CAPITULO 23.-
Después de soltarme una
charla sobre la irresponsabilidad, la doctora
Monroe, nuestra doctora
de toda la vida, me receta los anticonceptivos y
me manda a casa, no sin
antes preguntarme cómo les va a mis padres en
Newquay. Como la razón
principal para que se marcharan de la gran ciudad
fue la salud de mi padre,
se alegra de saber que todo va bien.
Paro en la farmacia de
camino a casa y llego a la puerta justo antes de
las seis. Es estupendo
llegar a casa tan pronto para variar. Me sorprende
que Kate no esté, pero
veo a Margo aparcada fuera, así que no está
repartiendo tartas.
Me doy una ducha, me
pongo unos pantalones cortos y una camiseta
de tirantes y me seco el
pelo con el secador. Cuando termino, saco el
teléfono del bolso y
pongo los ojos en blanco al ver las veinte llamadas
perdidas. En un arranque
de sensatez, borro los cinco mensajes que hay sin
leerlos. De pronto el
móvil empieza a iluminarse en mi mano mientras me
dirijo a la cocina. ¿Es
que este hombre no se cansa? Se nota que no está
acostumbrado a que lo
rechacen, y está claro que no le gusta.
Me sirvo una copa de vino
y la golpeo con la botella a causa del
respingo que doy al oír
un fuerte golpe en la puerta de casa.
—¡______!
—Ay, Dios —mascullo.
—¡______! —ruge al tiempo
que vuelve a golpear la puerta.
Cruzo a toda prisa el
salón para atisbar a través de la persiana y veo a
Tom mirando fijamente
hacia la ventana. Está muy agitado. Pero ¿qué le
pasa a este hombre? Puede
quedarse ahí fuera toda la noche si quiere
porque no pienso abrirle.
Colocarme frente a él, cara a cara, sería todo un
error. Se lleva el móvil
a la oreja y el mío empieza a sonar una vez más.
Rechazo la llamada y lo
observo mientras mira su teléfono con
incredulidad.
—¡______! ¡Abre la puta
puerta!
—No —replico, y veo que
recorre el camino hasta la carretera. Casi
me da un infarto al ver
llegar a Georg en su Porsche. Kate baja de él.
«¡Mierda!»
Se acerca a Tom, que no
para de hacer aspavientos con los brazos
como un loco. Georg se
une a ellos en la acera y le da unas palmaditas el
hombro para ofrecerle
consuelo. Hablan durante unos instantes y Kate se
dirige hacia la puerta de
casa seguida por los dos hombres.
—¡No, Kate! —le grito a
la ventana—. ¡Joder, joder, joder, joder!
Se acabó, ¡nuestra
amistad se ha terminado!
Me quedo ahí plantada en
el salón. Oigo que la puerta se abre y golpea
la pared, y después unos
pasos decididos que suben a toda prisa por la
escalera. Tom entra de
inmediato como un rayo en el salón. La ira de su
rostro se torna en alivio
durante unos instantes, pero luego se transforma
de nuevo en furia
absoluta. Su traje gris está perfectamente planchado y
aseado, a diferencia de
su pelo desaliñado y su frente sudorosa.
—¿Dónde COJONES has
estado? —me grita tan fuerte que siento,
literalmente hablando, su
aliento en las orejas—. ¡Casi me vuelvo loco!
«No hace falta que lo
jures.»
Me quedo de pie
mirándolo, completamente estupefacta. No sé qué
decir. ¿De verdad cree
que le debo explicaciones? Kate y Georg entran detrás
de él, callados y
nerviosos. Miro a Kate y sacudo la cabeza. Me muero por
preguntarle si «este» Tom
también le gusta.
—Nosotros nos vamos al The
Cock a tomar algo —anuncia Georg con
voz serena, y coge a Kate
de la mano y se la lleva escaleras abajo. Ella no
hace nada por detenerlo.
Se marchan y yo maldigo para mis adentros a esos
gallinas por dejarme a
solas con este pirado.
Inspira profundamente
unas cuantas veces para calmarse. Mira al
techo con gesto de
cansancio antes de volver a clavar su abrasadora mirada
en la mía y llegar con
ella hasta lo más profundo de mi ser.
—¿Es que necesitas un
recordatorio?
Se me ha abierto tanto la
boca que debe de haber llegado hasta la
moqueta. Definitivamente,
para él todo se reduce al sexo. Tiene una
seguridad en sí mismo
pasmosa y la opinión que posee de mí es
inexcusable.
—¡No! —le grito mientras
paso delante de él rápidamente en
dirección a la cocina.
¡Necesito ese trago! Me sigue y se queda mirándome
mientras tiro el móvil
contra la encimera y cojo la botella de vino—. ¡Eres
un cabrón! —bramo
mientras me sirvo el vino con las manos temblorosas.
Estoy cabreadísima. Me
vuelvo y le lanzo la peor de mis miradas. Parece
afectarle ligeramente, lo
cual me llena de satisfacción—. Ya has
conseguido lo que
querías. Igual que yo. Dejemos ya esta mierda —le
espeto.
Yo no he conseguido lo
que quería, ni lo más mínimo, pero hago caso
omiso de la voz que me lo
recuerda a gritos desde mi interior. Tengo que
parar esto antes de que
la intensidad de Tom Kaulitz me arrastre aún más.
—¡Esa puta boca! —me
grita—. ¿De qué estás hablando? Yo no he
conseguido lo que quería.
—¿Quieres más? —Doy un
sorbo rápido al vino—. Bueno, pues yo
no, así que deja de
perseguirme, Tom. ¡Y deja de gritarme! —Trato de
sonar cruel, pero me temo
que sólo he conseguido sonar patética. Algo
tiene que funcionar. Doy
otro gran trago al vino y me sobresalto cuando la
copa desaparece de mi
mano y se estrella contra la pila. Hago una mueca
de dolor al oír el ruido
del cristal haciéndose añicos.
—¡No hace falta que bebas
como si tuvieras quince años! —me chilla.
Mantengo los puños
cerrados a ambos lados de mi cuerpo e intento
calmarme recurriendo a
toda mi fuerza de voluntad.
—¡Lárgate! —le grito.
Mis intentos están
fracasando por completo. Mi desesperación va en
aumento.
Me encojo al oírlo rugir
de frustración y golpear la puerta de la cocina
con tal fuerza que deja
una marca enorme en la madera.
«¡Mierda, mierda!» Me
quedo inmóvil, con los ojos como platos y la
boca bien cerrada, al ver
su feroz reacción a mi rechazo. Se vuelve hacia
mí sacudiendo un poco la
mano y sus maravillosos ojos marrones me
atraviesan.
Joder, eso ha tenido que
doler. Estoy a punto de acercarme al
congelador a coger un
poco de hielo, pero entonces empieza a acercarse a
mí como un depredador. Me
agarro al borde de la encimera que tengo
detrás y lo veo
aproximarse hasta detenerse frente a mí. Se inclina y coloca
las manos sobre las mías.
Me ha atrapado.
Noto su respiración
agitada en mi rostro, frunce el ceño y estampa los
labios contra mi boca.
Noto que me roba literalmente el aliento mientras
me retuerzo debajo de él
para intentar liberarme. ¿Qué está haciendo? En
realidad sé muy bien lo
que está haciendo. Va a echarme un polvo
recordatorio. Estoy
jodida.
Aprieta los labios contra
los míos con más fuerza, pero no acepto su
beso. Sigo diciéndome a
mí misma que esto es malo, que no me hace
ningún bien. Si transijo,
acabará doliéndome aún más, lo sé. Procuro
liberarme, sin mucho
entusiasmo, pero él gruñe y me sujeta las manos con
más fuerza. No iré a
ninguna parte. Su determinación por vencerme anula
mis desesperados intentos
de pararlo.
Me acaricia el labio
inferior con la lengua y yo sigo negándole el
acceso a mi boca. Tiemblo
al tratar de luchar contra las reacciones de mi
cuerpo a sus estímulos.
Sé que si consigue entrar habré perdido, así que
mantengo los labios
obstinadamente cerrados mientras ruego al cielo que
se rinda ya.
Me suelta una mano y, al
instante, lo agarro del bíceps para empujarlo
y alejarlo de mí, pero no
sirve de nada. Tiene una fuerza descomunal, y aún
más determinación. Mis
cándidos intentos de liberarme no le afectan lo
más mínimo.
Me coge de la cadera con
firmeza y yo doy un respingo debajo de su
cuerpo, pero me apresa
contra la encimera. Me tiene atrapada por
completo, aunque sigo
rechazando sus besos desafiantemente y
manteniendo los labios
cerrados. Aparto la cabeza cuando me suelta un
poco.
—Serás cabezota
—masculla, y aprieta los labios contra mi cuello, lo
lame y lo mordisquea
hasta llegar a la clavícula, y traza círculos largos y
húmedos con la lengua
antes de ascender hasta mi oreja para morderme el
lóbulo.
Aprieto los ojos con
fuerza y suplico que mi autocontrol aguante su
irresistible contacto.
Empiezo a clavarle las uñas en el antebrazo tenso y
luego cierro los labios
firmemente por miedo a dejar escapar algún grito de
placer. Aparta las manos
de mi cadera, las desliza lentamente por mi
vientre y entonces me
levanta la goma de los pantalones cortos.
—Para. ¡Para, por favor!
—grito.
—______, para tú. Para
ya.
Mete el dedo índice por
debajo de la tela y empieza a moverlo de
izquierda a derecha con
lentitud mientras sus labios continúan atacándome
la oreja y el cuello.
Tengo ganas de llorar de frustración.
La cálida fricción hace
que se me doblen las rodillas y me provoca
violentos temblores por
todo el cuerpo. Ríe ligeramente, un sonido gutural
que me genera vibraciones
por toda la columna y un leve latido en el
centro de mi intimidad.
Cierro los muslos con fuerza, desplazo la mano de
su brazo a su pecho y
empujo en vano. No sé ni por qué lo intento. Estoy a
un paso de rendirme. No
deja de insistir con pasión, y yo estoy enamorada
de él. La cabeza va a
estallarme, y no sé si de placer o de confusión. Estoy
hecha un puñetero lío.
Cuando sus labios regresan a los míos sigo resistiéndome,
haciendo todo lo posible por bloquearle la entrada. Mi pobre cerebro envía a mi
cuerpo millones de órdenes diferentes: lucha, resiste,
acéptalo, bésalo, dale
un rodillazo en los huevos.
Y entonces su mano se cuela dentro de mis bragas, me separa
los
labios con los dedos y siento que una descarga eléctrica me
recorre el
cuerpo. Me acaricia el clítoris muy suavemente. Me hace
temblar y abro la
boca para lanzar un grito de placer. Aprovechando mi momento
de
debilidad, me introduce la lengua en la boca y explora y lame
todos sus
rincones mientras su pulgar sigue trazando círculos en mi sexo
ardiente. Le
devuelvo el beso.
—Suéltame la mano —jadeo, y flexiono los músculos del brazo.
Debe de saber que me ha vencido, porque la libera con un
gemido y
me agarra la nuca inmediatamente. Le rodeo el cuello con los
brazos y lo
acerco más a mí... así, sin más.
Empuja las caderas contra su mano para aumentar la presión de
su
asalto a mi intimidad y me mete los dedos. Mis músculos lo
atrapan con
fuerza y gimo.
Se aparta de mí, entre jadeos, y me contempla con esa mirada
oscura y
brillante.
—Ya me imaginaba —dice, y su voz grave me acerca más al
orgasmo.
Vuelve a pegar sus labios a los míos, y yo los acepto, acepto
todo lo
que me hace. Una vez más, soy esclava de este hombre neurótico
y
maravilloso. Mi fuerza de voluntad ha desaparecido y mis
debilidades se
han acentuado.
Le paso las manos por el traje negro y hundo los dedos entre
su pelo
castaño y sucio mientras él continúa penetrándome con los
suyos a un ritmo
dolorosamente lento y controlado. Tengo ganas de llorar de
placer y de
frustración, pero ¿cómo voy a resistirme? Jamás lograré
escapar de él.
Ahora que he dejado de resistirme, su lengua se mueve a un
ritmo más
calmado. El calor de nuestras bocas unidas me resulta natural
y absoluto.
Mis muslos se tensan ante el clímax inminente que amenaza con
atacarme
desde todas las direcciones, así que me aferro con más fuerza
al pelo de
Tom. Capta el mensaje, me besa con más intensidad y las
caricias de sus
dedos y de su pulgar se vuelven más firmes. El placer estalla
en mi interior
y salgo despedida hacia el cielo. Mi mente se queda en blanco,
excepto por
la inmensa dicha que me inunda al liberar la tensión que había
acumulado.
Le muerdo el labio. Él gime. «¡Joder!»
Sus caricias cesan y yo libero su labio de mis dientes
apretados. Creo
percibir un ligero sabor a sangre, pero no abro los ojos para
confirmarlo.
Le estaría bien empleado, de todos modos.
—¿Ya te has acordado? —susurra suavemente en mis labios. Yo
suspiro, abro los ojos y lo miro a los suyos. No le contesto.
Él ya sabe la
respuesta. No se me había olvidado, como ninguna de las otras
veces. No
me exige que le responda. Se inclina sobre mí y me besa con
ternura en la
boca. Yo le paso la lengua por el labio inferior y le lamo la
gota de sangre
de la herida que le he hecho.
—Te he hecho sangrar.
—Bruta —dice, y saca los dedos de mi sexo lentamente y me los
mete
en la boca. Observa con detenimiento cómo los lamo y una leve
sonrisa se
dibuja en sus labios. Ya ha conseguido lo que quería otra vez:
que me
rindiera ante él.
Me coloca sobre la encimera.
—¿Por qué huías de mí? —Busca mi mirada mientras apoya las
manos a ambos lados de mis muslos y se inclina sobre mí.
Yo agacho la cabeza. No puedo mirarlo a la cara. ¿Qué voy a
decirle?
¿Que me he enamorado de él? Quizá debería hacerlo, así a lo
mejor se
agobia y me deja en paz. Finalmente, me encojo de hombros.
Me pone el dedo índice bajo la barbilla y me levanta la cara
para
obligarme a mirar su atractivo rostro.
Arquea una ceja a la espera de mi respuesta.
—Contéstame, nena.
—No lo sé.
Pone los ojos en blanco y me aparta la mano del mechón de pelo
que
me estoy enroscando alrededor del dedo.
—Mientes fatal, _____.
—Ya lo sé —resoplo. Tengo que dejar esta manía ya.
—Dímelo ahora mismo —ordena con serenidad.
Suspiro.
—Me estás distrayendo. No quiero que me hagas daño. —Muy bien,
ahí la tiene. Es la verdad. Sólo he omitido el insignificante
gran detalle de
lo que siento por él.
Se muerde el labio inferior mientras parece darle vueltas a la
cabeza.
No sabe qué decir ante eso. Me alegro de no haberle soltado lo
del amor.
—Ya —se limita a decir. ¿Ya está? ¿Eso es todo?—. ¿Soy una
distracción? —pregunta.
—Sí —refunfuño. «¡De la peor clase!»
—Pues a mí me gusta distraerte —dice con un puchero.
—Y a mí que me distraigas —farfullo malhumorada. Me he dado
cuenta de que ha pasado por alto la parte de hacerme daño y
que se ha
centrado por completo en las tácticas de distracción.
—¿De qué te distraigo?
—De ser sensata —respondo con tranquilidad. El efecto
embriagador
que tiene sobre mi cuerpo está arraigándose en mi cerebro.
Dijo que haría
que lo necesitase, y lo está cumpliendo.
Me sonríe totalmente satisfecho, y su mirada se torna oscura y
prometedora de nuevo.
—Voy a distraerte un poco más. Tenemos que hacer las paces.
—Su
voz grave reaviva mi deseo por él. Me agarra por debajo del
culo y me
levanta de la encimera para colocarme a horcajadas sobre su
cintura.
—¿No acabamos de hacerlas?
—No como es debido. Tenemos que hacer las paces como debe ser.
Es
lo más sensato. Vamos a dejar de huir, _____.
Sonrío y me abrazo a su espalda mientras él sale de la cocina
conmigo
a cuestas, cierra la puerta de una patada y pone rumbo a mi
dormitorio. Me
deja en el borde de la cama y me quita la camiseta por la
cabeza, de modo
que deja al descubierto mis pechos desnudos. Sonríe, me mira a
los ojos y
lanza la prenda al suelo. Empieza a tirar de la cintura de los
pantalones
cortos y me insta a levantar el culo para que pueda
deslizarlos por mis
piernas y arrastrar las bragas con ellos.
—No te muevas —ordena, y aparta las manos para quitarse la
corbata.
Unas chispas de anticipación me recorren el cuerpo mientras
observo
cómo se desviste lentamente delante de mí. Tras la corbata
llega la
chaqueta, y después se desabrocha la camisa botón a botón.
«¡Más de prisa!» El movimiento de los músculos de su pecho me
hace
babear mientras lo tengo delante de mí, tomándose su tiempo
para
desvestirse. Dirijo la mirada automáticamente a su cicatriz.
Estoy
desesperada por saber cómo se la hizo.
—Mírame, _____.
Alzo la vista hacia sus ojos al instante. Sus dos ojos
marrones me
estudian detenidamente mientras se quita los zapatos, los
calcetines y los
pantalones. Finalmente, se baja los calzoncillos por las
piernas. Su
erección queda libre y a la altura de mis ojos. Si me inclino
hacia adelante
y abro la boca, me haré con el control. No estaría mal para
variar. Lo miro
y veo que sonríe con ojos ardientes.
—Necesito estar dentro de ti con desesperación después de
haberme
pasado los dos últimos días buscándote —dice con tono
socarrón—. Pero
me encantará follarte la boca después. Me lo debes.
Una poderosa palpitación estalla en mi sexo cuando se agacha,
me
envuelve la cintura con el brazo, se sube a la cama y me
coloca
cuidadosamente debajo de él. Me abre los muslos con la rodilla
y se
acomoda entre ellos, con los antebrazos a ambos lados de mi
cabeza y
mirándome con ojos tiernos. Siento ganas de llorar.
Mis planes de alejarme antes de que fuera demasiado tarde han
resultado un total fracaso. Ya es demasiado tarde, y su empeño
por tenerme
como y cuando quiera no ayuda.
—No volverás a huir de mí —dice con voz suave pero firme.
Sé que tengo que contestar. Niego con la cabeza y lo agarro de
los
hombros.
—Quiero que me contestes,
_____ —susurra. La gruesa punta de su erección me presiona en la puerta de
entrada y me provoca un placer
inconmensurable.
—No lo haré —confirmo.
Asiente y me mantiene la
mirada mientras se aparta lentamente y
empuja hacia adelante
para hundirse hasta el fondo en mí. Gimo y me
agarro con más fuerza a
sus hombros al tiempo que me revuelvo debajo de
él. La sensación de
tenerlo dentro es maravillosa, y pronto me acostumbro
a su grosor. Deja escapar
un suspiro controlado. En su frente se dibujan
arrugas de concentración
que brillan empapadas de sudor.
Lucho contra la necesidad
de contraer los músculos a su alrededor.
Necesita un momento.
Cierra los ojos mostrando sus largas pestañas y deja
caer la cabeza sobre la
mía mientras se esfuerza por controlar su agitada
respiración. Espero con paciencia
a que esté preparado y le acaricio los
firmes antebrazos con las
manos, contenta de estar aquí tumbada,
contemplando a este
neurótico tan hermoso. Sabe que en estos momentos
necesito al Tom tierno.
Al cabo de unos instantes
se recompone y alza la cabeza de nuevo
para mirarme. El corazón
se me sale del pecho. Estoy muy enamorada de
este hombre.
—Esto es lo que pasa
cuando me rechazas. No vuelvas a hacerlo. —
Eleva la parte superior
del cuerpo para apoyar los brazos en la cama, se
arrastra perezosamente
hacia atrás y empieza a avanzar gradualmente hacia
adelante.
Ronroneo. Joder. Joder.
Repite el exquisito movimiento una y otra vez
sin dejar de mirarme.
—Debes pensar en esto,
_____. Cuando tengas la tentación de huir de
nuevo, piensa en cómo te
sientes ahora mismo. Piensa en mí.
—Sí —exhalo. Estoy
esforzándome por aminorar la rápida
concentración de presión.
Quiero que esto dure eternamente. Quiero
sentirme así para
siempre. Ésta es justo la razón por la que lo estaba
evitando. Soy débil en
mis intentos de rechazarlo. ¿O es sólo que su
empeño es superior? Sea
como sea, siempre acabo en la casilla de salida...
entregándome a este
hombre.
Muevo las caderas para
recibir cada uno de sus embistes y él acerca su
boca hacia la mía y me
toma los labios sin prisa, moviendo la lengua al
ritmo de sus caderas.
Yo jadeo y le clavo las
uñas en los brazos. Tengo que dejar de
marcarlo y de hacerle
sangre. El pobre hombre acaba herido casi siempre.
Me penetra con lentitud,
traza un círculo en mi interior y vuelve a sacarla
muy despacio, una y otra
vez. No aguantaré mucho más. ¿Cómo consigue
hacerme esto?
—¿Te gusta? —susurra.
—Demasiado —jadeo sin
aliento.
—Lo sé. ¿Estás lista?
—pregunta contra mis labios.
Le doy un mordisquito en
la lengua.
—Sí.
—Yo también, nena. Suéltalo.
El tremendo espasmo que
me recorre el cuerpo obliga a mis músculos
a aferrarse a la erección
de Tom y a mí a agitarme violentamente contra él
mientras gimo mi
liberación en su boca. La última arremetida profunda,
seguida de una sacudida y
de una sensación cálida que me inunda, señala la
de Tom. Se queda dentro
de mí, con los ojos cerrados con fuerza y
besándome en la boca con
dulzura, emitiendo gemidos largos y graves. Sus
palpitaciones dentro de
mí hacen que mis músculos se tensen a su
alrededor al ritmo de sus
eyecciones. Lo exprimo hasta la última gota.
—Joder, te echaba de
menos —susurra.
Hunde el rostro en mi
cuello y me restriega la nariz por él antes de
recostarse sobre la
espalda. Levanta el brazo y yo me pego contra su torso
firme y cálido y apoyo la
cara en sus pectorales. Estoy jodida. Totalmente
jodida.
—Me encantan estos polvos
soñolientos —musito.
—No era un polvo
soñoliento, nena. —Me aparta el pelo de la cara
con la mano libre.
¿Ah, no?
—Entonces ¿qué era?
Me besa la frente con
ternura.
—Era un polvo para
recuperar el tiempo perdido.
Vaya, uno nuevo.
—Entonces me gustan los
polvos para recuperar el tiempo perdido.
—Pues no deberían
gustarte tanto. No se darán muy a menudo.
Una puñalada de decepción
me atraviesa el alma.
—¿Por qué no?
—Porque no vas a volver a
huir de mí, señorita, y yo tampoco tengo
intenciones de alejarme
de ti con mucha frecuencia. —Inhala el olor de mi
pelo—. Si es que llego a
hacerlo alguna vez.
Sonrío para mis adentros
y le paso una pierna por encima de los
muslos. Me agarra la
rodilla y traza círculos sobre mi piel con el pulgar
mientras yo acaricio la
superficie de su cicatriz. Necesito saber cómo se la
hizo. Nunca la ha
mencionado, a excepción de la vez que me dijo que ni
siquiera preguntase, pero
no es algo que pase desapercibido. Necesito saber
más sobre él.
—¿Cómo te la hiciste? —le
pregunto mientras recorro la línea que
lleva hasta su costado.
Él coge aire como si
estuviera harto.
—¿Cómo me hice qué,
______? —Sus palabras lo dejan bastante claro.
No quiere hablar de ello.
—Nada —susurro en voz
baja, y tomo nota mental de que no tengo
que volver a
preguntárselo.
—¿Qué haces mañana?
—pregunta para cambiar de tema por
completo.
—Es miércoles. Trabajo.
—Tómate el día libre.
—¿Qué? ¿Así, sin más?
Se encoge de hombros.
—Sí, me debes dos días.
Lo dice como si tal cosa.
Él puede hacerlo, porque tiene su propio
negocio y no responde
ante nadie. Pero yo, en cambio, tengo clientes, un
jefe y un montón de
trabajo que hacer.
—Tengo mucho trabajo.
Además, tú me abandonaste durante cuatro
días —le recuerdo.
Todavía no se ha
explicado. ¿Lo hará ahora?
—Pues vente conmigo
ahora. —Me abraza con un poco más de fuerza.
Al parecer hoy tampoco va
a darme ninguna explicación.
—¿Adónde?
—He de regresar a La
Mansión, tengo que comentar unas cosas con
John. Puedes cenar algo
mientras me esperas.
¡Ni hablar! No pienso ir
a La Mansión y no pienso esperarlo en el
restaurante mientras él
trabaja. No me arriesgaré a toparme otra vez con
doña Morritos.
—Prefiero quedarme aquí.
No quiero molestarte —digo con la
esperanza de que no
insista. Otro encontronazo con la zorra retorcida y
entrometida de Sarah no
sería precisamente la mejor manera de acabar el
día. ¿Qué le importa a
ella lo que haga Tom con su vida privada?
Me da la vuelta, me
sujeta las muñecas una a cada lado de la cabeza y
se coloca sobre mí.
—Tú jamás me molestarás.
—Aproxima los labios a mis pechos y
empieza a besarme el
pezón—. Te vienes.
La protuberancia aumenta
de tamaño bajo su lengua suave y juguetona
y se me agita la
respiración.
—Te veré mañana —digo
entre jadeos.
Me aprisiona el pezón
suavemente entre los dientes y me mira con
una sonrisa malévola.
—Hummm. ¿Necesitas un
polvo para hacerte entrar en razón? —
sugiere, y se mete mi
pecho en la boca.
Ni hablar. Acepto el
polvo, pero no pienso ir a La Mansión. Aunque,
si empieza a follarme
para hacerme entrar en razón, estoy jodida de más de
una manera. Es capaz de
hacerme decir lo que sea. Bueno, en realidad eso
lo consigue en cualquier
momento, pero sobre todo durante ese tipo de
polvos.
Oigo que se abre la
puerta de casa y las risas de Kate y Georg mientras
suben por la escalera.
Miro a Tom, que sigue aferrado a mi pezón, y la
frustración que le invade
el rostro me complace en secreto. Los polvos para
hacerme entrar en razón
siempre serán bien recibidos, pero su objetivo en
esta ocasión en
particular no tiene ningún sentido. ¿Por qué iba a querer
exponerme a otra disputa
verbal con Sarah?
Él resopla de modo pueril
y me suelta el pezón.
—Supongo que te será
imposible no hacer ruido mientras te follo para
hacerte entrar en razón.
Enarco las cejas. Sabe
que eso es imposible.
—Joder —refunfuña, y se
levanta no sin antes restregarme la rodilla
entre las piernas, sobre
mi sexo húmedo. La fricción hace que desee tenerlo
de nuevo encima de mí. No
quiero que se vaya. Se inclina y me besa con
pasión e intensidad—.
Tengo que irme. Cuando te llame mañana, cogerás
el teléfono.
—Lo haré —confirmo
obedientemente, por la cuenta que me trae.
Sonríe con malicia y me
pellizca la cadera. Chillo como una niña
pequeña y me pongo boca
abajo. Entonces siento el aguijonazo de su mano
al chocar contra mi
trasero.
—¡Ay!
—El sarcasmo no te pega,
señorita. —La cama se mueve cuando se
levanta.
Cuando me doy la vuelta,
ya tiene la camisa puesta y está
abrochándose los botones.
—¿Estará Sarah en La
Mansión? —suelto antes de que mi cerebro
filtre la estúpida
pregunta.
Él se detiene un momento,
recoge los calzoncillos del suelo y se los
pone.
—Eso espero, trabaja para
mí.
«¿Qué?»
—Me dijiste que era una
amiga —repongo indignada, y me regaño a
mí misma por ello.
Frunce el ceño.
—Sí, es una amiga y
trabaja para mí.
Genial. Me levanto de la
cama y recojo mi camiseta de tirantes y mis
pantalones cortos. Por
eso siempre está revoloteando por allí. ¿Debería
contarle lo de su advertencia?
No, probablemente no haría caso de mis
celos inmaduros e
insignificantes. Joder, qué asco me da esa mujer. Me
pongo la ropa y me
vuelvo. Tom se está colocando la chaqueta y me
observa con aire
pensativo. ¿Sabe lo que estoy pensando?
—¿No vas a ponerte nada
más? —pregunta mientras me analiza de
arriba abajo.
Le echo un vistazo a mi
conjunto y vuelvo a mirarlo a él. Tiene las
cejas levantadas.
—Estoy en casa.
—Sí, y Georg está aquí.
—A Georg no parece
importarle pasearse en calzoncillos por mi casa.
Al menos yo voy tapada.
—Georg es un
exhibicionista —gruñe. Se acerca a mi armario y busca
entre las perchas—. Toma,
ponte esto. —Me pasa un jersey de lana
gordísimo de color crema.
—¡No! —exclamo indignada.
¡Paso de morirme de calor!
Me lo acerca y lo agita
delante de mí.
—¡Póntelo!
—No. —Mi respuesta es
lenta y concisa.
No va a decirme lo que
tengo que ponerme, y menos en mi propia
casa. Le quito el jersey
de las manos y lo tiro sobre la cama. Él sigue su
trayecto en el aire con
la mirada. Lo observa, tirado sobre el edredón, y
después vuelve a mirarme.
Empieza a morderse el labio inferior con
fuerza. —Tres —masculla.
Abro los ojos como
platos.
—¿Estás de coña?
No me responde.
—Dos.
Todavía no sé qué pasa
cuando llega a cero, pero creo que esta vez
voy a descubrirlo.
—No voy a ponerme el
jersey.
—Uno. —Sus labios forman
una línea recta de enfado.
—Haz lo que quieras, Tom.
No voy a ponerme ese jersey.
Frunce el ceño.
—Cero.
Estamos uno frente al
otro, él con una expresión de auténtica ira
mezclada con un poco de
satisfacción y yo preguntándome qué coño va a
hacer ahora que ha
llegado a cero.
Inspecciono la habitación
en busca de una vía de escape, pero sólo hay
una, y tengo que esquivar
a Tom para llegar hasta ella. Es decir, que es
imposible.
Sacude la cabeza, exhala
una larga bocanada de aire y echa a andar
hacia mí. Yo trato de
saltar por encima de la cama para escapar, pero
quedo atrapada en el
revoltijo de sábanas y chillo cuando siento que me
agarra del tobillo con
una mano cálida y tira de mí.
—¡Tom! —grito. Me da la
vuelta y se me pone encima, cogiéndome
las manos por debajo de
sus rodillas—. ¡Suéltame! —Me aparto el pelo de
la cara de un soplido y
me lo encuentro mirándome con una expresión de
absoluta seriedad.
—Vamos a dejar una cosa
clara. —Se quita la chaqueta, la tira sobre
la cama y coge el
jersey—. Si haces lo que te mando, nuestra vida será
mucho más sencilla. Todo
esto... —me pasa las manos por el torso y me
agarra los pezones por
encima de la camiseta. Yo gimo—... es sólo para
mí. —Echa las manos hacia
atrás y me hunde un dedo en el hueco que se
me forma encima de la
cadera.
—¡NO! —grito—. ¡No, por
favor! —Empiezo a reírme. Madre mía,
¡voy a mearme encima!
Continúa con su tortura y
yo empiezo a retorcerme con violencia. No
puedo respirar. Entre la
risa y el llanto, mi vejiga amenaza con estallar.
—¡Tom, necesito ir al
baño! —digo medio riendo medio llorando. No
puedo pensar en nada más
que en el agonizante sufrimiento al que me está
sometiendo, el muy
capullo. Y todo porque no he querido ponerme un
estúpido jersey.
—Eso está mejor —lo oigo
decir entre mis frenéticas sacudidas. Me
aparta el pelo de la cara
y pega sus labios contra los míos con fuerza—.
Podrías habernos ahorrado
a los dos muchos problemas si te hubieses...
puesto... el puto...
jersey.
Lo miro y frunzo el ceño
mientras él aparta su peso de mí y vuelve a
ponerse la chaqueta. Yo
me siento y descubro que llevo puesto el maldito
jersey. ¿Cómo lo ha
hecho? Lo miro con todo el odio del mundo. Él me
observa atentamente, sin
una pizca de humor en el rostro.
—Voy a quitármelo
—espeto.
—De eso nada —me
garantiza, y probablemente tenga razón.
Me levanto de la cama y
me voy al baño con el ridículo jersey de lana
puesto.
—Eres un auténtico
gilipollas —mascullo, y cierro la puerta de un
golpe. Voy a hacer pis y
tomo otra nota mental: no volver a dejar que llegue
al cero. Acabo de vivir
mi peor pesadilla. Me froto las caderas y noto que
la piel sensible de
encima de los huesos todavía me hormiguea.
Cuando termino, Tom está
en la cocina con Georg y Kate. Ambos se
fijan en que llevo puesto
un jersey. Me encojo de hombros y me sirvo otra
copa de vino.
—¿Habéis hecho las paces?
—pregunta Kate al tiempo que se sienta
sobre las piernas de
Georg. Él las abre y mi amiga cae en el hueco del medio
dando un chillido. Le da
una bofetada cariñosa y vuelve a mirarme
esperando una respuesta.
—No —mascullo, y miro a
Tom con rencor—. Y por si te preguntas
quién ha hecho un agujero
en la puerta de la cocina, no hace falta que
busques muy lejos.
—Señalo a Tom con la copa—. Y también ha sido él el
que ha roto tu copa de
vino —añado como la chivata patética que soy.
Tom se lleva las manos a
los bolsillos, saca un montón de billetes de
veinte libras y los
planta encima de la mesa delante de Kate.
—Si es más, dímelo —dice
sin apartar la vista de mí. Escudriño la
mesa. Debe de haber
dejado al menos quinientas libras ahí. Y me he dado
cuenta de que el muy
arrogante ni siquiera se ha disculpado.
Kate se encoge de hombros
y coge el dinero.
—Con esto bastará.
Tom vuelve a meterse las
manos en los bolsillos, se acerca a mí y se
inclina hasta que su cara
queda a la altura de la mía.
—Me gusta tu jersey.
—Vete a la mierda —le
suelto, y doy un buen trago de vino.
Él se ríe y me da un beso
en la nariz.
—Esa boca —me regaña. Me
agarra por la nuca, me recoge todo el
pelo en un puño y tira de
mí hasta que quedamos nariz con nariz—. No
bebas mucho —ordena, y
después me besa apasionadamente. Intento
resistirme... un poco.
Cuando sus labios me
liberan y recupero el sentido, carraspeo y doy
otro trago.
Sacude la cabeza, inhala
profundamente y se aleja de mí.
—Mi trabajo aquí ha
concluido —dice con suficiencia mientras se
marcha.
—Adiós —canturrea Kate
entre risas. La fulmino con la mirada.
—Colega. —Georg le
estrecha la mano con una sonrisa—. _____, sólo te
está dando amor.
—¡Que se lo meta por el
culo! —exclamo.
Dejo mi copa de vino,
cojo el móvil y salgo echando humo de la
cocina en dirección a mi
habitación. Este hombre es imposible. Georg y Kate
empiezan a reír y yo me
echo sobre la cama con el jersey puesto.
Finjo que mi único motivo
para estar cabreada es que Tom me haya
obligado a ponerme un
jersey. El hecho de que se dirija a La Mansión y de
que cierta bruja de
labios gordos vaya a estar allí no tiene nada que ver con
mi mal humor. Nada en
absoluto.
Cuando estoy a punto de
dormirme, en mi teléfono empieza a sonar
This
is the One, de The Stone Roses. Pongo los ojos en blanco y estiro el
brazo para cogerlo de la
mesita de noche. Este hombre tiene que aprender a
respetar mi teléfono.
—¿Qué? —ladro.
—¿Con quién te crees que
estás hablando, señorita?
—¡Con un auténtico
gilipollas!
—Haré como que no he oído
eso. ¿Aún tienes el jersey puesto?
Quiero decirle que no.
—Sí —farfullo. ¿Vendrá a
torturarme más si digo que no?—. ¿Has
llamado para preguntarme
eso?
—No, quería oír tu voz
—dice con dulzura—. Tengo mono de ______.
Me derrito con un
suspiro. Puede ser dominante, mandón e irracional
y al momento
transformarse en un ser sentimentaloide y encantador.
—Has vuelto a manipular
mi teléfono —lo acuso.
—Es que si llamo y lo
tienes en silencio no vas a oírlo, ¿verdad?
—No, pero ¿cómo sabes que
estaba en silencio? —pregunto, aunque
ya sé la respuesta. Tengo
que bloquearlo con un código PIN—. Bueno, da
igual, es de mala
educación coger el teléfono de los demás. Y, por cierto,
tienes que disculparte
con Sally.
—Lo siento. ¿Quién es
Sally?
—No lo sientes. Sally es
la pobre chica de mi oficina a la que
agrediste verbalmente.
—Ah, no te preocupes por
eso. Que sueñes conmigo.
Sonrío.
—Lo haré. Buenas noches.
—Ah, _____...
—¿Qué?
—Tú eres «la definitiva»,
nena.
Me cuelga y el corazón se
me sale del pecho. ¿A qué se refiere con «la
definitiva»? ¿Quiere
decir lo que creo que quiere decir? Empiezo a
morderme la uña del
pulgar y me quedo medio dormida pensando en su
comentario codificado.
¿Soy yo «la definitiva»?
¿Es él «el definitivo»?
Joder. Deseo con todas mis fuerzas que lo sea.
CAPITULO 24.-
Me siento a mi mesa
soñando despierta, con la mente ocupada en The One
y en los distintos tipos
de polvo. Si —en mi pequeño mundo perfecto—
acabo teniendo una
relación con Tom, ¿será siempre así? ¿Él dará las
órdenes y yo a obedecer?
Es eso, o que me folle con diferentes propósitos o
que me someta a una
cuenta atrás y me torture hasta que ceda o me supere
físicamente y me obligue
a hacer lo que él quiere. No niego que en la cama
tiene su gracia, pero ha
de haber cierto toma y daca, y no estoy segura de
que Tom sepa dar, a menos
que se trate de sexo. La verdad es que en eso es
muy bueno. Me encrespo
cuando llego a la conclusión de que, sin duda, se
debe a que ha tenido
mucha práctica. Rompo el lápiz. ¿Qué? Miro el trozo
de madera partido en dos
que tengo en la mano. Huy.
—Qué pronto has llegado,
______.
Sally entra en la oficina
y me echo a reír para mis adentros. Ayer vi a
una Sally que no conocía.
—Sí, me he levantado
temprano. —Me quedo con ganas de añadir que
es porque un capullo
neurótico me hizo ponerme un jersey de invierno para
dormir y me he despertado
sudando a mares.
Se sienta a su mesa.
—Intenté llamarte ayer
después de que te fueras.
—¿Sí?
Frunzo el ceño, pero
entonces me doy cuenta de que debí de borrar la
llamada perdida de Sally
junto con las decenas de llamadas perdidas de
Tom.
—Sí. El hombre furibundo
vino a la oficina al poco de que te
marcharas.
—¿Vino?
Debí de imaginármelo.
—Sí, y no estaba de mejor
humor.
Me hago una idea. Sonrío.
—¿Le diste un achuchón?
Suelta una carcajada y se
deja caer hacia atrás en la silla sin parar de
reír. No puedo evitar
unirme a ella y me río a gusto. Se está desternillando
en su mesa.
Patrick llega y nos mira
a las dos, exasperado, antes de entrar en su
despacho y cerrar la
puerta tras de sí.
«¡Mierda!»
—¿Estaba Patrick?
—pregunto.
Se quita las gafas y las
limpia con la manga de su blusa marrón de
poliéster.
—¿Cómo? ¿Cuándo vino el
lunático? No, estaba recogiendo a Irene en
la estación de tren.
Dejo escapar un suspiro
de alivio. Pero ¿en qué estaba pensando
Tom? Es un cliente. No
puede venir a mi oficina y usar su influencia para
mangonear a todo el
mundo. A duras penas puedo excusar su
comportamiento como la
clásica queja de un cliente. Ya me ha sacado una
vez a rastras de la
oficina.
La puerta del despacho se
abre y la repartidora de flores entra con
dificultad —otra vez la
chica del Lusso— con dos voluminosos ramos.
—¿Entrega para _____ y
Sally?
Sally casi se desmaya en
su mesa. Apuesto a que nadie le ha enviado
flores nunca. Aunque yo
ya sé de parte de quién son. Es un cabrón
lisonjero.
—¿Para mí? —dice Sally
cuando coge el colorido ramo de las manos
de la chica de reparto.
Lo agita en dirección a mi despacho.
—Gracias —sonrío, y cojo
el ramo de calas antes de firmar por las
dos. Sal tiene cara de
que va a pasarse el resto del día soñando despierta.
—¿Qué dice la tarjeta,
Sal? —le pregunto cuando veo que la recorre
de izquierda a derecha
con la mirada.
Se reclina y se pone la
mano en el corazón.
—Dice: «Por favor, acepta
mis disculpas. Esa mujer me vuelve loco.»
¡Ay, ______! —Me mira
emocionada—. ¡Cómo me gustaría a mí volver así
de loco a un hombre!
Pongo los ojos en blanco
y saco de entre las flores la tarjeta dirigida a
mí. Apuesto a que no es
una disculpa. Sally no opinaría lo mismo si tuviera
que aguantar el
comportamiento neurótico e irracional de Tom. ¿Que yo lo
vuelvo loco? Es de traca.
Abro la tarjeta.
ERES
LA MUJER A LA QUE LLEVO ESPERANDO TANTO TIEMPO... UN BESO, T.
Mi lado cursi babea un
poco, pero la parte sensata de mi cerebro —la
que no está completamente
loca por Tom— grita en seguida que la mujer
de su vida es la que se
pone de rodillas y cumple todas sus órdenes,
instrucciones y
exigencias. Soy consciente de que, aunque eso es
exactamente lo que he
hecho en muchas ocasiones, también he de mantener
mi identidad y mi forma
de pensar. Es tremendamente duro, porque este
hombre me afecta
muchísimo. Ya se he hecho con mi cuerpo... Más bien,
se ha apoderado de él.
Suena el teléfono e
ignoro la punzada de decepción que siento cuando
oigo el tono estándar,
pero no puedo pasar por alto la de pánico cuando veo
el nombre de Matt en la
pantalla. ¿Qué querrá?
—Hola —saludo con todo el
aburrimiento que quería aparentar.
—_____, pensaba que no lo
cogerías. —Su tono es de cautela, como no
podría ser de otra manera
después de la que me armó. Ni yo sé por qué he
contestado.
—¿Y eso? —Mi voz destila
sarcasmo. El gusano tiene agallas para
llamarme, después de lo
que me dijo y de cómo se portó.
—Perdona, _____. Me pasé
mucho. Fue un cúmulo de cosas. Mi jefe me
dijo que van a recortar
personal y, en fin, me puse de los nervios.
Adorable. ¿Por eso quería
volver conmigo? ¿Quería tener estabilidad
económica por si perdía
su trabajo? ¡Capullo insolente! ¿Es consciente de
lo que me ha dicho?
—Lamento la situación
—contesto con sequedad.
—Gracias. He puesto las
cosas en perspectiva. Te he perdido y ahora
quizá pierda el trabajo.
Todo está patas arriba. —La voz le tiembla de
emoción.
Suspiro.
—Todo irá bien —intento
consolarlo—. Eres muy bueno en tu trabajo.
Lo es. Tiene la confianza
en sí mismo —demasiada confianza en sí
mismo— que debe tener un
comercial.
—Ya. En fin, sólo quería
hacer las paces contigo.
Me parece bien siempre y
cuando no empiece otra vez con el discurso
de «quiero que vuelvas
conmigo». ¿En qué estaba pensando?
—Está bien. No te
preocupes. Ya nos veremos, ¿vale?
—Sí. Podríamos volver a
comer juntos... Como amigos —añade a
toda velocidad—. Todavía
tengo algunas cajas con tus cosas.
—Las recogeré la semana
que viene. Cuídate, Matt. —Ignoro su
sugerencia de quedar para
comer.
—Tú también.
Cuelgo y lanzo el
teléfono sobre la mesa. Por muy cretino que sea, no
le deseo que se quede en
paro. Le irá bien. Me quito a Matt de la cabeza y
me concentro en sacar
algo de trabajo adelante. Finjo que no miro el móvil
cada diez minutos para
comprobar que está encendido y con el volumen
alto. ¿Por qué no me ha
llamado?
Voy caminando por nuestra
calle después de haber comprado una
botella de vino y diviso
a Kate a lo lejos, saltando en medio de la calzada
como la loca pelirroja
que es. Al acercarme, me fijo bien. Aparcada junto a
Margo
hay
otra furgoneta rosa chillón, pero nuevecita y reluciente. ¡Por fin
ha invertido en una furgo
nueva! Ya era hora.
—Bonita furgo —le digo
cuando me aproximo.
Se da la vuelta, los ojos
azules le bailan y tiene las mejillas pálidas
sonrojadas.
—¿Tú sabes algo de esto?
«¿Yo?»
—¿Por qué iba a saber
algo?
—Acabo de llegar a casa y
estaba ahí aparcada. Me he quedado un
rato contemplándola,
luego he entrado en casa y he tropezado con las
llaves junto a la puerta.
Mira.
Me pone las llaves
delante de las narices, lo que me obliga a mirar la
nota que cuelga de un
hilo en el llavero.
NI
UN MORATÓN MÁS EN EL CULO, POR FAVOR.
«¡No!» No habrá sido
capaz. Recuerdo lo tremendo de su reacción al
ver mis maltrechas
posaderas.
—¿Has hablado con Georg?
—pregunto.
—Sí. Dice que hable con
Tom.
—¿Por qué te habrá dicho
eso? —quiero saber.
—Está claro: porque cree
que Tom es el comprador misterioso. —
Pone los ojos en blanco—.
Si el señor me ha comprado una furgoneta para
que no vuelvas a hacerte
cardenales en el culo, pues... ¡tengo que decir que
me encanta que tengas la
piel tan delicada como un melocotón!
Esto no está bien.
—Kate, no puedes
aceptarla.
Me mira disgustada y sé
que no habrá forma humana o divina de
obligarla a que devuelva
la furgoneta. Su mirada dice que está encantada.
—¡Ni de coña! No intentes
hacer que la devuelva. Ya la he bautizado.
—¿Qué? —A mi voz le falta
mucha paciencia.
Pasa los dedos, largos y
pálidos, por el capó.
—Te presento a Margo
Junior.
Se recuesta sobre la
furgoneta y acaricia el metal rosa.
Sacudo la cabeza,
exasperada, y me voy a casa. Ahora todavía le gusta
más ese tonto imposible.
¿De qué va? ¿Flores para Sally y una furgoneta
para Kate? Ah, ¿y qué hay
de arrojar las divisas de su majestad la reina de
Inglaterra sobre la mesa
de la cocina como si fueran trapos de cocina?
—¡Me la llevo a dar una
vuelta! —grita Kate.
No le contesto, sino que
subo la escalera y me voy directa a la cocina
para meter las flores en
un jarrón y descorchar la botella de vino. Me
termino la primera copa y
me voy a la ducha. ¿Le ha comprado una
furgoneta a Kate?
Me tomo mi tiempo para
quitarme el día de encima y me dejo la
crema suavizante en el
pelo cinco minutos mientras me paso la cuchilla.
Cierro el grifo, escucho
la canción de The Stone Roses que llevo todo el
día desesperada por oír y
casi me parto el cuello al salir de la ducha para
echar a correr por el
descansillo. El teléfono deja de sonar y la pantalla se
ilumina: ocho llamadas
perdidas.
No, no, no. Debe de estar
tirándose de los pelos. Lo llamo mientras
cruzo el descansillo
hacia el salón. Miro por la ventana para ver si Kate ha
vuelto.
No está, pero Tom sí está
dando vueltas por el sendero del jardín con
el mismo aspecto divino
de siempre. Lleva vaqueros y un jersey fino azul
marino. Sonrío, un
hormigueo me recorre el cuerpo de pies a cabeza con
sólo mirarlo. Pulsa los
botones del teléfono como un poseso y, tal y como
esperaba, mi móvil se me
ilumina en la mano.
«¡Ajá!»
—¡Hola! —digo tranquila y
como si no pasara nada.
—¿Dónde diablos estás?
—me ladra por teléfono. No hago caso de su
tono de voz.
—¿Y dónde estás tú?
—contraataco. Por supuesto, sé perfectamente
dónde está. Me quedo de
pie junto a la ventana, viendo cómo se pasa la
mano por el pelo. Pero
entonces desaparece de mi vista en el rellano de la
puerta principal.
—Estoy en casa de Kate,
echando la puerta abajo a patadas. ¿Es
mucho pedir que me cojas
el teléfono a la primera?
—Estaba ocupada con otra
cosa. ¿Por qué no me has llamado en todo
el día? —pregunto
mientras bajo hasta la puerta principal.
—Porque, _____, ¡no
quiero que sientas que te estoy agobiando! —Está
totalmente exasperado y
eso me hace sonreír. Me encantan todos y cada
uno de sus rasgos de
locura.
—Pero aun así me estás
gritando —le recuerdo. Miro por la mirilla y
me derrito cuando lo veo
apoyarse contra la pared.
—Lo sé —dice ya más
tranquilo—. Me estás volviendo loco. ¿Dónde
estás?
Lo veo deslizarse hacia
abajo por la pared hasta que toca el suelo con
el culo. Deja las
rodillas dobladas e inclina la cabeza a un lado. Ay, no
puedo verlo así.
Abro la puerta.
—Aquí.
Me mira y suelta el
teléfono, pero no intenta levantarse. Sólo me
mira, con el rostro
inundado de alivio. Salgo y me deslizo por la pared de
enfrente, de tal modo que
quedamos sentados uno frente al otro, rodilla con
rodilla. Esperaba que me
cogiera y me obligase a entrar en casa, ya que voy
medio desnuda, pero no lo
hace, sino que alarga el brazo y me pone la
mano en la rodilla. No me
sorprende que provoque chispas de fuego en
todo mi ser.
—Estaba en la ducha.
—La próxima vez, llévate
el móvil al baño —me ordena.
—Vale. —Le hago un saludo
militar.
—¿Y tu ropa? —Me recorre
el cuerpo, cubierto por una toalla, con la
mirada.
¡Ja! No iba a tenerlo
esperando mientras me vestía. Me lo habría
encontrado muerto de un
ataque al corazón.
—En mi armario —respondo
con sequedad.
Su mano desaparece bajo
la toalla, me coge por encima de la cadera
para hacerme cosquillas y
la toalla se afloja.
—¡Amigo mío!
Miro hacia el sendero y
veo a Georg. Cuando vuelvo a mirar a Tom,
parece como si... En fin,
como si fuera a darle un ataque. Se pone de pie y
tira de mí. No sé cómo lo
hace, pero consigue mantenerme cubierta con la
toalla.
—¡Georg, no te muevas,
joder! —le grita.
Me coge en brazos y
cruzamos la puerta a la velocidad de la luz. Oigo
a Georg reírse a nuestras espaldas mientras Tom
sube la escalera corriendo
conmigo en brazos y
murmurando algo acerca de arrancar los ojos a los
curiosos. Me arroja sobre
la cama.
—Vístete, vamos a salir.
Levanto la cabeza de
golpe. No pienso ir a La Mansión. Me pongo de
pie, sin la toalla, y me
dirijo al tocador.
—¿Adónde?
Recorre con la mirada mi
cuerpo desnudo.
—He salido a correr y
mientras tanto se me ha ocurrido que aún no te
he llevado a cenar.
Tienes unas piernas increíbles. Vístete.
Señala mi armario con la
cabeza.
Si se refiere a cenar en
La Mansión, yo paso. Evitaré el lugar a toda
costa si ella va a estar
allí y, dado que ya sabemos que trabaja para él, lo
más probable es que esté.
—¿Adónde? —vuelvo a
preguntar mientras empiezo a aplicarme
manteca de coco en las
piernas.
—A un pequeño italiano
que conozco. Anda, vístete antes de que me
cobre mi deuda.
De pie, me masajeo
lentamente con la crema.
—¿Qué deuda?
Levanta las cejas.
—Me debes una.
—¿Cómo que te debo una?
—Frunzo el ceño, pero sé exactamente a
qué se refiere.
—Claro que me la debes.
Te espero fuera, no sea que me dé por
cobrármela antes de
tiempo. —Me lanza una sonrisa picarona—. No quiero
que pienses que es sólo
sexo.
Me deja con ese pequeño
comentario antes de irse.
Ah, ¿no es sólo sexo?
Esas palabras me han alegrado el día. Quizá esta
noche descubra qué trama
esa maravillosa y compleja cabecita suya. De
repente, me inunda la
esperanza.
Tras darle muchas vueltas
a qué voy a ponerme —me sorprende que
no lo haya decidido por
mí—, me decanto por unos pantalones capri beige,
una camisa de seda en nude
y
unas bailarinas color crema. Me aseguro de
ponerme un conjunto de
ropa interior de encaje color coral; le encanta
verme vestida de encaje.
Me hago un recogido informal, me pinto los ojos
ahumados y termino con un
brillo de labios sin apenas color.
Salgo al descansillo y me
encuentro a un Tom irritado dando vueltas
de un lado a otro. Frunzo
el ceño.
—Tampoco he tardado
tanto.
Levanta la vista y me
dedica una sonrisa gloriosa, reservada sólo para
mujeres, y vuelvo a
sentirme segura. Me acerco a él y me mira de arriba
abajo con satisfacción.
En cuanto estoy lo bastante cerca, tira de mí hacia
su cuerpo musculoso.
—¿Cómo es posible que
seas tan bonita? —susurra en mi pelo.
—Lo mismo digo. ¿Dónde
está Georg?
—Kate le está dando un
paseo en la furgoneta.
Ah, casi me había
olvidado de Margo Junior. Me
aparto y le lanzo una
mirada llena de sospecha.
—¿Le has comprado tú esa
furgoneta a Kate?
Sonríe satisfecho.
—¿Estás celosa?
«¿Qué?»
—¡No!
Se pone serio.
—Sí, se la he comprado
yo.
—¿Por qué?
¿Acaso no le parece raro?
¿Está intentando sobornar a mi amiga para
que pase por alto su
comportamiento irracional?
—Pues, _____, porque no
quiero que vayas dando tumbos en esa
chatarra sobre ruedas,
por eso. Y no tengo por qué darte explicaciones —
me bufa, y cruza los
brazos para mantenerse alejado de mí.
Me entra la risa.
—¿Le has comprado una
furgoneta a mi mejor amiga para que no me
lastime cuando sujete una
tarta? —Es para morirse.
Me mira y adopta una
expresión muy digna.
—Como ya he dicho, no
tengo por qué darte explicaciones. Vámonos.
Me coge de la mano y me
conduce hasta abajo, al coche.
—Le has alegrado el día a
Sally —comento mientras corro para poder
seguir el ritmo de sus
largas zancadas.
—¿Quién es Sally?
—La criatura desvalida de
mi oficina —le recuerdo. Empiezo a
sopesar si la mala
memoria es también un síntoma de la edad.
—Ah, ¿me ha perdonado?
—Del todo —musito.
Kate nos ve y se lanza a
los brazos de Tom.
—¡Gracias! —le repite una
y otra vez en la cara.
Tom se abraza a ella con
la mano que tiene libre y ella continúa
lanzando grititos de emoción
junto a su oído. Pongo los ojos en blanco y
miro a Georg, que sacude
la cabeza. Me reconforta saber que él también
opina que se ha pasado un
poco.
—El que sale ganando soy
yo, Kate, no tú —le dice.
Ella lo suelta.
—¡Lo sé! —Sonríe y me
mira con sus brillantes ojos azules—. ¡Lo
adoro!
—Eh, ¿y a mí no? —grita
Georg. Kate va corriendo a abrazarlo.
Pongo los ojos en blanco
otra vez. Estoy rodeada de locos.
Aparcamos en la puerta de
un pequeño restaurante italiano del West
End. Salgo del coche y
Tom viene a por mí. Me coge de la mano y me
lleva a lo que sólo puede
describirse como una sala de estar. La
iluminación es tenue y
todo está lleno de trastos italianos. Es como si me
hubiera trasladado en el
tiempo a la Italia de la década de los ochenta.
—Señor Tom, me alegro de
verlo —dice un hombrecillo italiano que
se acerca a nosotros de
inmediato. Luce una expresión de felicidad natural.
Tom le estrecha la mano
con afecto.
—Luigi, yo también me
alegro de verte.
—Venga, venga. —Luigi nos
hace gestos para que nos adentremos
más en la estancia.
Nos sienta a una pequeña
mesa en un rincón. El mantel es de color
crema y lleva bordado la
«Italia Turrita». Es muy bonito.
—Luigi, ésta es _____.
—Tom nos presenta.
El italiano me hace una
reverencia con la cabeza.
—Un nombre precioso para
una dama preciosa, ¿sí? —Es tan directo
que me siento un poco
avergonzada—. ¿Qué desea el señor Tom?
—¿Me permites? —me
pregunta Tom señalando el menú con la
cabeza.
¿Me está pidiendo
permiso?
—Es lo que sueles hacer
—murmuro.
Arquea una ceja y pone
morritos, como diciéndome que no tiente mi
suerte. Lo dejo a lo
suyo. Está claro que sabe cuáles son los mejores platos
del menú.
—Muy bien, Luigi.
Tomaremos dos de fettuccini con
calabaza,
parmesano y salsa de
limón con nata, una botella de Famiglia Anselma
Barolo 2000 y agua. ¿Lo
tienes todo?
Luigi toma nota a toda
velocidad en su cuaderno y da un paso atrás.
—Sí, sí, señor Tom. Ahora
me voy.
Tom sonríe con afecto.
—Gracias, Luigi.
Miro el restaurante, que
está lleno de trastos.
—A esto sí que se le
llama mierda italiana —murmuro pensativa.
Cuando mi mirada se
encuentra con la de Tom, veo una sonrisa de oreja a
oreja sobre un labio
mordido—. ¿Vienes a menudo?
Su sonrisa se hace más
amplia y entramos en el territorio de las
rodillas que se vuelven
de gelatina.
—¿Estás intentando
seducirme?
—Por supuesto —sonrío, y
él cambia de postura en su silla.
—Mario, el barman de La
Mansión, insistió en que lo probara y eso
hice. Luigi es su
hermano.
—¿Luigi y Mario? —suelto,
más bien con poca educación. Tom
levanta las cejas y me
lanza una mirada—. Lo siento. ¡Es que ésa sí que no
me la esperaba!
—Ya lo veo. —Frunce el
ceño cuando Luigi se acerca con las bebidas.
Tom me sirve vino a mí y
agua para él.
—¿No habrás pedido una
botella entera para mí? —le suelto—. ¿Tú
no vas a beber nada?
Por Dios, voy a acabar
como una cuba.
—No. Tengo que conducir.
—¿Y a mí me permites
beber?
Aprieta los labios hasta
convertirlos en una línea recta, pero veo que
está intentando reprimir
una sonrisa ante mi descaro.
—Te lo permito.
Sonrío, cojo la copa y
bebo con cuidado mientras él me observa. El
vino está espectacular.
Cuando miro al hombre
guapísimo y neurótico que tengo al otro lado
de la mesa, al que me ha
jodido los planes pero bien, mi cerebro sufre de
repente un bombardeo de
preguntas.
—Quiero saber qué edad
tienes —digo segura de mí misma. Ese
asunto de la edad se está
convirtiendo en una estupidez.
Acaricia el borde de la
copa con la punta del dedo y me mira.
—Veintiocho. Háblame de
tu familia.
¿Eh? ¡Ah, no, no, no!
—Yo he preguntado
primero.
—Y yo te he contestado.
Háblame de tu familia.
Sacudo la cabeza de
desesperación y me resigno ante el hecho de que
estoy enamorada de un
hombre cuya edad desconozco, y posiblemente
nunca la sepa.
—Se jubilaron y viven en
Newquay desde hace unos años —suspiro
—. Mi padre dirigía una
empresa de construcción y mi madre era ama de
casa. Mi padre tuvo un
amago de infarto, cogió la jubilación anticipada y
se fueron a Cornualles.
Mi hermano está viviendo sus sueños en Australia.
—Ahí tiene los
titulares—. ¿Por qué no hablas de los tuyos? —le pregunto.
Sé que me estoy metiendo
en terreno pantanoso, sobre todo después de lo
que contestó la última
vez que le pregunté.
Espero con cautela, casi
con recelo, su reacción. Me deja más que
sorprendida cuando bebe
un sorbo de agua y se lanza a responder.
—Viven en Marbella. Mi
hermana también está allí. No hablo con
ellos desde hace años. No
aprobaron que Carmichael me dejara La
Mansión y todas sus
posesiones.
¿Eh?
—¿Te lo dejó todo a ti?
—Entiendo que eso pueda causar una reyerta
familiar, y más cuando
también hay una hermana de por medio.
—Eso es. Estábamos muy
unidos y no se hablaba con mis padres. No
les gustaba.
—¿No les gustaba vuestra
relación?
—No. —Empieza a
mordisquearse el labio.
—¿Había algo reprobable?
—Ahora sí que siento curiosidad.
Suspira.
—Cuando dejé la
universidad me pasaba todo el tiempo con
Carmichael. Mi madre, mi
padre y Amalie se fueron a vivir a España y yo
me negué a irme con
ellos. Tenía dieciocho años y me lo estaba pasando
como nunca. Me fui a
vivir con Carmichael cuando se marcharon. No les
hizo mucha gracia. —Se
encoge de hombros—. Tres años después,
Carmichael murió y yo me
hice cargo de La Mansión. —Lo cuenta sin
emoción. Bebe otro trago
de agua—. La relación se resintió después de
aquello. Me exigieron que
vendiera La Mansión, pero yo no podía, era el
legado de Carmichael.
Jesús. He descubierto más
sobre este hombre en cinco minutos que en
todo el tiempo que ha
pasado desde que lo conozco. ¿Por qué está tan
hablador esta noche?
Decido aprovecharme, no sé cuándo volverá a
presentarse la ocasión.
—¿Qué sueles hacer para
divertirte?
Sus ojos marrones se
iluminan y sonríe con malicia.
—Follarte.
Abro los ojos como platos
y trago saliva con dificultad. ¿Me
considera una diversión?
Ahora me siento como una mierda. Me revuelvo
en la silla y doy un
sorbo al vino para apartar la mirada. Odio este bajón
que me entra de vez en
cuando últimamente. Un instante estoy en el
séptimo cielo de Tom y,
al siguiente, cualquier comentario hace que me dé
de bruces contra la cruda
realidad. No puedo con tantas señales
contradictorias.
—Te gusta el poder en el
dormitorio —le digo sin sonrojarme ni un
poquito. Estoy orgullosa
de mí misma. Su habilidad y la influencia que
tiene sobre todo mi ser
me ponen nerviosa.
—Sí. —Contemplo su rostro
impasible cuando mi mirada vuelve a la
suya.
—¿Eres un dominante?
—Suelto, y me clavo mentalmente en las
posaderas el elegante
tenedor plata. ¿De dónde ha salido eso?
Se atraganta y está a
punto de escupirme el agua encima. ¿Por qué
habré preguntado eso?
Deja la copa sobre la
mesa, coge la servilleta, se limpia la boca y
sacude la cabeza con una
media sonrisa.
—_____, no necesito esa
clase de arreglo para conseguir que una mujer
haga lo que yo quiero en
el dormitorio. No tengo ni tiempo ni ganas de
practicar ese tipo de
mierda.
Me relajo un poco.
—Parece que me estás
dedicando mucho tiempo.
—Supongo que sí.
Comienza a mirar al
vacío, pensativo.
—Eres muy controlador
—afirmo con frialdad sin apartar la vista de
mi copa. Voy a poner
también ese tema sobre la mesa.
—Mírame —exige con
suavidad y, como la esclava que soy, lo miro.
Sus ojos marrones se han
suavizado. Se reclina, relajado, en la silla—. Sólo
contigo.
—¿Por qué?
—No lo sé. —Se da un
breve mordisco en el labio—. Me vuelves
loco.
¿Qué? En fin, eso lo
aclara todo. ¿Se cree que necesito una especie de
padre? Estoy hecha un
lío. Suspiro en el interior de la copa de vino. ¿Que
lo vuelvo loco? «¡Lo
mismo te digo, Kaulitz!»
—Aquí está tu pasta
—dice. Alzo la vista y veo a Luigi, que se acerca
cantando. He perdido el
apetito.
—Gente encantadora
—coloca dos generosos cuencos ante nosotros
—, buon
appetito!
—Gracias, Luigi —sonríe
Tom con educación. Me lanza una mirada
inquisitiva, pero la
ignoro y sonrío agradecida a Luigi. Es igualito que
Mario.
Revuelvo la pasta con el
tenedor. Huele a gloria, pero estoy tan
confusa que se me ha
cerrado el estómago. Jugueteo con ella un momento
y luego pruebo un bocado.
—¿Está buena? —pregunta
Tom.
Asiento poco convencida,
a pesar de que está deliciosa. Comemos un
rato en silencio,
mirándonos de vez en cuando. La comida es maravillosa, y
me siento culpable por no
estar disfrutándola como se merece.
—¿Cuándo compraste el
ático? —pregunto.
Detiene el tenedor de
camino a su boca.
—En marzo —me contesta.
Se toma el último bocado y aparta el
cuenco antes de coger el
vaso de agua.
—Nunca me has dicho por
qué pediste que fuera yo personalmente
quien se encargara de la
ampliación de La Mansión.
Me rindo con la pasta y
aparto el cuenco.
Tom mira mi plato a
medias y luego me mira a mí.
—Compré el ático y me
encantó lo que habías hecho con él. Te
garantizo que no esperaba
que aparecieras contoneando tu silueta perfecta,
con esa piel aceitunada y
esos ojazos marrones. —Sacude la cabeza como
intentando borrar el
recuerdo.
Me siento mejor sabiendo
que se quedó tan sorprendido de verme
como yo de verlo a él.
—No eras exactamente el
señor de La Mansión que me esperaba —le
digo. Yo también me
estremezco al recordar el efecto que me produjo; el
efecto que todavía tiene
sobre mí—. ¿Cómo sabías dónde estaba aquel
lunes al mediodía, cuando
tropecé contigo en el bar?
Se encoge de hombros.
—Tuve suerte.
—Ya, claro.
Me seguiste, más bien.
Alzo la vista y detecto
una sonrisa en la comisura de sus deliciosos
labios.
—Cuando te fuiste de La
Mansión no podía pensar en otra cosa.
—Así que me perseguiste
sin descanso —le respondo con calma.
—Tenías que ser mía.
—Y ya lo soy. ¿Siempre
consigues lo que deseas?
Me observa desde el otro
lado de la mesa y se inclina hacia adelante,
muy serio.
—No puedo contestar a
eso, ______, porque nunca he deseado nada lo
suficiente como para
perseguirlo sin descanso. No del modo en que te
deseaba a ti.
Habla en pasado.
—¿Aún me deseas?
Se reclina en la silla y
me estudia mientras acaricia su copa.
—Más que a nada.
Se me escapa un pequeño
suspiro. No sé si es de alivio o de deseo. Ya
no sé nada.
—Soy tuya —digo con
decisión.
Ya está. Acabo de ponerle
el corazón en bandeja a este hombre.
Se pasa la lengua
lentamente por el labio inferior.
—______, eres mía desde
que apareciste por La Mansión.
—¿Sí?
—Sí. ¿Pasarás la noche
conmigo?
—¿Es una pregunta o una
orden?
—Una pregunta, pero si
das la respuesta equivocada estoy seguro de
que pensaré en algo para
hacerte cambiar de idea. —Sonríe un poco.
—Pasaré la noche contigo.
Asiente con aprobación.
—¿Y la noche de mañana?
—Sí.
—Tómate el día libre —me
ordena.
—No.
Entorna los ojos.
—¿Y el viernes por la
noche?
—He quedado con Kate para
salir el viernes por la noche —le
informo. Resisto la
tentación de alargar la mano, cogerme un mechón de
pelo y retorcerlo entre
los dedos. No puede esperar que esté siempre a su
disposición. Confío en
que Kate no tenga planes.
Sus ojos, entrecerrados,
se oscurecen.
—Cancélalo.
Esto es algo que tengo
que aclarar cuanto antes: sus neurosis son poco
razonables.
—Voy a tomar unas cuantas
copas con mis amigos. No puedes
impedirme que los vea, Tom.
—¿Cuántas copas son unas
cuantas?
Noto que frunzo el ceño.
—No lo sé. Depende de
cómo me encuentre. —Lo miro, acusadora.
Sospecho que es posible
que el viernes esté hecha polvo si sigue
portándose como un loco.
Me da dolor de cabeza y hace que el cuerpo me
duela de deseo.
Empieza a mordisquearse
el labio inferior otra vez, la cabeza le va a
mil por hora. Está
intentando averiguar cómo salirse con la suya. Con la
que pillé el sábado
pasado no me he hecho ningún favor. Fue culpa suya.
¿Debería decírselo?
—No quiero que salgas a
beber sin mí —dice con firmeza.
—Pues qué mala suerte.
—Dios, estoy siendo valiente ¿Qué
graduación tiene este
vino?
—Ya veremos —dice para
sí.
Permanecemos sentados en
silencio, mirándonos el uno al otro, él
enfadado y yo ocultando
una sonrisilla. A los pocos instantes, se reclina en
su silla como si nada, un
poco de lado, con una intención clara en la
mirada. No me aparto
tímidamente de ella, sino que igualo su intensidad.
Es un desafío a cara
descubierta. Lo deseo con desesperación a pesar de
que es un tanto difícil.
Luigi se acerca para
recoger los platos e interrumpe el momento.
—¿Les ha gustado? —dice señalando
los platos.
Tom no rompe la conexión.
—Estupendo, Luigi.
Gracias. —Su voz es gutural y está dando
golpecitos en la mesa con
el dedo corazón. Noto que me roza la pierna con
la suya y no hace falta
más para que se me acelere la respiración y mis
terminaciones nerviosas
cobren vida. Estoy ardiendo de pies a cabeza... Y
lo sabe.
—Luigi, la cuenta, por
favor. —Su tono amigable ha pasado a ser
apremiante.
Parece que el italiano
capta el mensaje porque no nos ofrece la carta
de postres. Se marcha y
vuelve, casi de inmediato, con un plato negro con
caramelos de menta y un
trozo de papel. Sin siquiera mirarla, Tom se
levanta, saca un fajo de
billetes del bolsillo de sus vaqueros y deja varios
encima de la mesa.
Estira el brazo hacia mí
y me coge de la mano.
—Nos vamos.
Me levanta de la silla y
apenas me da tiempo a coger el bolso y a dejar
la servilleta encima de
la mesa. Me lleva a toda velocidad hacia la puerta.
—¿Tienes prisa? —pregunto
mientras me conduce hacia el coche por
el codo.
No hace el menor intento
de aminorar el paso.
—Sí.
Cuando llegamos al coche,
me da la vuelta y me empuja contra la
puerta. Su frente
encuentra la mía y nuestros alientos, profundos, se funden
en el escaso espacio que
separa nuestras bocas. Su erección resulta
dolorosamente dura contra
la parte inferior de mi abdomen.
Por Dios, lo quiero aquí
y ahora. Me da igual si a la gente le da por
mirar.
—Voy a follarte hasta que
veas las estrellas, _____. —Su voz es áspera
cuando mueve las caderas
contra las mías. Lanzo un gemido—. Mañana no
vas a ir a trabajar
porque no vas a poder ni andar. Sube al coche.
Lo haría, pero ya me
cuesta andar. El suspense me ha dejado inmóvil.
Pasan unos segundos y
sigo sin poder convencer a mis piernas de que
se muevan, así que me
aparta, abre la puerta y, con cuidado, me deposita en
el asiento del copiloto.
Sigueeeee
ResponderBorrarAveces ne estresa Tom es muy cortante. Y (tn) se deja uchoo..
ResponderBorrarSiguelaa
Tom esta sintiendo algo muy fuerte x (Tn) el problema es que se de cuenta de ello y quiera aceptarlo y ps (Tn) cada vez se enamora mas de el, me encanto virgi sube pronto please!!!
ResponderBorrarSiguela!!
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