque nunca he deseado nada lo
suficiente como para perseguirlo sin descanso. No del modo en que te
deseaba a ti.
Habla en pasado.
—¿Aún me deseas?
Se reclina en la silla y me estudia mientras acaricia su copa.
—Más que a nada.
Se me escapa un pequeño suspiro. No sé si es de alivio o de deseo. Ya
no sé nada.
—Soy tuya —digo con decisión.
Ya está. Acabo de ponerle el corazón en bandeja a este hombre.
Se pasa la lengua lentamente por el labio inferior.
—______, eres mía desde que apareciste por La Mansión.
—¿Sí?
—Sí. ¿Pasarás la noche conmigo?
—¿Es una pregunta o una orden?
—Una pregunta, pero si das la respuesta equivocada estoy seguro de
que pensaré en algo para hacerte cambiar de idea. —Sonríe un poco.
—Pasaré la noche contigo.
Asiente con aprobación.
—¿Y la noche de mañana?
—Sí.
—Tómate el día libre —me ordena.
—No.
Entorna los ojos.
—¿Y el viernes por la noche?
—He quedado con Kate para salir el viernes por la noche —le
informo. Resisto la tentación de alargar la mano, cogerme un mechón de
pelo y retorcerlo entre los dedos. No puede esperar que esté siempre a su
disposición. Confío en que Kate no tenga planes.
Sus ojos, entrecerrados, se oscurecen.
—Cancélalo.
Esto es algo que tengo que aclarar cuanto antes: sus neurosis son poco
razonables.
—Voy a tomar unas cuantas copas con mis amigos. No puedes
impedirme que los vea, Tom.
—¿Cuántas copas son unas cuantas?
Noto que frunzo el ceño.
—No lo sé. Depende de cómo me encuentre. —Lo miro, acusadora.
Sospecho que es posible que el viernes esté hecha polvo si sigue
portándose como un loco. Me da dolor de cabeza y hace que el cuerpo me
duela de deseo.
Empieza a mordisquearse el labio inferior otra vez, la cabeza le va a
mil por hora. Está intentando averiguar cómo salirse con la suya. Con la
que pillé el sábado pasado no me he hecho ningún favor. Fue culpa suya.
¿Debería decírselo?
—No quiero que salgas a beber sin mí —dice con firmeza.
—Pues qué mala suerte. —Dios, estoy siendo valiente ¿Qué
graduación tiene este vino?
—Ya veremos —dice para sí.
Permanecemos sentados en silencio, mirándonos el uno al otro, él
enfadado y yo ocultando una sonrisilla. A los pocos instantes, se reclina en
su silla como si nada, un poco de lado, con una intención clara en la
mirada. No me aparto tímidamente de ella, sino que igualo su intensidad.
Es un desafío a cara descubierta. Lo deseo con desesperación a pesar de
que es un tanto difícil.
Luigi se acerca para recoger los platos e interrumpe el momento.
—¿Les ha gustado? —dice señalando los platos.
Tom no rompe la conexión.
—Estupendo, Luigi. Gracias. —Su voz es gutural y está dando
golpecitos en la mesa con el dedo corazón. Noto que me roza la pierna con
la suya y no hace falta más para que se me acelere la respiración y mis
terminaciones nerviosas cobren vida. Estoy ardiendo de pies a cabeza... Y
lo sabe.
—Luigi, la cuenta, por favor. —Su tono amigable ha pasado a ser
apremiante.
Parece que el italiano capta el mensaje porque no nos ofrece la carta
de postres. Se marcha y vuelve, casi de inmediato, con un plato negro con
caramelos de menta y un trozo de papel. Sin siquiera mirarla, Tom se
levanta, saca un fajo de billetes del bolsillo de sus vaqueros y deja varios
encima de la mesa.
Estira el brazo hacia mí y me coge de la mano.
—Nos vamos.
Me levanta de la silla y apenas me da tiempo a coger el bolso y a dejar
la servilleta encima de la mesa. Me lleva a toda velocidad hacia la puerta.
—¿Tienes prisa? —pregunto mientras me conduce hacia el coche por
el codo.
No hace el menor intento de aminorar el paso.
—Sí.
Cuando llegamos al coche, me da la vuelta y me empuja contra la
puerta. Su frente encuentra la mía y nuestros alientos, profundos, se funden
en el escaso espacio que separa nuestras bocas. Su erección resulta
dolorosamente dura contra la parte inferior de mi abdomen.
Por Dios, lo quiero aquí y ahora. Me da igual si a la gente le da por
mirar.
—Voy a follarte hasta que veas las estrellas, _____. —Su voz es áspera
cuando mueve las caderas contra las mías. Lanzo un gemido—. Mañana no
vas a ir a trabajar porque no vas a poder ni andar. Sube al coche.
Lo haría, pero ya me cuesta andar. El suspense me ha dejado inmóvil.
Pasan unos segundos y sigo sin poder convencer a mis piernas de que
se muevan, así que me aparta, abre la puerta y, con cuidado, me deposita en

el asiento del copiloto.

4 comentarios:

  1. Aveces ne estresa Tom es muy cortante. Y (tn) se deja uchoo..

    Siguelaa

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  2. Tom esta sintiendo algo muy fuerte x (Tn) el problema es que se de cuenta de ello y quiera aceptarlo y ps (Tn) cada vez se enamora mas de el, me encanto virgi sube pronto please!!!

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